PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    I.   La civilización cananea

  

1)      Las fuentes

 

La historia de Palestina siempre ha sido deformada por las motivaciones religiosas o políticas de los investigadores.

El afán propiamente histórico y científico, como tomar con­ciencia de la aportación de tal o cual período o de una u otra región a la historia humana, preguntarse lo que un pueblo y su civilización han aportado a la forma humana, este afán, repeti­mos, en lo que a Palestina concierne, casi siempre ha quedado oculto, consciente o inconscientemente, en el plano de la inves­tigación y todavía más en el plano de la interpretación.

Desde los comienzos de las investigaciones arqueológicas en Palestina en el siglo xix, la perspectiva histórica ha sido falseada por un prejuicio religioso: al ser la Biblia el documento básico, las preguntas son planteadas ateniéndose a dicho texto, cuyo problema principal reside en su historicidad.

¿Dice la Biblia la verdad?

Entre abril y mayo de 1861, acompañando a la expedición decidida por Napoleón III contra los drusos del Monte Líbano, Ernesto Renán visita Palestina. A su regreso, escribe de un tirón su Vida de Jesús.

Para otros, es preciso a toda costa que la Biblia diga la ver­dad. Cuando en 1865 se crea, en Londres, el primer centro de investigaciones arqueológicas de Palestina, «Palestine Exploration Fund», sus objetivos están claramente definidos. Los esta­tutos de la fundación precisan que se trata de llevar a cabo «una investigación exacta y sistemática, arqueológica, topográfica, geológica y etnológica de Tierra Santa, a fin de esclarecer el relato bíblico».

La interferencia constante de la teología y de la historia conduce a exigir a la historia o a la arqueología que testifiquen en favor o en contra de la ley. Lo que supone, por otra parte, una muy pobre concepción de la fe, confundida con la creencia, concepción positivista según la cual la fe consiste en conside­rar históricamente como auténticos tales o cuales «hechos» —lo que significa la creencia, por no decir credulidad—, mientras que la fe, superación eterna del hecho (de lo que ya está hecho), es esperanza, amor, voluntad incondicional de anticipar sobre lo que hay que hacer para realizar el Reino de Dios; certidumbre de que lo ideal es más auténtico que lo real, y que nosotros somos responsables de su realización.

Los textos de la Biblia son a menudo testimonios sublimes de lo que los hombres han podido crear como imagen ejemplar de lo que existe en ellos de divino. ¿Qué nos importa, entonces, que el héroe de la leyenda de Abraham sea mítico o de carne y hueso? La fe no depende de semejante elección, que vendría a apoyar o a invadir un determinado hallazgo arqueológico. La fe es la certeza de que el hombre puede realizar en las tareas más terrenales «los movimientos del infinito», como escribía Kierkegaard en su incomparable meditación sobre «Abraham, paladín de la fe»[1], y, a partir de esta certeza, existe la voluntad de hacer de nuestras acciones una respuesta incondi­cional al llamamiento de Dios, según el arquetipo ejemplar del sacrificio de Abraham.

La investigación histórica se libera así de una concepción positivista de la religión (judía, cristiana o musulmana), que mezclaría la fe y el hecho olvidando que la fe es del orden de querer y no de atestiguar, no de la sumisión al hecho y a lo reali­zado —al hecho consumado—, sino, por el contrario, de la sumisión a la llamada de Dios, para apartarnos del hecho con­sumado y superarlo mediante la creación de un futuro con rostro humano y divino[2] .

Cuando Emmanuel Anati escribe, por ejemplo: «Ni uno solo de los personajes que figuran en las historias de los patriarcas puede ser identificado con un personaje mencionado en los textos históricos... La arqueología demuestra solamente que grupos similares al clan de Abraham erraban por el desierto sirio, Jordania, Negef y el Sinaí durante aquel período»[3], po­dría generalizar muy ampliamente, entregándose al mismo análisis histórico sobre la Ilíada. También ésta es una leyenda, es decir, una epopeya escrita después de un largo período de tradiciones orales que, como las canciones de gesta de la Edad Media occidental, o las epopeyas de la India, como el Ramayana o el Mahabarata, no son puras ficciones poéticas: enfrentamientos históricos reales y movimientos de pueblos han sido ensalzados y traspuestos por los poetas, y generaciones de hombres hallaron en Héctor, Roland o Rama los mejores modelos de una vida de hombre y la encarnación del genio de una civilización. Esto es por completo independiente del nota­ble trabajo de los historiadores y de los arqueólogos que, como Schlieman en 1870, o Doerpfeld desde 1932 a 1938, encontra­ron y estudiaron el emplazamiento de Troya, identificando los vestigios de sus murallas, que fueron pasto de las llamas, al igual que sacaron a la luz las ciudades y los palacios de los reyes micénicos, vencedores de los troyanos en la epopeya homérica.

La grandeza poética, moral y mítica de los héroes fundado­res, que tanto han aportado a la forma humana, no dependen de esta confrontación entre la leyenda y la historia.

La actitud inversa, la de la confusión entre el hecho y la fe, conduce a ingenuidades cuando las conclusiones «teológicas» preceden a la investigación histórica o arqueológica y la cons­triñen. Cuando, por ejemplo, el biblista alemán Sellin publica en 1913 el acta de sus excavaciones en Jericó, señala que efecti­vamente ha encontrado murallas desplomadas, y en el acto cree haber visto el derrumbamiento de las murallas al son de las tropas de Josué (Josué 6, 20).

En realidad, investigaciones ulteriores han establecido, como lo recuerda el padre De Vaux, que «al haber llegado los israelitas a finales del siglo xm antes de Jesucristo, no pudieron conquistar Jericó porque Jericó estaba a la sazón abando­nada»[4].

Otro tanto ocurre con la conquista de Ai «por Josué (Josué 8, 1-19). El padre De Vaux subraya: "de todos los relatos de la conquista, éste es el más detallado: no encierra ningún elemento milagroso y parece el más verosímil. Por desgracia es desmenti­do por el arqueólogo... En el momento de la llegada de los israelitas, no había ciudad alguna en Ai; había sólo unas ruinas con mil doscientos años de antigüedad"»[5].

La honestidad del historiador y del arqueólogo triunfan, en este hermoso libro del padre De Vaux, sobre el deseo profundo de que la historia sea testimonio de la autenticidad del relato bíblico. Su frase «por desgracia» así lo indica.

Encontramos sentimientos similares en la mayoría de los historiadores de Palestina. Emmanuel Anati escribe por ejemplo: «Es sorprendente que en ningún texto egipcio aparez­ca la menor huella, ni siquiera una alusión, a una estancia tan larga de los hebreos en el país de los faraones»[6].

Habría experimentado idéntica «sorpresa» al comprobar que no existe huella, fuera del Antiguo Testamento, de aquella salida de Egipto en el curso de la cual, después del milagro del paso de los hebreos ante los cuales se abre y aparta el mar, los ejércitos del Faraón fueron tragados por las aguas. Ni siquiera una alusión en los textos egipcios a un acontecimiento tan con­siderable como el aniquilamiento de un ejército, en tanto que existen en los informes de los guardias fronterizos de la misma época toda clase de detalles acerca del tránsito de minúsculas tribus nómadas[7].

¿Por qué se siente «sorprendido» Anati? ¿Tan importante sería para él que al menos una mínima parte del pergamino autentificase la apasionada leyenda del Éxodo, en la que el narrador ha creado un modelo eterno de la relativización de todos los poderes, incluso del Faraón pretendiendo usurpar la omnipotencia de Dios, de la liberación incondicional de todas las servidumbres ante el llamamiento de Dios y de sus mensa­jeros?

Es más grave que esta orientación teológica, inconsciente quizá, conduzca incluso a la ceguera en ciertas ocasiones. Anati cita[8]  el texto del Génesis 11, 31-32: «Teraj tomó a Abraham su hijo y... salió de Ur de los Caldeos en dirección a Canaán; llegado a Harán, se estableció allí. Teraj vivió doscientos cinco años y murió en Harán».

Anati se queda impasible ante la edad de Teraj. Pasa por alto el anacronismo que supone hablar de «Caldea» en tiempos de Abraham, cuando lo cierto es que el nombre de «Caldea» sólo apareció por vez primera en los anales de Asurbanipal (884-859), y, por consiguiente, el autor de este texto del Génesis no pudo escribir sino más de mil años después del supuesto acontecimiento. Anati prosigue imperturbable: «Merced a este relato sabemos (we learn) que Caldea era el lugar de origen de los israelitas»[9] .

Podríamos multiplicar los ejemplos entre los arqueólogos más concienzudos. Nos contentaremos con demostrar a qué extremos de ingenuo delirio ha podido conducir a los investiga­dores semejante motivación inconsciente. El padre Buzy, uno de los pioneros de la prehistoria palestina al describir, en 1928, en la Revue Biblique. un instrumento de sílex que había encon­trado en los límites del Néguev y del Sinaí y que se remontaba a 10.000 ó 15.000 años atrás, escribe: «Sea cual fuere... la crono­logía exacta de estos tiempos inciertos, un exégeta no pudo por menos de mirar con simpatía a una tribu magdaleniense que vive y trabaja al sur de Palestina... Todo cuanto atañe a la historia de Tierra Santa nos interesa; no puede dejarnos indi­ferentes el hecho de saber que, durante varios años o varios siglos, una tribu magdaleniense montaba guardia en la ruta del Sinaí, a la entrada de Canaán».

Para demostrar hasta qué punto de racismo salvaje la utili­zación política de la Biblia puede inducir a un historiador, citaremos solamente a uno de los casos más notorios, el historiador americano William Foxwell Albright; en su libro:

De la Edad de piedra a la cristiandad. El monoteísmo y su evolu­ción, justifica las «exterminaciones sagradas» de la conquista de Canaán; luego, el pasaje en que los invasores se conforman con expulsar a los autóctonos (Jueces 1, 8): «Los hijos de Judá atacaron Jerusalén y la conquistaron, la pasaron a cuchillo y prendieron fuego a la ciudad»; después «Dios despojará ante vosotros a los cananeos...» (Josué 3, 10); «Yo expulsaré ante ti a los cananeos» (Éxodo 33, 2).

Después de haber recordado el ejemplo de la caza de indios en su propio país, añade: «Es posible que los americanos tenga­mos menos derecho que la mayoría de las naciones modernas, a pesar de nuestro sincero humanismo, a juzgar a los israelitas del siglo xiii antes de Jesucristo, puesto que hemos extermina­do, con o sin intención, a millares de indios en todos los rinco­nes de nuestro gran país, y hemos reunido a los que sobrevi­vieron en grandes campos de concentración».

Añade, en una acotación de la misma página 205, esta auténtica profesión de fe racista: «La filosofía de la historia, que es un juez imparcial (sic), a menudo considera como algo necesario la desaparición de un pueblo de tipo netamente infe­rior, que debe dejar paso a un pueblo poseedor de facultades superiores, ya que, a partir de cierto nivel, las mezclas de razas son desastrosas». Lo que le permite concluir, a propósito de Canaán: «Los israelitas de la conquista eran, afortunadamente para el porvenir del monoteísmo, un pueblo salvaje dotado de una energía primitiva y de una implacable voluntad de vivir, ya que por haber sido diezmados los cananeos no fue posible la fusión completa de dos pueblos emparentados; y esta fusión habría debilitado el judaísmo de forma inevitable y extrema»[10].

Era preciso recordar aquí en qué atmósfera religiosa y polí­tica se desarrolla la investigación, en lo concerniente a la historia de Palestina, a fin de poner de relieve las dificultades de un estudio sereno.

Durante largo tiempo la civilización cananea no ha sido conocida (antes bien desconocida o desvirtuada), sino a través de quienes la odiaban: sobre todo los redactores del Deuterono-mio, más proclives a excluirla que a describirla.

La primera síntesis sobre la civilización de Canaán, Canaán según la reciente exploración, escrita en 1900 por un dominico, el padre Vincent, simple visitante de las excavaciones en las que se buscaba bajo la dirección de Parker la tumba de David, no nos dice mucho más que los relatos bíblicos acerca de Canaán.

Sólo a partir de 1929 resultaría posible una investigación seria, con las primeras publicaciones sobre los hallazgos de Ras-Shamra, auténtica «biblioteca» que permitió una recons­titución parcial de la «Biblia cananea». Fueron aclarados los datos más antiguos de las tabula de El Amarna, cartas de va­sallos cananeos a los faraones Amenofis III y Amenofis IV (Akhenaton) en el siglo xiv antes de nuestra era, y los «textos de execración», inscripciones en los nombres de los príncipes cananeos en recipientes que eran hechos añicos cuando dichos príncipes cometían traición (siglo xx antes de Jesucristo). Los archivos de los reyes de Mari, exhumados por André Parrot en 1734, nos informan sobre las migraciones amorreas de comienzos del segundo milenio. El descubrimiento realizado en 1975 por la misión italiana de Paolo Matthiae, de 17.000 ta­blillas del Palacio Real de Ebla, en Siria, no sólo reveló la origi­nalidad, con relación a Mesopotamia de la civilización siria, sino asimismo la irradiación de su propia cultura durante casi un milenio (de 2400 a 1600 a. de J.C.), desde el Eufrates al Nilo.

Tales son las principales fuentes gracias a las cuales es hoy posible reconstruir, a partir de sus propias raíces y en su desa­rrollo, la civilización cananea y la unidad del Creciente Fértil.


 

[1] Soren Kierkegaard, Temor y temblor. Obras Completas (1972), pági­nas 104 a 145

[2] Estas observaciones preliminares no son una «digresión teológica». Sin embargo, son absolutamente necesarias en una «Historia de Palestina», para que no se confunda la investigación científica con el «sacrilegio». Que cualquier texto bíblico carezca de «fundamento» histórico, o incluso esté en contradicción radical con la arqueología, no tiene ninguna relación con la fe judía, cristiana o musulmana. Se trata tan solo de dejar en libertad a la investi­gación histórica al objeto de que no confunda la realidad histórica con la verdad de la fe.

[3]

[4] Pere R. De Vaux (O.P.), Histoire ancienne d Israel. Ed. Gabalde, 1971,página 562.

[5] Ibídem. p. 565

[6] Op. cit.. p. 389

[7] Ejemplo: Papiro AnastarioVI,51-61.Citadoen TextesduProcheOrientanden el histoire dIsrael, de Briend y Seux; ed. dü Cerf. 1977, p. 68, y en Textosde la Bible el de l'Ancien Orient. ed. Delachaux et Nesllé, Neuchatel, 1961, p. 42

[8] Op. cit.. p. 382

[9] Ibídem

[10] W. F. Albright es un especialista eminente en materia de Palestina: fue director de la «American School of Oriental Researchs» en Jerusalén, y el libro que acabamos de citar fue prologado, en su traducción francesa, en 1951, por André Parrot, a la sazón conservador en jefe de Arqueología Oriental en el Museo del Louvre. Albright es autor, aparte de las monografías de sus excavaciones, especialmente en Tell Beit Mirsim (1932-1938) de otra obra de síntesis: The Archaelogy of Palestine (Londres, 1963).