PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

        Preámbulo prehistórico

La estructura geográfica de Palestina es sencilla: tres franjas paralelas a la costa mediterránea, orientadas de norte a sur: la extensa depresión, muy bajo el nivel del mar, que va desde el lago Houle (en la actualidad desecado) al golfo de Aqaba en el Mar Rojo, jalonada por el lago Tiberíades (o Mar de Galilea), el río Jordán, el Mar Muerto, y dominada por tres importantes acantilados al oeste, constituye una especie de corte que marca la frontera oriental.

A partir de los acantilados, una segunda franja paralela de montañas y de llanuras desciende en ondulaciones y pendientes hacia el litoral. En realidad constituye una antigua zona de población y una «ruta de las cumbres».

Finalmente encontramos la franja costera, particularmente fértil, irrigada, pero también fragmentada por los cursos de agua intermitentes que descienden de las montañas.

La diferencia es notable entre esta región y la de los dos grandes deltas: el del Tigris y el Eufrates y el del Nilo. En los dos extremos del Creciente Fértil, donde nacieron las civiliza­ciones más antiguas del mundo, la de Mesopotamia y la de

Egipto, estos grandes ríos constituían una red hidráulica unificadora. Exigían, para amansar al temible gigante de las aguas, grandes imperios centralizados formando una fuerza única compuesta por millones de hombres. Palestina, por el contra­rio, vio nacer, varios milenios antes de Grecia, «ciudades-Estado», de las cuales evocaremos sus formas sucesivas y sus vicisitudes, pero que, a diferencia de los grandes imperios centralizados, no establecían, en la comunidad, un abismo entre los individuos y los poderes.

Entre los polos de atracción de los dos grandes imperios, a veces juguete de sus rivalidades, y víctima de su dominación, a veces lugar de encuentro de sus culturas y enriqueciéndose de sus relaciones, en jcasiones punto de equilibrio entre sus fuerzas y libre en consecuencia de afirmar su autonomía y su identidad cultural, Palestina no puede ser definida como un «sitio de paso». Constituye, en la encrucijada de tres continen­tes: Asia, África y la Europa Mediterránea, un foco de irradia­ción donde, a partir de un diálogo milenario de las civilizacio­nes, de un intercambio de refinadas culturas, se ha elaborado una síntesis original que ha aportado al mundo una de las contribuciones espirituales más bellas desde la primera civili­zación de Cana, de la cual los descubrimientos de Rasshamra, en 1929, y los de Ebla a partir de 1975, han comenzado a revelarnos su riqueza, antes del florecimiento de los profetas hebreos, el anuncio del reino de Dios proclamado por Jesucris­to, y el Islam, integrando los mensajes anteriores y abriéndolos a una comunidad sin límites.

Por tanto, el Creciente Fértil puede muy bien ser definido como una parcela del mundo que ha contribuido, más que cualquiera otra, a conducir los hombres a Dios.

Sobre la prehistoria de esta tierra, la arqueología nos revela solamente que en ella los grandes umbrales de la evolución del hombre fueron franqueados, en el crisol del Creciente Fértil, al mismo tiempo que en las civilizaciones más precoces.

Tal vez más todavía que el nacimiento de la herramienta, que prueba la superación, por parte del hombre, de la vida animal, la fe es testimonio, por el trato que se da a los muertos, de que la existencia no se limita a la vida biológica. El hombre no es sólo el animal que fabrica herramientas: es el único animal que construye tumbas y templos.

Las herramientas del hombre de Oubeidiyeh se asemejan a las de Olduvai II en África oriental, donde fue descubierto el hombre más antiguo equipado con utensilios de piedra que se conoce hasta la fecha.

Mesopotamia comienza hacia las postrimerías del cuarto milenio (3100) con las migraciones en masa de la época de la antigua Edad del Bronce.

Probablemente estas oleadas tienen su origen en la península Arábiga, cantera de tribus nómadas que abandonan el desierto para hallar una naturaleza más acogedora, recorriendo para ello el Creciente Fértil, remontando el curso del Eúfrates, y después el del Oronte, para instalarse finalmente en las ricas tierras de Palestina, donde, después de haber conocido, en contacto con ciudades sirias como Biblos, las formas de vida urbana y el arte de la construcción en ladrillo, se establecen de forma duradera.

Estos emigrantes, en los albores de los tiempos históricos, ya pueden ser llamados cananeos, siguiendo la costumbre de la Biblia, que da este nombre a los habitantes semitas de Palestina antes de la llegada de los israelitas. Fuerza es recordar, sin embargo, que este nombre es convencional porque Cana no se menciona en los textos (extrabíblicos, R. G.) antes de la mitad del segundo milenio[1].

Conviene subrayar que el nombre de «semita» no designa una raza o una etnia, sino ante todo un grupo lingüístico: las lenguas «semíticas» se caracterizan esencialmente por raíces de tres consonantes para sus verbos, que, además, sólo tienen dos «tiempos»: el perfecto y el imperfecto.

Las múltiples migraciones serán, hasta la invasión de Alejandro (333), oleadas de un mismo movimiento «semita», ya se trate de los arameos, que se detienen en Siria, de los hebreos en el siglo xm antes de Jesucristo, de los nabateos en el siglo iv, que apenas van más allá de Petra, o de los musulmanes de Arabia, que en el 636 de nuestra era llegan a un país árabe al cabo de más de tres mil años, y que liberan solamente del yugo romano de Bizancio. Las lenguas árabe y hebrea están estre­chamente emparentadas; los hebreos eran un grupo de tribus semitas entre otras, cuya lengua primitiva, el arameo, es a la vez la matriz del árabe y del hebreo. La misma raíz semítica: ha b r da, por simple permutación de las consonantes, árabe y hebreo, sin que el uno ni el otro designen una raza ni una etnia, sino un modo de vida: el del beduino.

Los hebreos son tribus semitas, oriundas de la Península Arábiga, y llevan una existencia nómada, como todas las demás, en el Creciente Fértil, desde Mesopotamia a Egipto, para instalarse, por fin, en Palestina y «civilizarse», convirtién­dose en sedentarios, tras su contacto con la cultura cananea.

El escenario de estas migraciones es siempre el mismo: los invasores nómadas, ya sean amorreos, árameos, hebreos, nabateos o musulmanes de Arabia, pasan, en el Creciente Fér­til, de la vida nómada a la vida sedentaria, asimilan la funda­mental civilización cananea, y a su vez aportan, con cada nueva oleada, la contribución de las virtudes del beduino.

Por consiguiente Palestina, como todo el Creciente Fértil, es a la vez un crisol, un pueblo y una cultura.

Los cimientos fundamentales se asientan en la tierra de Cana, el pueblo cananeo, la cultura cananea, que, después de cinco mil años de migración semita, desde 3100 hasta finales de este siglo xx, constituyen el pueblo palestino, agente activo y creador, crisol de civilización. La humanidad debe sobre todo al Creciente Fértil la escritura alfabética que, en el siglo xv antes de nuestra era, creó el movimiento más formidable de democratización de la cultura al pasar de los ideogramas jero­glíficos de Egipto, o de los cuneiformes de Mesopotamia, que se contaban por centenares y eran privilegio de sabios, sacer­dotes o escribas, a una simple anotación de los sonidos, reduci­dos a una veintena de signos, y, por consiguiente, accesibles a un círculo infinitamente más amplio. Esta fue una de las «revo­luciones culturales» más profundas de la epopeya humana.

La otra inmensa aportación del Creciente Fértil a la huma­nización de la especie humana fue el desarrollo de la dimensión trascendente del hombre.

No es posible situar en su justa perspectiva esta contribu­ción, sino circunscribir a la vez las influencias y las imitacio­nes, para entresacar lo que fue original y fulgurante síntesis.

Es cierto que el Creciente Fértil, lugar de tránsito de las caravanas, vio confluir en su territorio el marfil y el oro de África, la mirra, el incienso, las especias de la India y del sur de Arabia, el ámbar y la seda de China y de Asia Central, el trigo y los cedros de Siria. Y, por mar, el cobre de Chipre, los produc­tos de Creta y del mar Egeo, al igual que de Egipto.

También es cierto que allí se desbordaron, en el flujo y reflujo de los imperios, los ejércitos de todos los conquistado­res: el del Egipto de los faraones, de Asiria y de Babilonia, de los «Pueblos de la mar» y del Imperio persa, de los hebreos, los de Alejandro, de los romanos y de los bizantinos, la expansión árabe, la invasión de los mongoles y la de las Cruzadas, la dominación otomana, la incursión de Bonaparte hasta San Juan de Acre, la colonización occidental de Inglaterra y, des­pués, la del sionismo. Desde Thutmes III a Nabucodonosor, desde Godofredo de Bouillón a Bonaparte, desde Ibrahim Pacha al general Allenby, las tropas extranjeras recorrieron las mismas rutas y se enfrentaron en los mismos campos de batalla. Los sueños de los conquistadores giraron sobre esta tierra como un torbellino de hojas muertas, y las arenas cubrie­ron la sangre.

Lo que permanece, por encima de las hegemonías efímeras y las dominaciones, es la continuidad de un pueblo y de una cultura, arraigadas en esta tierra desde hace cinco mil años, desde los cananeos al alborear de la historia, a los palestinos de hoy.

Es necesario no subestimar la aportación de las elevadas espiritualidades, para no incurrir en un excepcionalismo triunfalista, como si el florecimiento de lo divino, en Palestina, fuera una flor del desierto.

En 1959 fue hallado en Meggido un fragmento de la epope­ya mesopotámica de Gilgamés, difundida en diversas lenguas, en el segundo milenio antes de nuestra era. Lo divino bulle ya en el alma del héroe cuando, al partir a la conquista de la in­mortalidad, apostrofa al dios Shamash que trata de disuadirle: «Si esta empresa no debe ser realizada, ¿por qué, Shamash, has sembrado en mi corazón este deseo inquieto?»

En las inscripciones funerarias de Ai, cerca de Betel, se encuentra un eco del «Libro de los muertos» egipcio de media­dos del segundo milenio: «Dios, aquí, vive en mí como yo vivo en vos...», y la llamada del Dios que está en el hombre, en las estelas egipcias de Paheri de El Kab: «Que puedas atravesar la eternidad con tu alma impregnada de dulzura, en la gracia del Dios que está en ti», o las enseñanzas relativas al rey Merikare (hacia 2100):

«Si le alcanza la muerte sin haber pecado permanecerá ahí abajo como un Dios, para dar libremente sus pasos de eternidad».

         El Creciente Fértil conoció el Código de Hammurabi, rey de Babilonia, siglos antes del Decágolo, y del monoteísmo de Akehenatón, el faraón visionario de «El himno al sol», del cual el Salmo 104 de la Biblia utiliza las imágenes, siglos antes de que Isaías desplegase todas las consecuencias del monoteísmo.

A partir de esta rica y profunda herencia podremos delimi­tar mejor la aportación específica del Creciente Fértil a la espi­ritualidad humana, a través de la «Biblia cananea», descubierta en Ras-Shamra, Siria, en 1929, a través de la Torah y de los pro­fetas hebreos, a través del Evangelio de Jesucristo y del mensa­je del Islam.

La compleja relación entre una tierra, un pueblo, una cultu­ra, no puede entenderse, en Palestina, sino basándonos en su origen histórico: la civilización cananea, y las aportaciones su­cesivas que ésta ha integrado y que la han enriquecido.


 

[1] Pére de Vaus, Histoire dIsrael, p. 58