Los Mitos Fundacionales
del Estado de Israel

Roger Garaudy

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CONCLUSIÓN

        A- Del buen uso de los mitos como etapas de la humanización del hombre

Todos los pueblos, incluso antes del descubrimiento de la escritura, han elaborado tradiciones orales, que descansan a veces en acontecimientos reales, pero que tienen el denominador común de dar una justificación a menudo poética de sus orígenes, de su organización social, de sus prácticas culturales, de las fuentes del poder de sus jefes o de los futuros proyectos de la comunidad.

Estos grandes mitos jalonan la epopeya de la humanización del hombre, expresando, por el relato de las proezas de un dios o de un ancestro legendario. Los grandes momentos del levantamiento del hombre que toma conciencia de sus poderes y de sus deberes, de su vocación a la superación de su condición presente, a través de imágenes concretas, nacidas de su experiencia o de sus esperanzas; proyecta un estado último de futuro donde se cumplirían todos sus sueños de felicidad y de salud.

Para no citar más que algunos ejemplos tomados de los diversos continentes, el Ramayana de la India nos da, a través del relato de las pruebas y las victorias de su héroe Rama y de su esposa Sita, la más elevada imagen del hombre y de la mujer, su sentido del honor, de la fidelidad a las exigencias de una vida sin tacha. El nombre mismo del héroe Rama es parecido al del Dios: Ram. La potencia del mito es tal, más allá del relato, que ha inspirado durante milenios la vida de los pueblos elevando una imagen grandiosa del hombre en el horizonte de su vida. Siglos después la versión de Valmiki, reuniendo por escrito las más bellas tradiciones orales, el poeta Tulsidas, en el siglo XV, volvió a escribir el Ramayana en función de una visión mística más profunda, el poema siempre inacabado de la ascensión humana, y cuando, al morir, Gandhi bendijo a su asesino, fue el nombre de Ram el último que salió de sus labios.

Se puede decir lo mismo del Mahabaratha, que culmina en el Bhagavad Gita, donde el príncipe Arjuna se plantea, en plena batalla de Kurukshetra, la cuestión última del sentido de la vida y de sus combates.

En otra civilización, es decir en otra concepción de las relaciones del hombre con la naturaleza, con los otros hombres y con Dios, encontramos La Ilíada, cuyas tradiciones orales populares se atribuyen a un autor que les dio forma escrita: Homero (como Valmiki para el Ramayana). Este proyecta la imagen más elevada que se puede concebir del hombre, a través, por ejemplo, del personaje de Héctor al marchar predestinado hacia la muerte como un paso inexorable para la salud de su pueblo.

De igual forma el Prometeo de Esquilo llegará a ser, más de dos milenios después, en el siglo XX, con el Prometeo Desencadenado de Shelley, el símbolo eterno de la grandeza de las luchas liberadoras, como la llamada de Antígona a las leyes no escritas cuyo eco no ha cesado de retener en la cabeza y en el corazón de todos los que pretenden vivir por encima, más alto que las escrituras, los poderes y las leyes.

Desde las grandes epopeyas iniciáticas de Africa como las del Kaydara, con las que, al hacerlas pasar de la tradición oral a la obra escrita, Hampate Ba se ha convertido en el Homero o el Valmiki de Africa, hasta los autores anónimos del éxodo de las tribus Aztecas, o como Goethe en quien maduró, durante su vida entera, Fausto, el mito de todos los deseos del siglo XIX europeo, o como Dostoievski al describir, con su novela El idiota, bajo los rasgos del príncipe Muichkine, una nueva versión de la vida de Jesús, rompedor de todos los ídolos de la vida moderna, semejante a esta otra vida de Jesús a través de las aventuras de Don Quijote, el caballero Profeta, topando sin debilitarse con todas las Instituciones de un siglo que veía nacer el reino nuevo del dinero, donde una generosidad sin temor y sin reproche no podía conducir más que a la irrisión y al fracaso.

Estos no son más que algunos ejemplos de esta Leyenda de los siglos con los que sueña una vez más la utopía de los hombres.

Su conjunto constituye la verdadera historia santa de la humanidad, la Historia de la grandeza del hombre, afirmándose, incluso a través de sus tentativas frustradas, para superar las costumbres y los poderes.

Lo que se llama La Historia, está escrita por los vencedores, los amos de los imperios, los generales devastadores de la tierra de los hombres, los saqueadores financieros de las riquezas del mundo sometiendo el genio de los grandes inventores de la ciencia y de la técnica a su obra de dominación económica o militar.

De éstos, sus vestigios nos han quedado inscritos en los monumentos de piedra, en fortalezas, en los arcos de triunfo, en los palacios, en los escritos panegíricos, en sus imágenes cinceladas en la piedra, como en Karnak, franja dibujada de las ferocidades de Ramsés, o en las memorias apologéticas de los cronistas como Guibert de Nogent, cantor de las Cruzadas, o en las memorias de los rapaces de la dominación, como la Guerra de las Galias de Julio Cesar, o el Memorial de Santa Elena donde Napoleón se vanagloria, con la pluma complaciente de Las Cases, de las hazañas por las que dejó una Francia más pequeña que la que él había encontrado.

Esta Historia no desdeña, de paso, poner a su servicio los mitos, encadenándolos a su carro victorioso.