La palabra árabe

MONSEF CHELLI

 

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Introducción

 

        Este trabajo se propone conocer al arabo parlante comparándolo al occidental. Pero la persona no existe de una manera independiente, no es indiferente al ambiente cultural en el que se mueve, es precisamente ese ambiente el que le confiere su especificidad y el que la hace lo que es. Por tanto, aparece como algo totalmente ilusorio intentar comprender la persona sin querer comprender a la vez el elemento cultural en el que respira. Pero allí, nos encontramos enfrentados ante una contradicción que parece insuperable: cómo comprender el elemento donde evoluciona la persona si es precisamente ese elemento el que nos sirve de referencia y que permite toda comprensión, cómo explicar con palabras y con el espíritu de una lengua lo que es la persona, si precisamente la persona se apoya en esas palabras y ese espíritu para existir. En resumen, nos encontramos rápidamente enfrentados a ese problema, que parece imposible de resolver, que es pensar el pensamiento. Los etnólogos han intentado sortear la cuestión, traduciendo una cultura y un modo de pensamiento a las premisas occidentales. Pero una fortuna de pensar no puede ser apreciada más que en relación a otra y no se sa­bría aprehender la especificidad de la cultura y del lenguaje que se quiere pensar, en tanto no se ha conseguido aprehender en primer lugar las características de la cultura y del lenguaje en los cuales se piensa. Sólo hay un medio de resolver el problema de una aprehensión auténtica de una personalidad con el elemento cultural que la engloba, y es la reciprocidad absoluta entre las dos lenguas y las dos culturas que se quiere confrontar, apreciarlas en función las unas de las otras, es decir, que las unas y las otras deben, alternativamente, ser pensantes y pensadas. Pero una cultura y una lengua no se dejan siempre pensar en otra cultura y en otra lengua; existen límites inabordables donde el talante del espíritu del otro parece absurdo e imposible, y son precisamente esos límites los que nos parecen dignos de interés, pues nos revelan lo que, en el espíritu de cada cultura, parece en tal grado evidente que no se es consciente de su existencia y que no puede ser evidenciado más que por la imposibilidad de integrarlo en el espíritu de otra cultura.

        Es necesario decir aquí que toda esta investigación ha sido guiada por dos experiencias que tuve en mi infancia y que me han revelado la especificidad de las lenguas y de los espíritus que las animan, Tengo que relatar esas experiencias porque toda esta obra no es más que la tentativa de dilucidar el problema que me expusieron y atenuar el estupor que produjeron en mí. No se trata de experiencias subjetivas que podrían ser recusadas como fantasías, y si bien no pueden ser dadas a la visión y el tacto para dejar a cada uno el cuidado de apreciarlas a su manera, no se sitúan tampoco al nivel que hace contestable la objetividad misma, el nivel profundo donde el espíritu, aunando lo diverso, labra la objetividad. Pero antes de comentar y justificar, que es el objetivo de este trabajo, intentaremos ser precisos y reproducir con exactitud lo que pasó, añadiendo previamente, para aclarar los hechos, que me he visto impregnado desde mi nacimiento por dos culturas y dos lenguas: el árabe y el francés.

        La primera de esas experiencias se produjo cuando tenía ocho o nueve años, había llegado con mi familia, la noche anterior, a un lugar que desconocía anteriormente, para pasar allí el verano, y, poco después del alba, estábamos despiertos para tomar un baño de mar, en un sitio desconocido y bajo una luz irreal. Aún totalmente aturdido por el sueño y la novedad, cuando me dirigía hacia el agua, escuché casi simultáneamente dos voces que exclamaban en tonalidades diferentes: «el agua está fría», «al-má' baridu». Fue entonces que me sentí presa de estupor y embarazo. No tuve la impresión de que ambas voces se fundían en el espacio, sino que cada una captaba el espacio y todo lo sensible doble porque cada una de esas voces me situaba en un universo diferente y lo que separaba esos universos no eran años luz sino la discontinuidad en su estado absoluto: el mar era doble, la arena y el cielo también, y la luz del sol, que aún no se veía, estando impregnado de religiosidades diferentes. El estupor que se apoderó de mí entonces estaba ligado a un sentimiento vago de una superchería de la que yo era la víctima crédula, como si el desdoblamiento del mundo y de mis impresiones me revelase que uno y otro eran in esenciales porque podían tener rivales. Una especie de angustia acompañaba el estupor que sentía y esa angustia me garantizó, todavía hoy, que no zozobraba en uno de esos sueños en los que los niños se complacen, sino que se trataba de una experiencia relacionada con el fundamento más profundo de la personalidad. Lo que también me garantizaba contra las ilusiones es que sentía un embarazo práctico: no renuncié evidentemente al placer y a la sensualidad que me prometía yendo hacia el agua, pero ya no sabía a qué sensualidad me iba a librar, sólo estaba seguro de que para tener una debía renunciar a la otra. Naturalmente, todo eso no duró más que algunas fracciones de segundo, pero guardé el recuerdo cíe mi estupor y de mi embarazo; he vuelto a encontrar redacciones escolares donde intentaba torpemente explicarlos y que provocaron la indignación de mis enseñantes.

La segunda experiencia la tuve algunos años más tarde; debía tener doce, trece o catorce años, los recortes del tiempo no me permiten situarla con precisión. Acababa de escuchar la mitad de una canción del cantante egipcio 'Abdel-Wahhab que estaba registrada en dos discos, coloqué el segundo y me preparé para escucharlo, pero en lugar de la voz y la música que esperaba, fue una composición de Borodín lo que escuché; efectivamente había confundido los discos. Todos los objetos que estaban delante de mí cambiaron bruscamente de aspecto, no sabría describir en algunas palabras ese cambio, pero recuerdo por ejemplo que tenía ante mis ojos un retrato de Vigny y otro de George Sand, algo había en su. fisonomía que señalaba al rumi, el profano, y esa cosa estaba mientras escuchaba la música y la ambientación orientales; en cuanto las primeras notas del Príncipe Igor comenzaron a sonar ese sentido que parecía indeleble se iba disolviendo, sus fisonomías se expresaban de forma diferente, en un elemento que era su elemento. Al mismo tiempo, el tapiz que cubría el suelo y que estaba el instante anterior en su elemento, tomaba un aire exótico y empezó a expresar las Mil y Una Noches como se las ve desde occidente. Lo que fue sorprendente en esta experiencia no era verdaderamente el sentimiento que yo tenía hacia las cosas sino la discontinuidad, la ruptura total en el paso de un universo al otro, algo que se asemeja a una muerte y a una resurrección, pero una resurrección con un alma y una personalidad diferentes. Tuve la clara impresión de un fin absoluto y de un comienzo absoluto y, entre los dos, algo innombrable y pavoroso: la ruptura de la continuidad.

        Tales son las experiencias que sirven de base a este trabajo. Ciertamente, no pueden serle mostradas al público y tomarlas a la manera de testimonios como cuando se trata de un fenómeno objetivo tal cual el agua de las fuentes de Florencia que sube a 10 m. 33 0 los rayos de Michelson y Morlay que no retoman a la hora prevista por la lógica del calculo. No obstante, no se trata de experiencias subjetivas: yo había recibido una educación tal y me encontraba por azar en una situación tal que lo que estaba con frecuencia escondido a los otros, se me apareció en una experiencia sensible, evidente, con la que no se podía disimular. Supe más adelante que la unidad y la coherencia de la personalidad están ligadas al elemento de una cultura, supe también que ese elemento dado, a quienes la viven, como teniendo un valor universal y como fundado en derecho es, en realidad, suscitado por los artificios de una lengua o de un arte.