El relato sufí en la cultura

popular del Magreb

 

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            El Tawhid

 

         El Tawhid, idea central en el Islam, no es simplemente una declaración de monoteísmo. Que Allah sea Uno, que haya nada asociado a Allah, no es percibido por los musulmanes como un simple dato o un dogma de fe ante el que baste asentir. Implica una estructura del universo en la que todo está vinculado entre sí de una manera estrecha y cuya última comprensión exige la disolución del ego -buscada o provocada por el destino- en la contemplación de la Verdad Creadora que conjuga la existencia.

         Dado ese paso, el Uno que vertebra el ser no es algo exterior a la mente, sino la realidad sobre la que se asienta cada instante, escurriéndose a definiciones y lógicas formales. El Tawhid deviene una forma de situarse en la existencia, una cosmovisión extraña al entendimiento humano, una comunión con lo trascendente, consistiendo la unión íntima (wilaya), en una inmersión en lo sagrado que soporta y, a la vez, está más allá del mundo al que estamos acostumbrados. Todo, con el Tawhid, se convierte en puro destino, en manifestación del Poder que hace ser a las cosas.

         El Tawhid, por tanto, es un camino al final del cual se abren las puertas del Paraíso, la recuperación de la inocencia en medio del universo, y que con frecuencia resulta escandalosa, desafiante o grosera. Es, en ese extremo, una percepción trastocada, rayana en su expresión al panteísmo, pero alejada de él en su fondo, pues no consiste en una identificación del todo con  Allah, sino que resulta de una pasión en medio del asombro y la perplejidad de las dimensiones del ser. La locura precede a la sabiduría. El Shayj al-‘Alawi, maestro argelino de espiritualidad y uno de sus máximos representantes contemporáneos en el Norte de África, dijo en versos destinados al pueblo: “Queréis saber lo que es el Tawhid, y a mí me lo preguntáis. / Si os dijera lo que es el Tawhid, huiríais de mí. / Es algo escondido en el corazón...”[1].

 

 

 

         El Profeta

 

         Muhammad (s.a.s.), el Profeta del Islam, es la fuente y el centro de la Wilaya (unión íntima con Allah) -entendida ésta como esencia del ser humano-, y esta idea caló entre los beréberes antes que ninguna otra. La adhesión al Islam significó y significa, principalmente, la adhesión a Muhammad (s.a.s.), en quien se reconoce al arquetipo sobre el que está moldeado el ser humano; es el Hombre Pleno, el polo en torno al que gira la humanidad y en quien ésta se reúne para encontrarse con Allah.

Es muy difícil reconstruir el ambiente espiritual preexistente a la llegada del Islam al Norte de África, pero de alguna forma tuvo que haber algún tipo de predisposición para recibir ese mensaje. Así pues, en cierta manera, el Profeta fue concebido, desde el principio, ocupando el centro místico de la existencia, como el prototipo del hombre perfecto tal como era representado en la imaginería beréber previa, al ser él el resumen de los profetas que le precedieron y foco que irradia sobre sus seguidores la bendición de su poderosa energía espiritual. Encontramos la formulación de estos pensamientos en textos musulmanes muy tempranos. Los protagonistas de los relatos que estamos intentando descifrar son los herederos de esa dimensión trascendente del fundador del Islam, de la vertiente cósmica de su personalidad. De su biografía, el pueblo llano retiene sobre todo los aspectos numinosos, adornados con exageraciones que crispan a los ulemas, celosos guardianes de las tradiciones auténticas.

         El Corán enseña que el Profeta (s.a.s.) es misericordia para el mundo y que es una antorcha luminosa. Estas dos referencias han servido de base para toda una mística sobre la función cósmica de Muhammad (s.a.s.). Entramos así en el espacio de la llamada Luz de Muhammad, primera cosa creada y materia prima del universo. Si bien la meta del sufi es Allah, para conquistarlo debe identificarse antes con Muhammad (s.a.s.) hasta heredar su secreto, que es el lugar de encuentro entre Allah y el hombre. Los descendientes del Profeta (s.a.s.) cuentan, por el mero hecho de serlo, con una participación en ese secreto para el que no hay palabras y que los dota de una sensibilidad espiritual extraordinaria y de una vinculación a la esencia de las cosas que les permite obrar prodigios que están fuera del alcance del resto de los mortales.

         Los demás sufies alcanzan ese rango bien por ser objeto de una gracia especial o como resultado del sometimiento a una disciplina espiritual, normalmente a manos de un maestro ya iluminado (shayj) que los educa en el ascetismo. En cualquier caso, se trata de alcanzar un grado de sensibilidad espiritual basado en la esponjosidad del corazón, capaz, si es purificado, de sintonizar con la verdad de las cosas, más allá de las leyes que aparentemente rigen el mundo. Ello se logra destruyendo las barreras del ego que aísla al ser humano, y sumergiéndolo en el caos de la divinidad.

         En líneas generales, encontramos los mismos elementos presentes en otras muchas tradiciones espirituales, pero en el Islam pasan a ocupar un lugar central designado por el nombre mismo del nuevo sistema espiritual: Islam, claudicación del ego ante Allah. Además, de tal actitud resulta el verdadero objetivo al que se aspira, incluido también en la raíz de la palabra, el salam, la paz que consiste en la superación de los conflictos del hombre común y, por tanto, serenidad de espíritu. Cuando ello sucede, se ha alcanzado la iluminación, la victoria, se ha hecho la conquista (fath), quedando abierto el Paraíso ante el hombre.


 

[1] Al-‘Alawi, Dîwân, al-Matba‘a al-‘Alawiyya, Mostaganem, 1978, p. 44.