JUTBAS
Primera
Parte
La
peregrinación a Meca es una obligación que debe cumplir cada musulmán que esté
en situación de poder hacer ese viaje y se lo permitan las circunstancias.
Antes de empezar, tiene que realizar un profundo acto de Táuba, es decir,
purificarse interiormente y volverse hacia Allah de corazón, remediando en lo
posible los daños que haya ocasionado y satisfaciendo las deudas que haya
contraído.
Por
otra parte, tiene que haber garantizado la subsistencia de los suyos durante el
tiempo que esté ausente y también debe acompañarse del dinero suficiente para
realizar el viaje y volver. Ese dinero tiene que haber tenido un origen Halâl,
es decir, honesto. Es conveniente que, antes de partir, sea generoso con los
necesitados para que sus bendiciones e invocaciones lo sigan y beneficien
mientras está fuera.
También
es importante la elección de los compañeros de viaje, debiendo escoger a
quienes le ayuden y le animen, a quienes les resulte fácil mantener con ellos
una buena relación y un buen trato, pues todo viaje saca lo peor que hay en el
ser humano y se crean siempre tensiones y conflictos que hay que prevenir para
que todo vaya bien. El grupo debe elegir un emir, es decir, un árbitro cuyas
decisiones se respeten porque merezca confianza, esté dotado de sentido de la
responsabilidad y tenga fuerza. Así es como los roces y la diversidad de
opiniones no se convertirán en problemas insalvables. Y, además, con esto se
sigue una Sunna instituida por Sidnâ Muhammad (s.a.s.). Al partir, el peregrino
tiene que despedirse de su gente confiándola a Allah y hacer dos rak‘as en su
casa antes de salir.
No se llega a Allah más
que desapegándose de todo y dejando atrás cuanto dispersa al ser humano. Eso
es lo que simboliza la partida hacia Meca. Antiguamente, los ascetas abandonaban
el mundo para retirarse a solas con su Señor. El Islam nos ha prohibido rehuir
a la gente y aislarnos, pero ha satisfecho esa necesidad innata con la práctica
del Haÿÿ. La Peregrinación del musulmán, bien hecha, tiene los
resultados de una vida de entrega en exclusiva a Allah. Por ello, el peregrino
debe ser sobrio, no cuidar su aspecto, desentenderse de preocupaciones y afanes,
y consagrarse a Allah. Durante lo que dure su Peregrinación, debe ser un asceta
al que no le importen las privaciones. Según un hadiz, Rasûlullâh (s.a.s.)
informó que Allah presume de los peregrinos ante los Malâika, las criaturas más
nobles, y les dice: “Mirad a mis siervos. Vienen a Mí sudorosos y
cubiertos de polvo atravesando profundos desfiladeros. Certifico ante vosotros
que he disculpado sus faltas y los acojo...”. Allah ha hecho de la Casa
que los peregrinos visitan, su Casa en la que recibe sus huéspedes, y para
agasajarlos ha declarado prohibido todo el territorio que la rodea para que en
él entren sólo su gente, aquéllos que lo aman y a los que ama. Y ha hecho de
‘Árafat el lugar en el que se ofrece a sus siervos.
En cada uno de los
actos de la Peregrinación hay enseñanzas infinitas y se desbordan emociones
tremendas. Cuando el peregrino prepara sus provisiones es como cuando se reviste
con acciones que lo hermoseen ante Allah. Por ello procura que sus acciones sean
puras y estén desnudas de fingimiento y arrogancia porque son la túnica con la
que oculta su desnudez ante Allah. El peregrino se embellece con cada acto y
quiere que sea un adorno, y por eso lo mima sacándolo de su corazón, que es la
fuente de la pureza.
Y
cuando se enfrenta al desierto es como si saliera de esta vida y estuviera en
las inmensidades de al-Âjira, el universo de Allah en el que se entra con la
muerte. Y llega al Mîqât, el lugar señalado que indica el principio del Harâm,
el País Prohibido. El Mîqât es para el musulmán el lugar de su Resurrección,
y a partir de entonces está en lo insondable. Cuando en el Mîqât se deshace
de sus ropas y se pone el Ihrâm, los dos únicos paños de tela con los
que le está permitido cubrirse, es como si vistiera el sudario de los muertos,
pues a partir de ese momento sólo existe Allah. Debe pronunciar la Talbía, la
fórmula con la que anuncia su presencia ante Allah y su disposición absoluta.
Cuando
se acerca a la Gran Mezquita, el corazón del musulmán se acelera y por su
mente pasa la posibilidad de no ser aceptado. Esa sensación es inevitable, pero
es provechosa y fecunda porque quiere decir que ha dejado atrás su arrogancia y
reconoce la Inmensidad a la que se aproxima. Pero su esperanza vence a su temor,
y avanza. Al recoger sus ojos la forma de la Casa Antigua que está en medio del
patio de la Gran Mezquita, entonces el musulmán nota como la Grandeza le
arrebata el corazón y lo sumerge en un Océano Indecible, y con miles de
peregrinos comienza a dar vueltas alrededor de la Kaaba. Esas circunvalaciones
son su recogimiento absoluto ante Allah. Al final, besa, toca o saluda la Piedra
Negra como gesto con el que jura fidelidad a Allah. Y se aferra al toldo que
recubre la Casa adhiriéndose por completo a su Señor Único.
Cuando abandona el
patio de la Mezquita, se dirige al corredor que separa las dos colinas de Safâ
y Marwa y va de una de esas colinas a la otra, siete veces. Es el Sa‘y, el ir
y venir entre la Majestad y la Belleza, para concluir en su Perfección
Absoluta.
Al
llegar a la llanura de ‘Árafat el peregrino se siente en medio de la
humanidad reunida ante Allah siendo nada en medio de su Grandeza y siendo el
lugar apropiado para acogerse al Favor del Uno-Único. A la hora de las
lapidaciones en el valle de Minà, el peregrino renuncia al mal y lo declara su
enemigo y ahí degüella su egoísmo. Por último, regresa a Meca para la Ifâda,
la Gran Circunvalación. Como un torrente desbordado, los peregrinos irrumpen en
la Mezquita para confirmarse en el Islam, cuya hondura han saboreado con todo su
cuerpo a lo largo de unos días duros e intensos en el desierto.
Cuando el peregrino, antes o después de los actos del Haÿÿ, acude a
Medina, sabe que se está acercando al lugar que Allah escogió para su
Mensajero (s.a.s.). Es el Harâm, el lugar Prohibido, del Mejor de los
Hombres. Una vez en la Ciudad, el peregrino se dirige a la Mezquita en el que
está enterrado el Señor de la Existencia y sabe que su tumba es luz y bendición
para el que la visita. Ante ella, saluda a Rasûlullâh (s.a.s.), su Profeta, el
Anunciador. Ahí lo sobrecoge la majestad de la presencia de Rasûlullâh
(s.a.s.). Según un hadiz, Sidnâ Muhammad (s.a.s.) responde al saludo que se le
dirige, y por ello el musulmán presiente en su cercanía al hombre que Allah
eligió para sacarlo de las tinieblas a la luz, sallâ llâhu wa sállama
‘alà sayyidinâ Muhámmad, nûri l-anwâr, wa sírri l-asrâr wa sáyyidi
l-abrâr, wa ‘alà âlihi wa sáhbih...
du‘â
...