JUTBAS
Primera
Parte
Las abluciones -con las que pasamos al estado de Tahâra o Pureza,
como vimos en la jutba de la semana pasada- son una ‘preparación’.
Sin duda, son importantes en sí, pero lo más importante es que nos permiten
algo especial: nos permiten estar ‘ante’ Allah, que es a lo que se llama Salât.
Realmente, el Salât -estar ‘delante’ de Allah- es la ‘Ibâda
por antonomasia, es la práctica fundamental de los musulmanes, y, como todo en
el Islam, tiene una forma exterior que guarda secretos interiores. Es decir, el Salât
adopta una forma concreta que ayuda al musulmán a ‘recordar’ a su Señor.
Ante Allah, todo cuanto existe se doblega. Y por ello el musulmán lleva la
frente al suelo como momento culminante de su Salât, de su estancia ante
Allah, ante su Señor, ante su Único Señor. Exactamente, Salât
significa ‘consumirse, derretirse ante Allah’ y eso es para lo que está
preparado el musulmán cuando alcanza el estado de Pureza, cuando conoce, en la
nitidez y transparencia de sus abluciones y gracias a la sensibilidad de la que
lo dotan, la Grandeza inimaginable de Allah.
Efectivamente, el Salât
-que es la columna vertebral de las prácticas espirituales islámicas (en un
hadiz se le llama ‘imâd ad-dîn, pilar del Islam)- debe
realizarse cinco veces al día en momentos significativos: al amanecer (el Subh),
al mediodía (el Zuhr), a la media tarde (el ‘Asr), al atardecer
(el Mágrib) y entrada la noche (el ‘Ishâ). El Salât tiene unas
formas precisas y unas normas rigurosas que hay que respetar y que se aprenden
en los tratados de Fiqh. Es esencial que cada musulmán sepa hacer correctamente
el Salât.
En
primer lugar, antes que cualquier otra cosa, el Salât debe ir precedido
por las abluciones con las que cada musulmán se purifica: no se puede hacer el Salât
si no se está preparado, si no se está en estado de Tahâra: sería una
inconveniencia inadmisible. Ningún musulmán concibe que el Salât -que
consiste en ‘estar ante Allah’- se pueda hacer si no se está ‘puro’, tâhir.
Sólo el tâhir es admitido ante Allah. El Corán dice que Allah ama a
los puros, y Rasûlullâh (s.a.s.) dijo que Allah es bello y ama la belleza, y
dijo que Allah es singular y ama lo singular, y también dijo que Allah es bueno
y sólo acepta lo bueno. La Tahâra, la Pureza, es la belleza, la
singularidad y la bondad con la que nos presentamos ante Allah y esperamos ser
acogidos por Él, es con lo que esperamos que nos abarque en su Bien sumergiéndonos
en lo infinito de su eternidad, que es Paz.
Nadie
puede acercarse a Allah, Uno-Único, si antes no ha dejado atrás todo lo que
pueda enturbiar ese encuentro, y con las abluciones dejamos atrás a nuestros
dioses y a nuestros fantasmas, nuestras cortedades y nuestras frivolidades, para
afrontar el reto de Allah, Señor de los Mundos, sin que nada nos entretenga ni
desvíe. En la suciedad de la que nos desprendemos gracias al agua, vemos las
mentiras de las que nos libra la Revelación. Como todo está estrechamente
vinculado, las abluciones físicas y las espirituales son una misma y única
condición, y no se puede descuidar ni relegar ninguna de sus partes. En el
Islam, todo está reunificado: lo material y lo espiritual, el cuerpo y el corazón.
En su conjunción perfecta, todo es expresión de una verdad profunda, idéntica.
Quienes carecen de sensibilidad espiritual desvinculan entre sí las realidades,
fragmentan el universo, dan más relevancia a lo espiritual o a lo material.
Quien se conduce así, quien prefiere o valora más un extremo o el otro, está
lejos del Islam, está lejos del Tawhîd, de la Unificación
en la que se progresa en el entendimiento de lo que significa que Allah es Uno y
es Señor de los Mundos, de todos los Mundos.
¿Qué sucede en el
estado de Tahâra, en el estado de Pureza? En ese estado el
musulmán calibra la magnitud de Allah y saborea ahí lo infinito, lo que es
absolutamente libre, indefinible, tremendo, poderoso. Cuando el musulmán,
gracias a todo lo que representa la purificación, se ha desecho de dioses y de
egoísmos, cuando ha dejado atrás todas sus supersticiones, ya sean las propias
de los idólatras o las de los ignorantes, entonces es cuando está habilitado
para presentir la grandeza inconmensurable de Allah: realmente, lo que ha hecho
al purificarse es abandonar los ‘límites’, lo ‘limitante’, y ya no
puede encerrar en nada a Allah, y entonces Él se le muestra en su verdadera
magnitud, abarcándolo todo, dominándolo todo, penetrándolo todo, engulléndolo
todo... Y ante eso, ante esa desproporción infinita, el ánimo del musulmán
queda subyugado en un estado al que se le llama en árabe jushû‘, temor
a Allah, sobrecogimiento del corazón ante la Verdad que ha empezado a
vislumbrar en lo más íntimo de su capacidad para afrontar lo infinito. El jushû‘
es estar ‘ante’ Allah de la forma adecuada: es el vértigo que produce lo
infinito, es el pánico que nace de la incapacidad para controlar aquello en lo
que se está. Quien no siente jushû‘ es porque desconoce a Allah, y se
encuentra frente a un dios de su invención, algo sujeto a su control y a su
manipulación. Pero Allah es abismal, por ello, quien se asoma realmente a Él
es sobrecogido por un terror sincero, en el que sin embargo hay un gran
transfondo de amabilidad, pues en su grandeza Allah no deja de ser Rahmân,
Misericordioso y Compasivo. El jushû‘ debe recorrer el cuerpo del
musulmán, erizándolo, mientras hace Salât. Si carece de jushû‘, su Salât
será un gesto mecánico.
Es,
por tanto, muy importante esforzarse por conseguir desde el principio ese estado
de sobrecogimiento, y para ello es necesario crecer en la conciencia de Quién
es Allah. Sólo entonces comprenderemos las dimensiones de su inmensidad eterna
e infinita y nuestra pequeñez y debilidad ante semejante desproporción. Sólo
así seremos tocados por el sentimiento de jushû‘, que será lo que
‘realmente’ nos ponga ‘ante Allah’, y nuestro Salat será
entonces correcto y transformador. El jushû‘ es el ádab, la
actitud correcta, durante el Salât: quien carece de él debe esforzarse
por adquirirlo y activar en sí mismo su capacidad para sentir lo infinito
durante la realización de cada uno de sus cinco Salawât.
Para empezar, el
musulmán, para adquirir el sentimiento de jushû‘, debe ejercitarse esforzándose
por concentrarse durante el Salât. Esa intensa concentración vale por
el jushû‘, al principio. Para ello debe olvidarlo todo desde que empieza el Salât
hasta que acaba: debe olvidar sus problemas, sus desgracias, sus frustraciones,
debe olvidar lo que le rodea y el universo entero, todo ello para hacer un Salât
perfecto que no sea interrumpido por nada. En cierta ocasión, Rasûlullâh (s.a.s.)
dijo: “Le serán disculpadas todas sus torpezas a quien ejecute dos rak‘as
sin hablarse a sí mismo”, es decir, saldrá como nuevo de su Salât.
Como ejemplo, se cuenta de un sabio del Islam que la gente callaba siempre en su
presencia por respeto a su majestad, pero cuando comenzaba a hacer el Salât
la gente empezaba a hablar y a reir porque sabían que durante el Salât
no se enteraba de nada de lo que sucedía a su alrededor. De otro se dice que
cuando hacía las abluciones palidecía, y una vez le preguntaron qué le pasaba
y respondió: “¿Es que no sabéis ante Quién me voy a poner?”.
Para
quienes aún no han llegado a las profundidades en las que casi se calibra
realmente a Allah, y son profundidades tremendas y abismales, es importante
ejercitarse en la disciplina de la concentración, que se va logrando
paulatinamente, conforme avanzamos también en
la depuración de nuestras ideas, y no según métodos artificiales o
esotéricos. Es necesario profundizar en el Islam, en la claridad con la que nos
explica la Unidad y Grandeza absoluta de la Verdad que nos rige, y con ese
saber, vivido intensamente, van detonando los sentimientos que nos sitúan ante
Allah y nos permiten absorber todo el bien y riqueza que hay en ello.
al-hámdu
lillâh...
El Salât tiene pilares y obligaciones, y consiste en
posiciones del cuerpo y movimientos, e incluye recitaciones. El espíritu que le
da vida es la intención, la sinceridad, el sobrecogimiento y la presencia de
corazón. Es muy importante que el corazón esté presente durante el Salât.
Los gestos y las palabras que se repiten durante el Salât carecen de
valor si no son traducción fiel de cosas que ocurren en el corazón. Nosotros,
que estamos en los comienzos de nuestras prácticas islámicas, debemos
esforzarnos por sentir intensamente cada Salât que hacemos, hasta que
esa fuerza se convierta en algo natural y podamos pasar a ahondar en lo que es
el Salât.
Pero debemos saber
también, en este tema y en todos los temas del Islam, que si bien es importante
el rigor y la disciplina, éstas no deben convertirse en obsesiones. Querer
alcanzar la perfección, muchas veces, es más un obstáculo que otra cosa. En
todo, el musulmán debe procurar tener un equilibrio que le permita avanzar sin
transformar su Islam en una manía. Esto hay que tenerlo en cuenta siempre, y es
lo que permitirá que nuestro Islam sea resultado de una naturalidad amada por
Rasûlullâh (s.a.s.), el cual detestaba, como enseñan muchos hadices, el takálluf,
el fingir o forzar las cosas o llevarlas a un extremo alejado del todo de la
naturalidad. El takálluf es detestable en todo: en el trato con uno
mismo, con los demás o con Allah. No debemos ser hipócritas en nada. Son
buenos el esfuerzo, el esmero, el cuidado, la atención,... pero no lo es el takálluf,
el forzar las cosas hasta hacer que nos resulten fastidiosas. Por desgracia, al
menos en nuestro entorno, a la mayoría de la gente le cuesta trabajo entender y
practicar el justo medio en las cosas; y, o bien son dejados y negligentes en
sus obligaciones o bien cumplidores compulsivos. Es imprescindible hacerse con
la sensatez que haga de nuestro Islam un acto serio y riguroso y a la vez
natural y agradable, como sucede entre la mayoría de los musulmanes.