Un Salat diferente

 

Un relato de la vida del Profeta Muhammad (s.a.s.)

Mustafá Rahmandust

 

 

        Hacía tres meses que Salima no iba a la mezquita. Cuando oía el sonido del adzan (llamado a la oración), como nunca pensaba en ésta. Hacía tres meses, había dado a luz a su pequeño y no tenía a nadie que se lo cuidara para poder participar de la oración colectiva. Su esposo, que vendía dátiles, transitaba desde la mañana temprano hasta la noche por las calles de Medina a fin de obtener el sustento, así que no tenía tiempo para cuidar al niño, ni dinero para pagar a alguien que se lo cuidara.

Salima estaba conforme con la vida que llevaba, pero cuando oía el adzan, experimentaba una extraña sensación. Recordaba la cálida y agradable voz del Profeta llenando el espacio de la mezquita. ¡Cuánto deseaba ir allí y participar de la oración colectiva! Pero hacía tres meses que no podía concurrir. Su hijo, de tan sólo tres meses, lloraba continuamente, y nada lo calmaba. La mayor parte del día, Salima estaba cansada y soñolienta, ella estaba segura de que concurriendo a la mezquita y orando detrás del Profeta, se sentiría alegre y animada. Pero, lamentablemente, no podía.

 

        También aquel día, mientras al oscurecerse el cielo de Medina, la voz del adzan colmaba todo el ámbito con las palabras “Allahu akbar” (Allah es el más grande), la tristeza ensombreció el corazón de Salima. Mientras escuchaba, detuvo su mirada en el rostro de su bebé. El niño dormía y respiraba calmadamente. Sin poder contenerse más, se vistió, realizó el wudú (la ablución), y lentamente alzó en brazos a su hijo y salió de prisa para llegar a tiempo a la oración colectiva. Caminó rápidamente y con largos pasos. Sin advertirlo, sus pies la llevaban a la mezquita. Al llegar a la puerta se tranquilizó pues aún la oración no había comenzado. Esto la contentó. Al entrar y mirar el rostro del niño, vio que una dulce sonrisa brillaba en sus labios. Salima reflexionó: “¿Por qué me afligía tanto?

 

        Podría haber venido desde el primer día. Es una pena tener que orar sola en casa, pudiendo hacerlo junto con la comunidad. Sería un triunfo para mí, aunque solamente pudiera completar un sólo ciclo de la oración detrás del Profeta”. Todavía Salima no se había ubicado entre las filas, cuando oyó que el muecín advertía: “Haiia’alas salat” (venid a la oración).

Rápidamente se enfiló, y miró a su alrededor para ver dónde había un sitio adecuado para dejar al bebé. De pronto oyó la voz del Profeta que decía: “Allahu akbar”. La oración había comenzado. Colocó al niño sobre una alfombrilla. El pequeño estaba calmo. Lo miró y creyó que permanecería en silencio y le permitiría orar, después de tres meses, en comunidad y en paz.

 

        Salima se unió a la fila. La agradable voz del Profeta podía oírse sin que ningún otro sonido la perturbara. Parecía como si todos los elementos hubiesen enmudecido para oír al Enviado de Allah. Con todo su corazón, Salima escuchaba la sura Fatiha (de la apertura). Hacía tres meses que no podía oírla de la propia boca del Profeta. Su corazón rebosaba paz y alegría. Los tres ciclos de la oración del ocaso fueron realizados. En la segunda oración, la voz del Allahu akbar indicó la inclinación. “Subhana rabbial’azim ua bi hamdihi (glorificado sea mi gran Señor, y la alabanza sea con Él)”.

 

        Y de pronto, el llanto del niño se alzó. Fue como si el cielo y la tierra golpearan la cabeza de Salima. Dentro del pacífico silencio de la mezquita, el llanto de su hijo sonaba demasiado estridente. Mientras el bebé continuaba llorando, su madre apenas pudo completar los dos primeros ciclos. Se reprochaba a sí misma haber alterado la tranquilidad de los orantes, al llevar a su pequeño. Ansiaba terminar la oración lo más pronto posible, alzarlo y salir de allí. “Allahu akbar”, todos se pusieron de pie. Salima también. El niño seguía llorando. El Profeta apresuró la oración y terminó antes de lo habitual. Salima, que sólo pensaba en el bebé, no se había dado cuenta de que el Profeta había abreviado la oración. Estaba afligida y avergonzada, sólo deseaba tomar a su niño y salir de allí. De pronto observó el sonriente rostro del Profeta, que se encontraba en cuclillas junto a su bebé. Al ver la sonrisa del Enviado de Allah, el niño se calmó.

 

        Los creyentes estaban sorprendidos por la brevedad con que se había realizado la oración. Y se sorprendieron más al ver que el Profeta se había levantado inmediatamente después de terminar la oración. Cuando todos le preguntaron el motivo, contestó: “¿Por ventura no escucharon el llanto del niño?”. Así fue que Salima y todos los demás, descubrieron que el Profeta había abreviado la oración a fin de ayudar a su hijo. Ya no sintió vergüenza, y dulcemente dijo: “¡Oh niñito llorón! Tanto lloraste que atrajiste la atención del Profeta. Cuando seas grande te contaré cuánto amaba el Profeta a los niños”.