EL DILEMA DEL IMAM

 

          La palabra Imam ha comenzado a popularizarse en medio de circunstancias adversas (las polémicas en torno al Imam de Fuengirola, la necesidad de crear un consejo de imames para controlar las mezquitas). Para muchos, “Imam” es el término árabe para designar al “cura” de los musulmanes, o, en otros casos, una especie de “líder espiritual que se rodea de fanáticos seguidores”.

 

          Creemos necesario precisar el significado de esta palabra, pues los errores pueden tener fatales conclusiones. Para empezar, una nota ortográfica: la palabra acaba en “m”, y no en “n”, error en el que se suele caer por lo extraño de la terminación “m” en castellano, pero sucede que en árabe existe también la palabra Iman, que designa otra cosa, completamente distinta.

 

          En general, en árabe, un Imam es una persona que ocupa un lugar destacado entre los suyos, sirviendo de modelo a la comunidad por su autoridad moral o la envergadura de su saber. Se trata de una personalidad que se impone por su capacidad de convocatoria, basada en sus recursos, sus habilidades o su prestigio. El Corán restringe su alcance y emplea el término Imam para designar a los profetas, que fueron imames para los suyos, es decir, les sirvieron de jefes, maestros y guías. En definitiva, en sentido estrictamente coránico, los imames por excelencia son los profetas, el último de los cuales fue Sidnâ Muhammad (s.a.s.).

 

          En la tradición islámica, la palabra Imam vuelve a utilizarse con tres sentidos distintos. El primero, Imam es el que ostenta el poder legítimo o debería ostentarlo; sería quien está a la cabeza del Islam (o quien debería estarlo), bien porque haya sido elegido para ello (según los sunníes), bien por derechos propios (según los shi‘íes). El Imam equivaldría al califa (aunque un califa no es Imam si su autoridad no tiene una base legitimadora). Puesto que no existe el califato, el término Imam, en este sentido, no es aplicable a nadie.

 

          En segundo lugar, un Imam es una persona destacada en una ciencia particular, y que ha creado escuela. Así, en materia de Fiqh, son llamados Imames Mâlik, Abû Hanîfa, Shâfi‘i y Ahmad, entre otros muchos, a causa de su relevancia en la historia de la elaboración del derecho musulmán. En lo referente a Hadiz, son Imames Bujâri y Muslim, entre otros muchos que han demostrado su pericia en el estudio de las tradiciones atribuidas al Profeta (s.a.s.). En lo referente al Kalâm, son Imames al-Ash‘ari y al-Mâturîdî, entre otros que también han aportado mucho a la sistematización de la doctrina. En Tasawwuf son Imames al-Yîlâni y al-Yunaid, por ejemplo, por su papel en la trasmisión de enseñanzas místicas. Y así con todas las ramas del saber. Los Imames, aquí, son grandes maestros fundadores de grandes corrientes de pensamiento. La historia les concede este título en reconocimiento de su mérito dando fe de su carácter de ‘jefes’ de escuelas cuya validez es reconocida por los musulmanes.

 

          Por último, se da el nombre de Imames a quienes dirigen y sincronizan el Salât (la oración) en las mezquitas. Para ello es suficiente con ser musulmán y tener los conocimientos básicos -al alcance de cualquiera- para cumplir con dicha tarea. Es preferible, además, que sea una persona que goce de respeto, el “mejor” entre los presentes en saber y en autoridad moral. Esto es lo que nos dicen los tratados de derecho musulmán.

 

          El imamato, según todo lo anterior, es una función, no un cargo (salvo en el caso del califa, que no nos incumbe aquí). No hay ninguna institución que nombre imames. Esto es muy importante. El título honorífico de Imam a personas que hayan desarrollado una labor muy importante en la trasmisión del Islam les es conferido por la “Historia”, generalmente, después de que hayan muerto, y atendiendo a su reputación y aceptación por los musulmanes. Cuando se dice de alguien que es un Imam se le está dando un trato de respeto, sin más implicaciones. Todo esto en un sentido general, pues siempre pueden alzarse voces en contra de la aceptación común, lo cual es frecuente y es casi imposible la unanimidad, dentro de la tradición de continuo debate que caracteriza al Islam.

 

          En el último caso -la dirección y sincronización del Salât-, la persona que cumple esa función recibe el nombre de Imam si la realiza con frecuencia, convirtiéndose en el Imam de tal mezquita, sin que ello conlleve derechos exclusivos. Todo musulmán, de hecho, es Imam o puede serlo. Para dirigir el Salât no hay que estar consagrado ni designado por nadie. Y así ha sido siempre.

 

          Ahora bien, desde las independencias formales de los Estados árabes y “musulmanes”, las distintas administraciones han intentando “domesticar” al Islam, y nada mejor para ello que reducirlo a una religión y crearle una jerarquía “eclesial”. Por supuesto, esos intentos tienen una historia larga. Varias dinastías quisieron “colegiar” el Islam, instituyendo asambleas de ulemas, unas veces para asesorarse, otras para que sancionaran sus decisiones. Pero siempre, tales tentativas tuvieron un alcance limitado. Pero los Estados modernos tienen en sus manos medios más sofisticados, y la creación de ministerios de asuntos islámicos  u otras instancias similares busca, al menos en la mayoría de los casos, constituirse en eso que parece faltar al Islam, una institución sacerdotal con su jerarquía que garantice el orden. Las universidades tienen sus facultades para la formación en el Islam oficial que licencian a sus estudiantes orientándolos hacia el ‘campo laboral’ de los imames. Si bien el éxito de estas tentativas es mucho mayor que el que tuvieron los balbuceos de las políticas dinásticas, lo cierto es que, entre los musulmanes, es sabido que es válido el imamato de cualquiera, haya o no sido acreditado por una institución, tenga en su posesión o no un título universitario.

 

          Al parecer, este va a ser el discurrir del Islam en el futuro: los intentos por domeñarlo junto a un espíritu comunitario y acéfalo que no se deja seducir por tales ofertas. Puede que se creen comisiones, institutos o lo que se quiera, pero el Islam de la gente seguirá su curso, puesto que los fundamentos del Islam están demasiado claros como para poder ser tergiversados. Y uno de esos fundamentos es que el Islam pertenece a los musulmanes, y no puede ser delegado.