La Sura de la Pureza (al-Ijlâs)
es una de las más cortas y de las recitadas más a menudo del Corán:
Con el nombre de Allah, el Clemente
y Misericordioso.
Dí: Él, Allah, es uno.
Allah, el Absoluto.
No ha sido engendrado ni ha engendrado.
Y no tiene igual.
Nos te hemos enviado con la Verdad
como anunciador y avisador. No existe pueblo al que no se le haya enviado un
avisador. (XXXV, 24)
Nos te hemos inspirado como habíamos
inspirado a Noé y a los profetas llegados después de él. Nos habíamos
inspirado a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob, Las Tribus, Jesús, Job, Jonás,
Aarón, Salomón y habíamos dado a David los Salmos.
Nos hemos inspirado a los profetas
de quienes te hemos contado ya la historia, y a los profetas de quienes no te
hemos contado la historia. (IV, 163-164)
Así, por la palabra
revelada del Corán, se encuentra situada la misión de Muhammad, (s.a.s.)
Profeta del Islam, en el marco de la Revelación universal. Él ha vuelto a
llamar a los hombres, siempre inclinados a olvidarlo o a deformarlo, al
mensaje eterno de la Verdad de Allah. Éste no ha cambiado desde la creación,
porque lo que cambia no será tenido por verdad, pero Allah ha reafirmado periódicamente
su mensaje, de manera que los hombres de todos los tiempos y de todas las
naciones, sin excepción, lo conozcan.
Pero con Muhammad, (s.a.s.) “Sello de los Profetas” (XXXIII, 40),
el ciclo de la Revelación ha sido cerrado. Efectivamente, ninguna religión
importante ha sido fundada después de él y ninguna personalidad comparable a
la suya ha aparecido en la historia de la humanidad.
Las formas de la Revelación pueden variar considerablemente después
de Noé y del mismo Adam, pero ciertos elementos son constantes en todas las
tradiciones auténticas, volviendo a una fuente no humana, es decir, sacra. El
principal de estos elementos es de orden metafísico; es la afirmación de una
Realidad trascendente, exclusiva y poseedora de un poder absoluto. No se trata
nada más, en suma, que de la Shahâda islámica: “Lâ
ilâha illa’Llâh” <No hay más verdad que Allah>, que en una
formulación digna de la perfección divina, resume la verdad fundamental que
conocen ya la prudencia antigua y las Revelaciones precedentes, pero sin
expresarla con la misma densidad.
Un segundo elemento presente en todas las formas de la Revelación es
la idea de que los hombres son responsables de sus actos y que serán
retribuidos después de la vida terrestre. Se ha visto en los capítulos
anteriores que el Islam hace sobre este punto una especial insistencia.
Como Allah es
eminentemente “clemente y misericordioso”, según la fórmula que se
repite constantemente en el Corán, y es que “su
favor precede a su cólera”, sería inconcebible que haya dejado durante
milenios a la mayor parte de los pueblos de la tierra en la ignorancia y el
extravío. El Corán afirma pues explícitamente que un “Avisador” ha
pasado por cada uno de estos pueblos y, dirigiéndose a Muhammad, (s.a.s.) le
hace comprender claramente que no hace falta considerar la Revelación como
limitada a los profetas mencionados expresamente en el Libro.
Ante esta consideración, es interesante constatar que, según diversas
investigaciones modernas en etnología y arqueología los pueblos
aparentemente más atrasados y más aislados han creído siempre de forma más
o menos confusa, en una fuerza divina suprema. Ciertas tribus de Oceanía, África
y Sudamérica, bastante alejadas de lo que se llama la civilización han
seguido guardando las huellas de los conocimientos metafísicos bastante
elaborados en los que se explica mal el origen. Cada uno tenía, sin duda, en
los tiempos más remotos, recibida la enseñanza de un “avisador",
después, con el paso de los siglos, el mensaje transmitido se ha oscurecido y
alterado para no dejar sitio más que a supersticiones, a veces bastante
groseras.
Fue de este modo para los árabes de la “Yâhîliyya”, la era de la ignorancia que precedió a la Revelación del Islam. La Meca, ciudad de comerciantes, donde se alza La Kaaba construida en otro tiempo por Abraham (Ibrâhîm) y su hijo Ismael en honor del dios único, Allah, se convirtió en centro de un culto groseramente politeísta y a menudo maléfico.
Muhammad (s.a.s.) estaba destinado a transmitir a la humanidad la última
Revelación del ciclo profético surgido hacia el 570 de la era cristiana, en
esta ciudad rodeada de desiertos inhóspitos y atrasados después de largos
siglos apartada de las grandes corrientes religiosas y civilizadoras del
mundo. Pertenecía a la clase dirigente de los Kuraisíes, pero huérfano
desde su tierna infancia, fue recogido por un tío ya cargado de familia por
lo que pronto tuvo que ganarse la vida como caravanero, lo que le dio muchas
ocasiones de viajar lejos, especialmente a Siria.
Conocido ya por todos a los que se había acercado por su irreprochable
virtud y su viva inteligencia, entró al servicio de una viuda perteneciente a
la misma clase aristocrática, Jadîÿa, quien era la dueña de una importante
casa comercial. Poco después se casó con ella. Él tenía veinticinco años
y ella cuarenta. Estuvo profundamente unido a ella y, durante el largo tiempo
que ella vivió, no tomó ninguna otra mujer. Muhammad (s.a.s.) continuó su
actividad comercial, pero hacía frecuentes retiros al desierto para meditar.
A menudo también cumplía alrededor de la Kaaba con las vueltas rituales que
una antigua tradición había perpetuado
con el uso. Su gran piedad se dirigía únicamente a Allah, la divinidad
suprema, y volvía la vista con aversión de todos los ídolos presentes en el
santuario.
Tenía cuarenta años cuando, retirado en la gruta de Hira, cerca de La
Meca, se dio cuenta que se le acercaba un ser que emanaba una luz cegadora.
Era el arcángel Gabriel, (Yibrîl) llegado para anunciarle que Allah, le había
escogido como su Mensajero (Rasûl) cerca de los hombres. Preso de angustia,
Muhammad (s.a.s.) se preguntaba si había perdido la razón o si sufría un
ataque de fuerzas diabólicas. Él encontró consuelo y apoyo en Jadîja,
quien no duda por un momento del origen divino del mensaje y de la realidad de
la misión que le han confiado a Muhammad (s.a.s.).
Después de un cierto intervalo, la angustia reaparecía cada vez más
frecuentemente, confirmando a Muhammad (s.a.s.) que él era verdaderamente el
Profeta de Allah dictándole las primeras suras del Libro donde la Revelación
se fue sucediendo escalonadamente durante veintitrés años. Obedeciendo la
orden divina, el nuevo mensajero, se puso a predicar el mensaje entre sus
compatriotas más queridos, dirigiéndose tanto a los humildes como a los
poderosos.
Las primeras suras reveladas en La Meca insisten sobre dos temas
principales: reconocimiento de Allah, Único, Absoluto, Infinito, Todopoderoso
y que no tiene asociados y la seguridad del desenlace inevitable, cuando venga
la hora final en la que los hombres, al rendir cuentas de todos sus actos, serán
enviados al fuego o a la felicidad eterna. Inspirada en esta dos verdades
fundamentales, la mensaje del Profeta (s.a.s.) llamaba a sus compatriotas a
someterse al Todo Poderoso, creador del cielo y de la tierra, fuente de todo
bien, pero, forzosamente, atacó frontalmente la idolatría de los habitantes
de Meca. Esta actitud no pudo evitar provocar, por parte de ellos, movimientos
de hostilidad.
Sin embargo, su mensaje suscita también las adhesiones más completas
y entusiastas. Después de Jadîja, la primera musulmana, un pequeño grupo de
creyentes se agruparán alrededor de Muhammad (s.a.s.), del que podemos
destacar a Ali, su primo, Zayd, un esclavo emancipado, Abû Bakr, un
comerciante acomodado, así como diversos hombres y mujeres de modesta condición.
Frente de la comunidad del Islam naciente, la oposición, limitada al
principio a propósitos despreciativos y de mofa, tomó amplitud y virulencia.
Pronto sufrió persecución abierta, amenazando la vida de los musulmanes y de
su jefe, que debieron sufrir toda suerte de ultrajes. La sangre corrió y la
nueva religión tuvo sus primeros mártires.
Sin embargo, el número de musulmanes no cesó de crecer. Muy a menudo,
es la simple recitación del Corán la que provoca la conversión, pues
sobrepasaba en belleza y en fuerza todo lo que la poesía árabe era capaz de
expresar, la audición del texto revelado despertaba las resonancias
interiores vibrando hasta lo más profundo de los seres y provocando a veces
un “chasquido” que llevaba a la convicción. La lectura del Corán gana de
este modo para el Islam, en algunos casos, a sus enemigos más obstinados.
Este hecho permitió a muchos, caso de Omar, hombre de una rara determinación,
que, al principio estaba resuelto a matar al Profeta (s.a.s.) y terminó
siendo uno de sus compañeros más intrépidos.
Pero la persecución no cesaba y llegó a ser tan temible que, para evitar exponer inútilmente sus valiosas vidas para la causa del Islam, Muhammad (s.a.s.) envió a un grupo de sus partidarios para buscar refugio en Abisinia. El creyente soberano de aquel país, les dio una buena acogida y la tradición cuenta que se conmovió hasta las lagrimas al entender que aquellos Árabes apelaban a una Revelación nueva que tenía hacia Jesús y su madre María, la más profunda veneración.
Al cabo de algún tiempo, muchos de los refugiados volvieron a Meca,
donde, creían que la persecución se había apaciguado. No encontraron en
realidad mucha más seguridad y tardaron poco en prepararse para un nuevo
exilio.
Durante el primer período mequinense de la Revelación, se produjo un
acontecimiento de muchísima importancia en la historia del Islam en sus
comienzos: El Viaje nocturno, o Mi’râj.
Este Viaje es mencionado en estos términos en el Corán:
Gloria a Aquel que hizo viajar de Noche a Su siervo de la Mezquita sagrada a la Mezquita más alejada de la que Nos hemos bendecido su recinto, a fin de mostrarle algunos de Nuestros signos. (VXII, 1)
En el curso de esta experiencia mística, el Profeta (s.a.s.) fue primero
transportado de la “Mezquita al-Haram”, que es la Kaaba en la Meca, a la
“Mezquita más alejada”, en árabe al-Masÿid al-Aqçâ, que designa en
emplazamiento del Templo de Jerusalén. Luego, a partir de la piedra sagrada
del antiguo santuario, fue elevado hasta el séptimo cielo, encontrando
durante su ascensión a los mensajeros que Allah había enviado sobre la
tierra antes de él, especialmente Abraham, (Ibrâhîm), Moisés (Mûsâ) y
Jesús ('Îsâ). Él realizó la oración ritual delante de todos los
profetas, después se encontró solo en presencia de Allah. Esto fue, para el
fundador del Islam, la confirmación de que su misión estaba en la línea de
la única y verdadera revelación, de la que constituía la síntesis y la
culminación.
Al día siguiente, en Meca, hizo partícipe del prodigio a sus compañeros,
y como algunos quedaron escépticos, Abû Bakr exclamó: “Yo atestiguo que
Muhammad (s.a.s.) no miente en todo lo que dice”. Después de ese día todos
los musulmanes creyeron en la realidad del Mi’râÿ, ya que el recuerdo
queda vinculado a Jerusalén, tercera ciudad en importancia del Islam, después
de Meca y Medina.
Se puede indicar que durante esta época, los primeros musulmanes se orientaban, para realizar el Salât (recogimiento en Allah), hacia Jerusalén, para los que la dirección constituía pues su Qibla. Más tarde es cuando una revelación coránica recibida por el Profeta (s.a.s.) en Medina (II, 144) le ordena volverse en lo sucesivo hacia la Kaaba de Meca. Esta no ha dejado de ser desde entonces la Qibla de los musulmanes pero, según ciertas tradiciones, la primera Qibla de Jerusalén deberá ser restablecida cuando los tiempos estén cumplidos y la hora final se acerque.
Sin embargo, la hostilidad de los Kuraisíes hacía cada vez más
insostenible la situación de la primera comunidad musulmana de la Meca. La
solidaridad tribal, gracias a la cual Muhammad (s.a.s.) había podido hasta
entonces contar con una cierta protección por parte de sus parientes, ya no
le ofrecía garantía suficiente. Parecía bastante evidente que el Islam no
podía progresar más en los medios mequinenses. En cambio, buen número de
extranjeros de paso por la ciudad habían entendido la predicación del
Profeta (s.a.s.) quedando profundamente impresionados.
Este es el caso particular de gente venida de Yazrib, oasis a
algunas jornadas de camino al norte de Meca, de los que muchos se declararon
ya musulmanes. Reconocieron en Muhammad (s.a.s.) una insuperable autoridad,
convencidos de que nadie mejor que él llegaría a resolver los conflictos que
dividían su comunidad. Ellos le invitaron pues a establecerse con sus compañeros
en Yazrib que llegaría pronto a llamarse Madînat an-Nabî, “la
ciudad del Profeta”, Medina.
A continuación de una revelación, decidió que todos los musulmanes
abandonaran Meca para buscar refugio en Medina. Se pusieron
en marcha en pequeños grupos, esforzándose en no llamar la atención
de los Kuraisíes. Pronto no quedaron en la ciudad más que el Profeta
(s.a.s.), Abû Bahr, Ali, así como algunos de los parientes más próximos y
un pequeño número de mujeres y de esclavos.
Los enemigos del Islam comprendieron bien pronto el riesgo que podría
suponer para ellos la marcha de Muhammad (s.a.s.). Decidieron pues atentar
contra su vida. Pero cuando lo quisieron poner en práctica, el Profeta
(s.a.s.) había abandonado subrepticiamente la ciudad en compañía de Abû
Bahr.
Una tropa de mequinenses en armas se puso enseguida a la persecución
de los fugitivos que, sin la protección de Allah, no hubieran escapado de
estar presos. Les hizo falta diez días y diversos incidentes para llegar a
salvo. A su entrada en el oasis, fueron aclamados por los habitantes de Medina
llegados en masa para desearles la bienvenida. La emigración, en árabe Hiÿra,
de donde deriva la palabra “Hégira”, estaba cumplida. Este acontecimiento
capital, que tuvo lugar en el 622 de la era cristiana, marca el año 1 del
calendario musulmán.
Podría ser posible hacer comenzar la era musulmana por ejemplo en el
nacimiento del Profeta (s.a.s.) o en la primera Revelación que le fue enviada
del cielo. Si la Hégira ha sido preferida para ello, es porque marcó
verdaderamente la instauración de una ciudad de Allah
sobre la tierra.
Desde la llegada del Profeta (s.a.s.) a Medina, toda la existencia de
la sociedad y sus individuos se organiza conforme a la orden de Allah y a las
instrucciones de su Mensajero. El “Dar al-Islam, la Era islámica instaurada
en Medina, debe ser el modelo destinado a inspirar a los musulmanes de los
siglos venideros.
Por otra parte, para la sensibilidad musulmana, la Hégira está ahora
dotada de otra significación: en el ejemplo de los emigrantes, o mûhaÿÿirûm, que abandonaron sus casas y sus bienes en Meca para servir a
Allah y seguir al Profeta (s.a.s.), los creyentes deben estar dispuestos, por
amor a Allah y por fidelidad al Islam, a desprenderse de aquello que les es
querido aquí abajo. Entre los místicos, este tema les ha llevado a renunciar
a sí mismos y al abandono total en la voluntad de Allah.
Una gran tarea se impuso al día siguiente de la Hégira: organizar la
vida de la nueva comunidad y fijar las bases del Estado. Diferentes grupos
constituían entonces la población de Medina. Estaban primero los mûhaÿÿirûm,
emigrados llegados después de la persecución de Meca, después los
convertidos locales o ansar (auxiliares),
de quienes el número no cesaba de crecer. Entre ellos, el Profeta (s.a.s.)
estableció los lazos de fraternidad, inculcándoles un sentido de solidaridad
que no ha desaparecido jamás de la sociedad islámica.
Numerosos judíos habitaban también Medina. El Profeta (s.a.s.) hizo
todo lo posible por ganar su confianza y su amistad, sobre todo respetando su
religión y sus particularidades. La tradición ha conservado el texto de una
enseñanza que él imparte a sus súbditos sobre la actitud a observar hacia
ellos: “Todos los judíos que elijan unirse a nosotros se beneficiarán de
toda la protección concedida a los musulmanes. No serán oprimidos y no habrá
agitación contra ellos. Los judíos Beni Awf (una de las tribus judías de la
ciudad) forman con los creyentes una comunidad. Entre todos debe reinar la
benevolencia y la justicia. Hace falta anotar de paso que todas las otras
tribus judías tuvieron los mismos derechos que los Banu Awf.
Así fueron puestos los principios llamados a regir las relaciones entre los musulmanes y los que tenían otras creencias, principalmente judíos y cristianos, que reclamaban para ellos a los mensajeros de Allah explícitamente reconocidos por el Islam. Ellos se dotaron de una actitud fundamental de tolerancia que, de forma general y a pesar de diversas crisis, de las cuales la responsabilidad no es, desde luego, siempre achacable a los musulmanes, se observa a través de los siglos como lo es todavía en nuestros días.
Loa judíos de Medina, por su parte, no supieron entender la mano que
les era tendida. Quitando alguna excepción posterior, respondieron con una
oposición malévola, y además con la traición. Su presencia era un obstáculo
para la consolidación de la comunidad islámica y era preciso expulsarlos.
Entre Meca y este nueva comunidad que se desarrollaba y consolidaba, el
conflicto era inevitable. La guerra estalló abiertamente dos años después
de la Hégira. Su principal episodio fue la batalla de Badr ganada por los
musulmanes contra un enemigo mejor armado y tres veces más numeroso. El
Profeta (s.a.s.), en esta ocasión re revela como un excelente estratega al
mismo tiempo que jefe de una gran humanidad. En contraste con la rudeza de las
costumbres de la época, impone a sus tropas el respeto a todos los enemigos
capturados, heridos o incapacitados para el combate. Sin embargo, una revelación
coránica vino a recordar al ejército de creyentes que ellos no consiguieron
la victoria por sus propios méritos, sino que es Allah quien les ha
favorecido.
Resueltos a tomar la revancha, los medinenses se pusieron pronto a
preparar una nueva campaña contra la comunidad musulmana. Trece meses después
de Badr, sus ejércitos, considerablemente reforzados e incluyendo
especialmente una potente caballería, se pusieron en camino dirección a
Medina. Los musulmanes, mucho menos numerosos, fueron a su encuentro y el
choque se produjo en la llanura de Uhud. Las tropas musulmanas, después
de un éxito inicial, fueron derrotadas. Muhammad (s.a.s.) mismo fue herido y
sus enemigos anunciaron que le habían matado, lo que provoca una desbandada
entre los defensores del Islam. Sólo continuaron el combate aquellos que sabían
que estaba vivo.
Pero los Kuraisíes se abstuvieron esta vez de explotar a fondo sus éxitos,
sin reconocer por tanto su proyecto de acabar de una vez por todas con el
Islam y la amenaza que representaba para ellos. Organizaron pues una tercera
campaña, de la que el episodio principal fue la batalla del Foso (Jandaq).
Con sus doce mil hombres, el ejército de Meca representaba una
potencia formidable en la Arabia de entonces. Los musulmanes no pudieron
enfrentarles más que la cuarta parte de esos efectivos. Los musulmanes decidieron
cavar un foso bastante largo y bastante profundo para detener las cargas
enemigas. Ante este obstáculo inesperado, los Kuraisíes y sus aliados, a los
que se les agotaron los recursos, decidieron poner fin a las operaciones y
volver a sus casas.
A pesar de este gran éxito defensivo, la seguridad de Medina no estaba
todavía asegurada y una gran amenaza venía de otra dirección. Jaïbar,
oasis próspero a 150 Km., tenía por habitantes a los judíos que se había
aliado con los de Meca contra el Islam. Pero, antes de volverse contra esta
fuerza hostil, el Profeta (s.a.s.) quiso cumplir una orden de Allah y ante la
sorpresa de sus compañeros, decidió ir en peregrinación hacia Meca.
Eligiendo la época de la “Tregua de Allah”, que los kuraisíes
respetan todavía con ocasión del gran rito sacro que viene de Abraham, se
puso en marcha pacíficamente, rodeado de un grupo de compañeros desarmados.
Los musulmanes hicieron parada en Hudaïbîya, pero no pudieron penetrar en la
ciudad, ya que los dirigentes les negaban el acceso.
Es aquí donde se pone un episodio del que la tradición mística del
Islam debe señalar su significación simbólica: Cogiendo sitio bajo un árbol,
el Profeta (s.a.s.) obtiene de cada uno de sus compañeros la renovación de
su juramento de fidelidad y la promesa de combatir hasta la muerte.
Sin embargo, una delegación medinense vino a negociar con Muhammad
(s.a.s.) y fue firmado un acuerdo, en los términos de que los musulmanes
renunciaran por el momento a visitar la Kaaba, a cambio de la promesa de poder
cumplir con los ritos de la peregrinación al año siguiente. Al mismo tiempo,
las dos partes convinieron en una tregua de diez años.
Muchos de sus compañeros estaban descontentos con ese pacto que les parecía humillante y desventajoso, pero el Profeta (s.a.s.) dejaba claro todo el bien que resultaría para la causa del Islam. Al principio los musulmanes tenían las manos libres para actuar contra Jaïbar, que hacía sufrir a Medina una suerte de bloqueos económicos. No tardaron en ocupar el oasis a pesar de la potencia de los castillos que le defendían y, hacia los vencidos, el Profeta (s.a.s.) manifestó una vez más, una clemencia y una mansedumbre poco conformes a los usos de aquel tiempo.
El Islam progresaba también en el interior de la península Arábiga y
los beduinos, en gran número, venían a Medina para hacer el juramento de
fidelidad al Profeta (s.a.s.). Los medinenses se sentían cada vez más
aislados y por otra parte muchos de ellos, pertenecientes a veces a los medios
dirigentes, habían ya abandonado la ciudad para llegar al campo musulmán. Su
principal jefe, Abû Sufian comprendió entonces que era mejor someterse sin
combatir.
El año 8 de la Hégira, el ejército de los musulmanes pudo también entrar
en Meca. La ciudad se rindió casi sin resistencia, aparte de alguna
escaramuza que supuso quince muertos. Todos aquellos que habían perseguido al
Profeta (s.a.s.) y a los musulmanes temían las represalias. Pero no hubo
ninguna. Muhammad (s.a.s.) concede su perdón a todos sus enemigos
y les manifiesta una generosidad que los gana definitivamente para el
Islam.
Rodeado de sus compañeros, el Profeta (s.a.s.) vuelve enseguida a
Medina donde debía concluir la organización de la nueva comunidad musulmana.
Recibía también las delegaciones de las regiones más diversas de Arabia, así
como de Siria, llegadas para anunciarle la adhesión de sus pueblos al Islam y
entrar en su alianza.
La comunidad musulmana, Umma,
que no reunía más que algunos centenares de creyentes cuando Muhammad
(s.a.s.), refugiado de Meca, había establecido los fundamentos en Medina, se
había transformado, diez años más tarde, en una nación extendida y sólidamente
organizada con el que las grandes potencias querían tener trato. De otra
parte, el Profeta (s.a.s.) había ya enviado cartas a los principales
soberanos vecinos de Arabia, en particular a los emperadores de Persia y
Bizancio, al patriarca copto de Egipto y al negus de Abisinia, exhortándoles
a abrazar el Islam. El soberano persa había roto desdeñosamente la carta y
Muhammad (s.a.s.), cuando él se enteró, dijo solamente: “Que Allah divida
su reino”. Esto es efectivamente lo que ocurrió algunos años más tarde,
cuando los ejércitos musulmanes, en una fulminante batalla, vencieron a esta
potencia enorme y llevaron a cabo la conquista de Irán entera.
Por su parte, Heraclio, emperador bizantino, reaccionó con un poco más
de simpatía, no reaccionó lo mismo que su vasallo el príncipe de los Gasánides,
al norte del territorio musulmán, que habiendo recibido una carta semejante,
hizo asesinar al embajador que la portaba. Acabó en una guerra que llevaría,
después de la muerte del Profeta (s.a.s.), a la conquista por las tropas del
Islam de todas las provincias sirias de Bizancio.
En este décimo año de la Hégira, el Profeta (s.a.s.) hizo conocer su
intención de participar en el Haÿÿ,
la peregrinación a Meca. La noticia tuvo una alta repercusión, pues en
presencia de 140.000 musulmanes anunció que él debía cumplir la
“Peregrinación de la Despedida”, que debía marcar la conclusión de su
misión en la tierra.
Delante de la muchedumbre reunida en la llanura de 'Arafat, el Profeta
(s.a.s.) pronunció desde lo alto de la colina llamada monte de la
Misericordia (Yabal
ar-Rahma) el Sermón del Adios, dando sus últimas recomendaciones a la comunidad
de creyentes. En varias ocasiones él repetía: ¿He cumplido bien mi tarea?
¡Oh Allah certifícalo! (Según otras tradiciones: ¿He hecho llegar el
mensaje?) Cada vez la muchedumbre respondió con un inmenso clamor de aprobación.
El último versículo del Corán fue revelado ese día: “Hoy he restituido vuestra senda perfecta; Yo he completado mi favor sobre vosotros; Yo he aceptado el Islam como vuestra senda.” (V, 3)
El
Profeta (s.a.s.) no se quedó más que unos días en Meca, pues se volvió a
marchar a Medina. Tenía sesenta y tres años y su salud se debilitaba.
Sintiendo próximo su fin, hizo algunas recomendaciones a sus compañeros, les
exhortó sobre todo a practicar la justicia, la benevolencia y el perdón.
Pronto no fue capaz de dirigir el Salat, ni de levantarse él mismo. Al cabo
de algunos días de sufrimiento, murió. Fue el trece rabi’ del año 11 de
la Hégira (8 junio 632).
Sus más próximos estuvieron embargados de dolor y desesperación. En
la ciudad, la noticia de la muerte del Profeta (s.a.s.) hizo cundir la
consternación, habiendo muchos que no lo querían creer diciendo que Muhammad
(s.a.s.) habría de volver pronto para guiar a su comunidad hasta el día de
la Resurrección. Entonces Abû Bakr, dirigiéndose a la muchedumbre reunida
en la mezquita, declaró con voz fuerte: “Cualquiera que honre a Muhammad
(s.a.s.) que sepa que está verdaderamente muerto; pero cualquiera que adore a
Allah que sepa que Allah vive y no morirá jamás”.
Después, aquel que había sido el amigo más próximo del Profeta
(s.a.s.) y que iba a sucederle como primer califa del Islam recitó este versículo
del Corán: “Muhammad (s.a.s.) no es más que un Profeta; otros profetas
han vivido antes de él. ¿Daríais la espalda si muriese o le mataran? Aquel
que vuelve la espalda a los suyos no daña en nada a Allah; pero Allah
recompensa a aquellos que son agradecidos”. (III, 144)
Después de haber expuesto a grandes rasgos la vida pública de
Muhammad (s.a.s.), conviene sin duda pararse un instante en su vida privada,
todavía más porque ha sido el objeto, para los no musulmanes, de comentarios
faltos de comprensión, cuando no francamente tendenciosos. Y para comprender
su personalidad, hace falta primero aclarar que él fue
al mismo tiempo completamente normal, cumpliendo con su condición
humana de forma integral y perfectamente virtuoso. Todos los testimonios
concuerdan en reconocer que fue, siempre y sin desfallecimiento alguno, verídico,
justo, bueno, humilde y sencillo, aparte de las cualidades de energía y
coraje que le hizo falta para cumplir su misión. Este hombre totalmente
sometido a Allah fue en toda circunstancia dueño de sí mismo.
Así
mismo, si practica la poligamia y le gustan las mujeres como él mismo dijo,
las acusaciones de sensualidad y de lujuria que tanto le hacen en Occidente no
son verosímiles y son desmentidas por numerosos hechos. Hace falta recordar
que fue durante veinte años el marido ejemplar de una mujer quince años
mayor. Tuvo siete hijos, de los que sobrevivió solamente una hija, Fátima,
que desposó con Ali siendo el origen de una vasta descendencia. Después de
la muerte de Khadîja, vivió muchos años en una continencia total y no fue
hasta los cincuenta y tres años cuando comenzó a practicar la poligamia.
No
es razonable pretender, como lo hacen algunos autores occidentales, que
Muhammad, (s.a.s.) una vez instalado en Medina, hubiera cedido bruscamente a
la tentación de la “carne”. Él se había hecho entonces el jefe de una
comunidad de la que la influencia no cesaba de crecer, y como ejercía una
función de alguna manera patriarcal, la mayoría de los matrimonios que
contrajo tuvieron un carácter político. Fueron uniones, sin embargo,
marcadas por la plenitud de su naturaleza humana y, de forma incontestable, él
admiraba la belleza femenina. Pero esto era para él ocasión de dar gracias
al Creador, y este aspecto de su vida, como todos los demás, se encontraban
sacralizados por su perfecta conformidad al orden de Allah.
Sin
embargo, independientemente de la trascendencia moral de la poligamia, sobre
la que volveremos, es preciso ver en los matrimonios del Profeta (s.a.s.) otra
significación. En tanto que continuador de aquello que vendría a ser una
gran senda espiritual mundial, él debía dar ejemplos de conducta
susceptibles de servir de base a la legislación civil de generaciones futuras
que permitiesen resolver todas las situaciones. Así, cada una de sus uniones
tienen características específicas y todas juntas proporcionaron las bases
para elaborar el derecho que rige en el Islam las relaciones entre los sexos e
instaurar las normas de las que nadie, después de catorce siglos, podría
negar su estabilidad. Ahí reside una de las razones por las que pudo tener,
de acuerdo con la Revelación, nueve esposas simultáneamente, ya que en todos
los demás casos, el Corán limita el número a cuatro.
De
forma general, desgraciadamente se debe dar la razón a un orientalista como
W.M. Watt cuando escribe que, “de todos los grandes hombres del mundo
entero, ninguno ha tenido tantos detractores como Muhammad (s.a.s.)”.
Habiendo estudiado profundamente la vida y la obra del Profeta (s.a.s.), el
arabista británico añade que “es difícil comprender por qué eso es así”
y encuentra la única explicación posible en el hecho de que, durante siglos,
la cristiandad ha tratado al Islam como a su peor enemigo. Y si hoy, los
Europeos viesen la religión musulmana y a su fundador de una forma un poco más
objetiva, “muchos de los viejos prejuicios desaparecerían ahora”.
Sea
lo que sea, como confirma el profesor Sayyd Hussain Nasr, “es difícil a un
no musulmán, sobre todo si procede de un medio cristiano, de comprender el
significado espiritual del Profeta (s.a.s.) y su papel como prototipo de la
vida terrenal y espiritual”. Esta dificultad “viene del hecho de que la
naturaleza espiritual del Profeta (s.a.s.) está velada por su naturaleza
humana y de que sus obligaciones como guía y jefe de una comunidad humana,
ocultan a las miradas su función propiamente
espiritual”.
A este respecto conviene ahora insistir sobre el hecho de que el Islam no establece diferencia entre “aquello que es de Allah” y “aquello que es del César”. En esta perspectiva, todo es de Allah y cada aspecto de la vida humana y social debe ser santificado gracias a la legislación y a la tradición procedente directamente de la Revelación hecha a Muhammad (s.a.s.) y de su ejemplo personal.
Una vez vivido y cumplido su misión haciendo perfectamente su parte de aquí abajo y del Más Allá, el Profeta (s.a.s.) ha dado a los creyentes la posibilidad de realizar plenamente sobre la tierra su condición humana sin perder un instante su orientación espiritual. Él instaura de partida ese notable equilibrio que caracteriza al Islam y que permite disfrutar en la vida terrestre sin olvidar jamás que todos debemos volver a Allah y comparecer ante Él. Al mismo tiempo, él continúa la guía espiritual de los hombres que buscan la perfección y que distinguen en todo aquello que él ha hecho y que él ha dicho los símbolos y las enseñanzas más sublimes.
Por esta manifestación que representa a la vez la primordialidad y la totalidad de la condición humana, y por ese mensaje que recoge todos los anteriores, el ciclo profético está definitivamente cerrado. A esta Revelación perfecta y última, nada se podrá añadir hasta el último Día.
REFERENCIAS Y TESTIMONIOS
LA
MISION PROFÉTICA
¡Oh tú, que estás cubierto con un manto!
¡Levántate y advierte!
¡Engrandece a tu Señor!
¡Purifica tus vestidos!
¡Huye de la abominación!
(Corán,
LXXIV, 1-5)
Ya, sîn. ¡Por el sensato Corán!
Ciertamente, tu estas de los numerosos Enviados,
Sobre un camino recto.
Esta es una Revelación del Todo Poderoso,
Del Misericordioso, descendida sobre ti a fin de adviertas a un pueblo del que sus antepasados no han sido advertidos, porque ellos han estado despreocupados.
(Corán,
XXXVI, 1-6. Sura “Ya Sîn”)
Tâ, hâ. No hemos hecho descender el Corán sobre ti para hacerte desdichado, pero sí como una llamada para todo aquel que crea en Allah;
Como una Revelación de aquel que ha creado la tierra y los cielos elevados.
(Corán,
XX, 1-4, Sura “Tâ hâ”)
Nos te hemos enviado a una comunidad, delante de la cual otras comunidades han venido, para que tu le comuniques aquello que te he revelado, ya que esta gente no cree en el Misericordioso.
(Corán, XIII, 30)
LA
PRIMERA REVELAVIÓN
El mes de Ramadán llega y, por quinta vez, Muhammad (s.a.s.) se retiró en soledad, en la cueva de Hirâ. Muchas semanas pasaron sin incidentes; después, la noche que precede a al día veintisiete del mes, tuvo una visión extraña; un ser de luz le dirigió la palabra. Y he aquí que le recitó de su propia boca: “Me ha enseñado que era el ángel Yibril, que Allah le había enviado para anunciarme que me había elegido como su mensajero. El malaika me enseñó a hacer mis abluciones y una vez que tuve el cuerpo purificado, me ordenó leer. Yo respondí: “Yo no sé leer”. Él me cogió en sus brazos y me apretó muy fuerte, y me dejó a continuación, me ordenó de nuevo leer. Yo le dije: “Yo no sé leer”. Él me apretó de nuevo más fuerte, después me ordenó leer y yo le respondí que yo no sabía leer. Me cogió en sus brazos por tercera vez y apretándome ahora mucho más fuerte que antes, me soltó y dijo:
“¡Lee en el nombre de tu Señor que te ha creado!
Que ha creado al hombre de un coágulo de sangre.
¡Lee! Pues tu Señor es el Muy Generoso,
Que ha enseñado por el cálamo,
Que ha enseñado al hombre aquello que ignora”.
Después el ángel se fue.
Muhammad Hamidullah, EL PROFETA DEL ISLAM. J. Vrin.
LA
IMITACIÓN DEL PROFETA
La imitación del Profeta (s.a.s.) implica: la fuerza hacia uno mismo; la generosidad hacia los otros; la serenidad en Allah y por Allah. También podemos decir: la serenidad por la humildad, en el sentido más profundo de esta palabra.
Esta imitación implica además: la sobriedad con respecto al mundo; la nobleza en nosotros mismos, en nuestro ser; la veracidad por Allah y en Él.
Frithjof Schuon, op.cit.
EL
MI’RÂJ, O EL VIAJE NOCTURNO
El relato del Mi’ra^j está narrado, además de por las palabras mismas del Profeta (s.a.s.), por cuarenta y cinco de sus compañeros. Nos limitaremos a lo recogido por Bujârî, nos enteramos que el Profeta (s.a.s.) se encontraba una noche en su casa –o, según otro relato, en el patio de la Kaaba- cuando Yibril vino a su lado, para abrir su pecho y lavar su corazón; enseguida él le llevó a los cielos, sobre una cabalgadura celestial (Burâq, de la misma rama filológica que barq, destello, relámpago). Sobre cada uno de los siete cielos, él le presenta a uno de los más grandes profetas: Adam, Noé, Moisés, Jesús, Abraham, etc. Asciende a continuación allí donde se oye el ruido de la pluma divina escribiendo el destino. Yibril lo condujo hasta un cierto lugar del cielo, indicándole después el camino para ir más lejos, lugar al que él mismo no tenía derecho de acercarse. Muhammad (s.a.s.) continuó su viaje y fue honrado con la audiencia divina: Allah cambió con él los saludos y le hizo el regalo de sus funciones: la facultad de la comunicación. El Profeta (s.a.s.) visitó el Árbol-Límite (sidrat al-Muntahâ), el jardín y sus gozos, el fuego y sus horrores. Sobre el camino de vuelta, se detuvo en Jerusalén, donde todos los antiguos profetas le acogieron y celebraron una oración conducida por Muhammad (s.a.s.). Después volvió a su casa, en Meca.
Muhammad Hamidullah
EL PROFETA DEL ISLAM. J. Vrin