Los moriscos en la historia

          El problema morisco, tanto la guerra de las Alpujarras como la expulsión, es uno de los temas más repetidos en la literatura y en la historiografía de los siglos XVI y XVII. Los cristianos nuevos suponen un elevado contingente de población dentro de la realidad hispana del Siglo de Oro, lo que justifica ese interés. Junto a este factor hay que recordar la coyuntura internacional por la que atraviesa el imperio español (el poderío turco se extiende peligrosamente por el Mediterráneo cristiano), la condición religiosa de los miembros de la minoría y la peculiar configuración de la sociedad en tiempos de Felipe II.

 

        La in titulación de «morisco» surge después del edicto de conversión forzosa dictado por Cisneros en 1502. Esta denominación engloba diferentes grupos de divergente situación. En primer lugar se encuentran los moriscos de la Corona de Aragón con una división entre aragoneses, que son vasallos de señor asentados en las zonas fértiles del Valle del Ebro, a los valencianos, contingente compacto y predominante en el antiguo reino del Turia. Un segundo grupo engloba a los moriscos castellanos procedentes de los antiguos mudéjares, asimilados casi totalmente en la forma de vida cristiana, y que gozan de una gran libertad de movimiento. El último grupo estaría formado por los moriscos andaluces, que continúan viviendo en sus lugares de origen después de la conquista de Granada en 1492. Población eminentemente musulmana en sus costumbres, creencias y formas de vida. Los granadinos se sublevarán por primera vez en 1500, claramente motivados por la política intransigente de Cisneros.

 

        Los moriscos toman partido claro en los conflictos interiores en los primeros años del reinado del Emperador. Los castellanos se alían con el patriarcado urbano en la guerra de las comunidades. Y en las Germanías los valencianos se situaron al lado de los señores. Para entender este comportamiento hay que recordar que los moriscos valencianos constituían la base del sistema señorial, y recibían por ello un trato diferente al de los cristianos viejos.

 

        Durante el reinado del Emperador la tolerancia es la base de la convivencia entre las dos culturas antagónicas. Aunque se dictan pragmáticas que prohíben los usos y formas de vida islámica de los moriscos, nunca fueron llevadas a la práctica.

 

        La situación internacional cambia con la llegada al trono de Felipe II. En la década del 50, los turcos y los berberiscos amenazan el Mediterráneo occidental, v se empieza a pensar en el morisco como un «quintacolumnista» que amenaza la Monarquía Hispana. En ese ambiente, más hostil hacia el morisco, se dictan pragmáticas como la de 1567 que prohíbe el uso de la ropa y la lengua árabe, y se convierte en uno de los principales desencadenantes de la Guerra de Granada (1568-1571). La convivencia entre cristianos nuevos y viejos se iba rompiendo paulatinamente, siendo de día en día más difícil. Este conflicto puede ser considerado como uno de los más crueles que ha visto la Historia de España, ya que además de ser una guerra civil, aparece impregnado de fanatismo religioso por los dos bandos. Se enfrentan dos ejércitos diferentes y con estrategias antagónicas. Los cristianos viejos utilizan el «sistema militar español» que tan buenos resultados da en la empresa europea. El morisco, que posee un perfecto conocimiento del terreno, se ve abocado a tomar la táctica de guerrillas, con emboscadas y golpes de mano iracundos. Es una lucha entre dos culturas: la cristiana, que desea imponer su sistema de vida en toda la extensión de la expresión y la hispano-musulmana que se defiende desesperadamente ante el peligro de su inminente extinción.

 

        El asesinato de Aben Humeya por sus propios correligionarios supone el triunfo del ala más radical del movimiento. Así, el sector más extremista, el de los monfíes, se pone a la cabeza de la rebelión. Joan Regla, al intentar explicar la derrota morisca en esta guerra, da una importancia prioritaria a la decisión de la deportación de los moriscos de la vega de Granada, que priva de aprovisionamiento a los montañeses, a la que hay que añadir una crisis de subsistencia en la Castilla de 1571. La derrota de la minoría se produce casi por auto fagocitosis: el movimiento se consume a sí mismo según se radicalizan sus pretensiones.

 

        Tres fueron los historiadores que nos han legado la crónica de estos sucesos. El primero fue Diego Hurtado de Mendoza, en una pequeña obra que lleva como título La Guerra de Granada, que tuvo una gran difusión en su época. Los sucesos están narrados a la manera de Tácito e Salustio, pero la crónica es muy caprichosa en los hechos que cuenta, y oscura y tendenciosa en algunos de los pasajes. Luis de Mármol Carvajal con su Historia de la Rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada (autor que ha recibido los más altos elogios por su crónica a cargo de los historiadores del proceso morisco posteriores) nos aporta gran cantidad de datos etnográficos, descollando su realismo. Y por último, las Guerras Civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita, que es un relato novelesco de la sublevación, poco fiable como fuente historiográfica.

 

        Los tres escritores demuestran sus tendencias en pro y en contra del morisco, pero en ningún momento se plantean un remedio radical (como definiría un arbitrista a la expulsión) como es la deportación de los moriscos.

 

        Una vez consumada la derrota de los sublevados se piensa en su asentamiento en Castilla para evitar futuros peligros. F. Braudel piensa que la deportación de los moriscos granadinos a Castilla no hace más que extender el problema a zonas que hasta ese momento no habían sido afectadas. La convivencia se hace más difícil, las tensiones aumentan entre las dos comunidades, como lo demuestran el mayor número de moriscos procesados por los tribunales inquisitoriales. Dentro de esta misma coyuntura se pueden incluir el bando en el que se ordena el desarme de los moriscos de Valencia en 1575 y las tensiones entre moriscos y pastores montañeses en Aragón en 1585.

 

        Este brevísimo resumen de las principales tensiones entre cristianos y moriscos se cierra con 1a expulsión de la minoría. El primer bando se pregona en Valencia el 22 de septiembre de 1609 y en los meses y años sucesivos se extiende a otras regiones peninsulares. Las causas que llevaron a nuestros dirigentes a expeler a un gran contingente de población no están dilucidadas. Reglá opina que «en la problemática general de la época, la expulsión de los moriscos fue el resultado de sustituir la política asimiladora de Felipe II por las directrices exclusivistas del Duque de Lerma, quien insufló la "presión" del barroco para zanjar la incompatibilidad entre el Estado y una minoría disidente».

 

        Todos los tratadistas que escriben sobre este tema en los siglos XVI y XVII publican sus obras con posterioridad a 1609 (lo que demuestra que la expulsión de la minoría fue una medida inesperada por los hombres de su tiempo) y su objetivo es justificar la medida tomada por el poder central. Sobre la expulsión se exponen dos tesis contrapuestas, que son resumidas esquemáticamente por Mercedes García Arenal:

- Posición panegirista mantenida por los autores españoles, católicos y tradicionalistas, admiradores de Felipe II y, en general, por la llamada «derecha». Presentan a los moriscos como un peligro constante, un cuerpo inadmisible y rebelde que causa toda serie de trastornos y atenta contra la seguridad y unidad del país. Se esfuerzan en probar que la medida fue justa, de gran utilidad pública, y que contó con el unánime apoyo popular. Cuando menos que fue inevitable.

 

- Los detractores son principalmente autores extranjeros hostiles a la casa de Austria (los franceses del siglo XVII y XVIII y los protestantes en general), los liberales y economistas dieciochescos, las «izquierdas». Critican rotundamente y absolutamente la expulsión, viendo en ella no sólo una medida cruel, inhumana e innecesaria, sino el factor principal de la decadencia de España, ya que el país quedó privado de uno de los sectores más laboriosos de su población.»

 

        La resolución de la expulsión de la minoría suscitó la atención de sus contemporáneos, como lo demuestra el gran número de obras que sobre ella se publican. Literariamente su valor es escaso e incluso nulo si lo comparamos con las obras que versan sobre la Guerra de Granada. Por la información que nos suministran se pueden dividir, tomando como punto de referencia su repercusión en la historiografía posterior v el volumen de noticias facilitadas por sus autores, en:

a) Generales, que tratan el problema morisco buscando los orígenes de la minoría y de la religión que practican. Dentro de este grupo incluimos las obras de Bleda, Aznar Cardona, Fonseca y Guadalajara y Xavier.

 

b) Específicas o monográficas, que se ocupan de analizar aspectos parciales de la expulsión, o son obras poéticas panegíricas en favor y los de la resolución tomada por Felipe III y su valido.

        Toda la historiografía de esta época se caracteriza por su carácter apologético y, por lo tanto, ninguna de estas obras se plantea crítica alguna al poder central. Consideran la medida justa, necesaria v religiosamente imprescindible. Gracias a ella poseemos un país del que, en el sentido más estricto, se han desterrado los herejes, apóstatas y traidores. Todos los autores coinciden en señalar que la toma de la plaza de Alarache es una dádiva otorgada por Dios en recompensa por el sacrificio realizado por el católico monarca. Algunas de las obras incluyen en sus páginas argumentos contrarios a la expulsión. Pero lejos de hacerlo con el fin de oponerse a la medida, o al menos de buscar alguna tolerancia, se proponen rebatirlos uno a uno.

 

        En este mismo momento surgen, sin embargo, las primeras, aunque tímidas, críticas a esta medida. Buen ejemplo, y ya es bastante en un momento en que la sola presión social -casi pasional- impide la propagación de cualquier idea contraria al espíritu generalizado, es el caso de Pedro de León citado por A. Domínguez Ortiz en Crisis y decadencia de la España de los Austrias. El jesuita va a ensalzar al morisco comparándolo con el repoblador de la Alpujarra: «Eran cada uno de lugar diferente, y cada cual tenía sus costumbres, y sobre todo eran gente medio foragida y de mal vivir, gentes que no las habían podido sufrir en sus tierras a donde avían nacido, matadores, facinerosos y de fieras e incultas costumbres..., holgazanes y de malas mañas, que no dexaban aun madurar las fructas de sus vecinos porque en agraz se las hurtavan.»

 

        En la literatura del siglo XVI es factible detectar la evolución de la mentalidad de los españoles respecto a los moriscos. No es nuestro objetivo centrarnos sobre este tema, pero no dejamos de reconocer que gracias a estos testimonios podemos conocer algunos de los caracteres y costumbres de esta minoría.

 

        La primera referencia, en un sentido cronológico, la encontramos en Alvar Gómez de Castro, humanista del primer Renacimiento español. Dedica algunos de sus poemas en castellano con el título de «Coplas de moriscos»: 

Nacer morir, sembrar coger 

es natural porfía  

mas lid, vencer, aver buena muger 

es en el alto poder

de la gran soberanía.  

 

Bien como la piedra balasa 

que en sí no tiene carcoma 

tal es la tu cara axa

cruda lança de mahoma 

que mis entrañas raxa. 

Dicen que en las puertas de Fez, esta escrito 

Quien de Fez sale, dónde irá?

Quien trigo vende, qué comprará?  

 

        Mucho más intransigente con la minoría es Francesillo de Zúñiga. El Bufón de la Corte de Carlos V dice refiriéndose a los moriscos valencianos: «En este tiempo en el reino de Valencia, cuando las alteraciones de España, fueron convertidos a la fe católica muchos moros del dicho reino; y donde pocos días, como sea gente tan vana y liviana y sin fundamento, muchos se levantaron y se fueron con sus mujeres a la sierra; y se hicieron fuertes. Y cada día iba creciendo el número de ellos... Y como los que son rebeldes y duros de corazón permite Nuestro Señor que se pierdan, así ellos no lo quisieran hacer.»  Este sentimiento revanchista entroncaría más con la intolerancia de la segunda mitad del siglo que con la conciencia laxa del Emperador y sus colaboradores.

 

        La Guerra de Granada hace que nuestros escritores tomen posturas más radicales hacia la minoría:

Verás el impío vando

en la fragosa, inaccesible cumbre, 

que sube amenazando

a la celeste lumbre

confiando en su osada muchedumbre 

allí, de miedo ajeno

corre mal suelta cabra, i s'abalança 

con el fogoso trueno

de su cubierta estança

i sigue de sus oídos la vengança. 

Mas luego qu'aparece

el joven d'Austria en la enriscada sierra,

el temor entorpece 

a la enemiga tierra,

i con ella acabó toda la guerra. (Fernando de Herrera)

 

        En la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII, ninguno de nuestros literatos rompe lanza alguna a favor de los moriscos. Fray Luis de León se lamenta del bautismo forzoso de la minoría al considerarlo un error:

Do mete a sangre v fuego

mil pueblos el morisco descreído 

a quien va perdón ciego 

hubimos concedido;

a quien en santo baño

teñimos por nuestro mayor daño.

 

        Pero los más iracundos detractores los encontramos en las figuras de Lope de Vega y Quevedo. En un gran número de sus obras Lope pone en boca de sus personajes críticas contra los moriscos. Como prueba de lo aquí expuesto valgan estos pequeños versos en los que alaba a Felipe III por decretar la expulsión de la minoría:

Y es tan aseado y limpio.

Que de una vez limpió a España 

lo que desde el postrer Godo 

Ningún rey pudo por armas; 

Echó, finalmente, a cuantos

Por voto bebieron agua; 

Que en vino, tocino y bulas 

No gastaron una blanca.  

 

        Quevedo nos muestra su odio hacia los cristianos nuevos en un gran número de sus composiciones, tanto en prosa como en verso:

«... Así mismo, que los Mendoza, Enríquez, Guzmanes y otros apellidos semejantes que las putas y moriscos tienen usurpados, se entienden que son suyos, como la Marquesilla en las perras, Cordobilla en los caballos y César en los extranjeros...» En la Vida del Buscón don Pablos no pierde la oportunidad de menospreciar a la minoría: «Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tarde de antes del anochecer una hora y llegamos a media noche a la siempre maldita venta de Viveros. El Ventero que era morisco y ladrón (que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel día)...»

 

        El género de la novela picaresca está lleno de referencias a los moriscos e incluso los protagonistas de algunas de ellas son descendientes directos de cristianos nuevos, como es el caso de La hija de la Celestina, de Salas Barbadillo. Vicente Espinel en la Vida del Escudero Marcos de Obregón, entre las pausas 8ª a la 14ª, hace aparecer un gran número de moriscos que van a ser maltratados por el autor.

 

        La literatura popular se encuentra en las mismas coordenadas que la culta. De esta opinión es María de la Cruz García de Enterría: «En nuestra poesía de cordel sólo encontramos la opinión adversa a los moriscos y las alabanzas al monarca que ordenó su expulsión. Porque lo reflejado en los pliegos sueltos no es más que el odio de los españoles hacia los moriscos.» 

 

        La expulsión fue alabada hasta por los cronistas portugueses, que tan alejados estaban de este problema:

«I porque desta necessaria i próspera expulsión redundaron también grandes aprovechamientos a las rentas de su Magestad en esta su aduana, en agradecimiento dedicó ella este espectáculo con la impresión presente, que estava debaxo del emisferio celeste».

 

        Algunos de nuestros arbitristas más afamados son de la misma opinión que los historiadores y literatos. Sancho de Moncada se congratula de la decisión real por «... que como enemigos de España, eran causa de muchas muertes (como dijo V. M. en el Real Bando de expulsión) y así hacerla antes fue aumentar la nación española».

 

        Pero van a ser los propios arbitristas los que unos años más tarde critiquen la expulsión. Un buen ejemplo lo encontramos en Fernando de Navarrete en su Conservación de Monarquías que afirma que: «... tengo por cierto que si a los principios se hubiera tomado algún modo de no tener señalados con nota de infamia a los moriscos, hubieran procurado todos reducirse a la religión católica; que si la tomaron odio y horror, fue por verse en ella abatidos v despreciados y sin esperanza de poder con el tiempo borrar la nota de su bajo nacimiento.»

 

        Cervantes introduce personajes y referencias a los moriscos en varias de sus obras. Su opinión sobre la minoría va a ir cambiando según vayan pasando los años. Se aprecia una dura crítica en Los Baños de Argel y el Coloquio de los Perros:

 

BERGANZA. ¡Oh cuántas y cuales cosas te pudiera decir de esta morisca canalla... todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirlo trabajan y no comen... de modo que ganado siempre, y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España: ellos son su hucha, su polilla, sus picarazas y sus comadrejas: todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan.

 

        En el Quijote se produce un replanteamiento del tema. Que aparezca en esta obra el morisco Ricote no es un hecho gratuito. Cervantes pretende con él representar a toda la minoría. Les sigue criticando por su avaricia (el regreso del morisco es debido a que quiere desenterrar un cofre repleto de monedas), pero su forma de verlos es opuesta a sus primeras obras. Oliver piensa que «Cervantes despierta el sentimiento de piedad hacia Ricote como símbolo de todos los moriscos. La unión entre Gregorio y Ana Félix constituye una prueba de que Cervantes pretende la unión de las dos razas... El perdón del visorrey es el perdón a todos los moriscos españoles. Ricote está visto a través de un cristal piadoso y humanístico, y representa el todo por la parte».

 

        Calderón de la Barca se va a diferenciar en este tema, como en otros muchos, de sus correligionarios. Publica una comedia en la que la mayoría de los personajes son moriscos y cuya acción se desarrolla en plena Guerra de Granada. Amar después de la Muerte es la más clara demostración de que simpatiza con la minoría, pudiéndosele considerar como el gran amigo de los rebeldes.

 

        Con el reinado de Felipe IV la mentalidad de historiadores, literatos y clases populares cambia radicalmente en cuanto a la consideración del problema morisco. La resolución de 1609 empieza a pesar como una gran losa sobre la conciencia de los españoles e incluso se considera injusta e innecesaria la deportación de cerca de 400.000 habitantes de la península.

 

        Con el último Austria español y la llegada de los Borbones a la Monarquía Española el problema morisco cae en el más absoluto olvido. Sólo el trabajo del inglés Michael Geddes rompe este oscuro panorama en 1702. Pero esta obra no es conocida, ni mencionada por nuestros escritores decimonónicos. Los ilustrados españoles olvidan la suerte de la minoría cristiana nueva. Este silencio será roto tan sólo por los románticos después del primer tercio del siglo XIX.  

 

        Podemos considerar que alrededor de la década de los años cincuenta del siglo pasado es cuando se vuelve a estudiar el tema morisco. Ricardo García Cárcel afirma de la historiografía de este periodo que "Desde la misma fecha de la expulsión de los moriscos (1609) hasta 1901, año de publicación de la obra de Boronat, que constituye la muestra más expresiva de la beligerancia (agresiva) contra los moriscos, la historiografía española abunda en el empeño apologético de la expulsión, considerándola como la lógica consecuencia del providencialismo de la España 'Luz de Trento' o martillo de herejes". Lo expuesto aquí por el historiador valenciano creo que no responde a la realidad de la historiografía del siglo XIX.

 

        Las obras de Boronat y Lea se incluirán en este capítulo (aunque la techa de publicación de estos libros se produciría en los primeros años del siglo XX) por ser la culminación de todos los estudios aparecidos en el ochocientos.

 

        Desde Florencio laner a Pascual Boronat se piensa que la expulsión de los moriscos supone la culminación de la unidad política v religiosa de España, pero los diferentes estudiosos discrepan en el procedimiento, oportunidad y consecuencias económicas. No se puede meter en un mismo saco toda la producción historiográfica del XIX. Si bien es cierto que hay escritores eminentemente apologéticos, hay otros que se cuestionan total o parcialmente la política llevada a cabo por los Austrias con los cristianos nuevos. De los más iracundos detractores, como Boronat, a los críticos de la política de asimilación llevada a cabo por los Reyes Católicos y los primeros Austrias, existen opiniones entre los historiadores decimonónicos. En la mía no son equiparables las obras de Danvila, Boronat, Vlenéndez v Pelavo Cánovas del Castillo, con las de Modesto Lafuente, Florencio Janer o Sangrador y Vitores. Nuestro enfoque sobre el tema se encuentra más cercano al de Eugenio Císcar Pallarés, que al de García Cárcel, «para unos está plenamente justificada la expulsión y supuso un bien extraordinario para el país, sobre todo en la vida religiosa y espiritual (Danvila y Collado, Cánovas del Castillo, Menéndez y Pelayo). Los más en una perspectiva liberal y tolerante, lamentan el hecho, cuya responsabilidad atribuyen a la intolerancia de un clero poco ilustrado, la debilidad de Felipe III y el interés de un ministro venal (Muñoz y Gavira), y consideran que fue una medida desastrosa para la evolución posterior del país, aunque pudiese reportar algún bien espiritual.

 

        En todas las obras del siglo XIX se plantea el problema morisco como un enfrentamiento racial. La raza mora e la raza cristiana combaten en el suelo peninsular desde 711 y terminándose el enfrentamiento en 1609.

 

        La Reconquista, por tanto, no dura ocho siglos, sino nueve. Esta visión contrasta con la forma en que se analiza en la actualidad el tema. Reglá demostró que es un problema cultural, las diferencias raciales no existen; si no, sería incomprensible entender la pragmática para que se quedasen los cristianos viejos con los párvulos de los moriscos.

 

        Otro tópico que se repite es el de la consecución de la unidad nacional con la diáspora de la minoría. Los escritores liberales defenderán sistemáticamente a la minoría y atacan a la administración imperial. Por el contrario, los historiadores conservadores defienden la religión como elemento constitutivo de la nación española.

 

        Como ocurre con toda periodización, somos conscientes de la parcialidad que las tajantes divisiones producen. Resulta mus difícil diferenciar a los historiadores conservadores y liberales, al no existir una frontera clara entre las dos tendencias. Una situación similar nos encontramos con la influencia del positivismo en estos historiadores. Es clara la repercusión de esta corriente en Menéndez y Pelayo, pero los demás escritores tampoco estarían exentos de la misma.

 

        Lo que sí nos encontramos capacitados de establecer es una agrupación de las obras en tres apartados:

a) Historiadores que sólo se dedican a enjuiciar las resoluciones de los monarcas de la casa de Austria. Estas obras, de eminente carácter polémico, se basan en las descritas en el capítulo anterior, sin ninguna o mínima documentación original (por ejemplo, Albert de Circout).

 

b) Los estudios basados en una fuerte base textual inédita. Dentro de este grupo se situarían las obras de Lea (documentación inquisitorial), Danvila (actas de los Consejos, cartas y cuadernos de Cortes), Boronat (documentos procedentes de los archivos valencianos), Janer (acopiando manuscritos procedentes del Archivo de la Corona de Aragón y del Archivo General de Simancas).

 

c) Obras de historiadores que nos legan relatos literarios basados en hechos históricos reales. Estos escritores estarían influidos o pertenecen directamente a la corriente romántica, que se extiende con gran fuerza en la primera mitad del siglo XIX. El modelo más destacado de este tercer grupo sería el catedrático de Geografía e Historia en un Instituto valenciano y cronista oficial de la ciudad del Turia, Vicente Boixe.

 

        Aparte de esta división genérica, hay que distinguir dentro de ella la corriente ideológica de cada uno de los autores. Los conservadores, defensores a ultranza de 1a unidad religiosa, son incapaces de criticar la expulsión y no encuentran ningún punto que ensombrezca esta medida. Y los liberales, que son más tolerantes con los moriscos y más críticos con el poder. Dentro de la primera corriente situaríamos a Cánovas del Castillo, Danvila, Boronat y Menéndez y Pelayo. Y entre los liberales se situarían Muñoz y Gavira, Janer, Amador de los Ríos, Modesto Lafuente y Lea entre otros.

 

        El caso del Vizconde francés Albert de Circout habría que excluirlo de esta última clasificación por sus objetivos. Este personaje se encuentra más cercano a la visión liberal que a la conservadora, pero tampoco podría ser inscrito en la primera tendencia. La documentación que nos ofrece es exigua y su último fin es la difamación de un poder y de una nación que, aún en el siglo XIX se puede considerar bárbara y brutal. Recorre con gusto todos los errores de la política española. Ve en la expulsión efectos económicos funestos, pero no coincide en afirmar el buen resultado político y religioso.

 

        La búsqueda de las causas que impelen a los historiadores decimonónicos al estudio de este tema es compleja, pues son variadas. No creemos que sean las mismas para todos ellos y más bien habría que agruparlos por generaciones, motivaciones políticas, corrientes ideológicas procedentes de Europa o por simple reacción a los acontecimientos que vive España de 1850 a 1901.

 

        En primer lugar, no se puede negar que el interés sobre el tema viene motivado por el romanticismo que, aunque con menos fuerza que en otras zonas de Europa, también deja sentir su peso en España. Por otro lado, los estudios sobre la época imperial que llevan a cabo los historiadores del XIX les hacen encontrarse de golpe con este problema. El liberalismo en defensa de la minoría y los conservadores, como sería el caso de Cánovas, en busca del elemento constitutivo de la nacionalidad española.

 

        Un punto hay que resaltar para comprender la razón de esta historiografía: el hecho de que son ]os políticos-historiadores, tan abundantes en el siglo pasado, los que se preocupan del tema en un primer momento. De aquí viene la intencionalidad de los propios escritos. No solo estudian un hecho histórico, sino que defienden unos puntos ideológicos concretos a través del estudio de la minoría.

 

        Por último, este súbito interés por el tema vendría originado por las guerras que se están produciendo en el protectorado de Marruecos. La escuela arabista del siglo XIX, que tendría su mejor exponente en Pascual Gayangos, tampoco se puede sustraer a este influjo.

 

        Los españoles del siglo XIX, después de varios siglos, se vuelven a encontrar con los musulmanes frente a frente. Si los historiadores del problema morisco de los siglos XVI y XVII ya tenían una dimensión africana, al escribir algunos de ellos historias generales del Norte de África o relatos africanos, esta característica se vuelve a encontrar en la segunda mitad del ochocientos.

 

        La cuestión africana va a crear un enemigo común, que nos va hacer recordar tiempos pasados, con los problemas que crea la convivencia de dos culturas esencialmente diferentes. Valga como ejemplo que la obra de Sangrador y Vitores esté dedicada a O'donnel, corno conquistador de la ciudad de Tetuan, diciéndose de esta ciudad que fue fundada por los moriscos.

 

        No solo existe un deprecio a una cultura, sino también a un continente, como se prueba en esta cita del prologo de la cita de Boronart escrito por Manuel Danvila: "¿Qué trajeron de África los invasores del siglo VIII? ¿Qué han hecho prosperar en África cuando regresaron de aquí. Nada ciertamente". Cabría preguntarse si se puede hallar en este texto el desprecio a lo que se van a encontrar los españoles en el Norte de África. También resulta significativo que se emplee la denominación de raza para definir al morisco, cuando se está conviviendo con los musulmanes en el Magreb.

 

        En la obra de Boronat se podría aducir un factor más para entender su visión antimorisca. En los años en que realiza su trabajo se está produciendo la pérdida de las colonias americanas, con perjuicios económicos y poblacionales. Por las numerosas menciones que hace al tema a lo largo de la obra, la pérdida de las colonias sitúa a España ante un futuro incierto, ante una nueva época de decadencia, por esto se recurriría al siglo XVII y concretamente a la expulsión de los moriscos como un fenómeno, en cierta manera, similar. Se vuelve la mirada hacia las cuestiones interiores, y es el problema morisco un ejemplo significativo de una década difícil de 1a historia de España. La condición de eclesiástico de Boronat también influiría directamente en esta obsesión anti-morisca.

 

        Estos dos factores van a crear una conciencia de unidad interior, de una nación española sólida y fortalecida con la religión. Esta tesis se encuentra, sin excepción, en todas las obras de la historiografía del siglo XIX.

 

        La polémica se entabla más en las consecuencias económicas y el trato que recibe el morisco, que en sus consecuencias político-religiosas, en donde la opinión es unánime.

 

        Después de 1901, año de la publicación de las obras de Boronat y Lea, el problema morisco sufre decenios de olvido. Sólo los trabajos de los arabistas, como Pedro Longás, se interesan por el problema, pero exclusivamente desde un punto de vista religioso. A la pregunta de por qué no aparece una obra de conjunto sólo podemos responder que los historiadores piensan que el tema está suficientemente estudiado y que nada nuevo podían añadir. Por otro lado, durante los años que siguieron a la guerra civil de 1936 se mitifica el imperio español de los Austrias, pero analizado como un periodo áureo, que no se podía ensombrecer con la permanencia de un grupo que es disidente política y religiosamente. Si algún estudio existe, su único fin es el recordarnos la condición de vencido del musulmán español.

 

        Dos pueden ser las causas por las cuales la década de los años 50 suponga el cambio de este panorama: el interés por las minorías y marginados, que comenzaría por el tema de los judeoconversos, y en segundo lugar, la polémica entre Sánchez Albornoz y Américo Castro sobre la realidad histórica de España.

 

        La afirmación de que grandes figuras de las letras hispanas fueran conversos (Luis Vives puede ser un ejemplo significativo) causó una revolución en el mundo histórico de la época. La minoría no produjo ningún sobresalto a los profesores de la Historia de España, pero se benefició de la fiebre de buscar el origen converso en cualquier personalidad relevante de nuestro pasado. La carencia de éstas dentro del grupo morisco es innegable, pero se pensó en ellos como una posibilidad de establecer una Sociología de Masas. Aquí se entroncaría la escuela de los Annales, a la que nos referiremos más tarde.

 

        Américo Castro, en España en su historia, se cuestiona la visión oficial de nuestro pasado y no parece exagerado afirmar, como García Cárcel, que esta obra es: «... el acta de resurrección de los otros españoles». Resulta fácil la crítica, con nuestra visión del problema, a las ideas de este autor, pero no es éste nuestro propósito, sino rendirle tributo al atraer la furibunda crítica de Claudio Sánchez Albornoz. El problema morisco se airea con las réplicas y contrarréplicas que uno y otro autor se hacen.

        La historiografía de carácter polémico (como la del siglo XIX) da paso a una visión científica del problema. Tres van a ser las vías que se abran: la escuela de los Annales, Joan Regla y Caro Baroja. Son tres soluciones coetáneas y que se complementan unas a otras.

 

        F. Braudel, H. Lapeyme y T. Halperin-Donghi se plantean el problema como un conflicto de civilizaciones en un marco geográfico, político, temporal y cultural determinado. Lapeyme emprende el estudio de la cuantificación de la minoría y Halperin-Donghi establece una sociología del grupo morisco valenciano. La expulsión empieza a ser duramente criticada, así como la realización de la política asimiladora de Felipe II y Carlos V. Se destierra el providencialismo de los siglos XVI y XVII y la crítica sistemática a un poder estatal tiránico (como lo hacía la historiografía liberal decimonónica). En palabras de Joan Regla «... consuela pensar que el desplazamiento del historiador-juez por el historiador que aspira a comprender, ha de contribuir decisivamente a crear una atmósfera de comprensión entre los seres humanos».  

 

        Joan Reglá, influenciado por la escuela de los Annales, emprende el estudio de la minoría. Ni su método, ni las conclusiones a las que llega se diferencian mucho de los historiadores anteriores, pero situarle en esta avanzadilla de los estudiosos del problema morisco nos parece una cuestión de justicia. Crea una escuela dedicada a conocer a los cristianos nuevos de Valencia. Reglá, a instancias de su maestro Vicens Vives, promueve:  

    - La necesidad de regionalizar la historia de esta minoría.  

    - El análisis del problema morisco como el de un grupo social, que a la vez es una clase trabajadora con características propias.  

 

       Garrad en 1945 se empieza a interesar por la sublevación de las Alpujarras en 1568. Gracias a este artículo el cristiano nuevo del antiguo reino nazarí empieza a ser recordado (la historiografía del XVI y 1a del XIX se había preocupado, casi exclusivamente, de los valencianos). Pero será Julio Caro Baroja el que explique, por primera vez, las características de este grupo. En su ensayo de historia social establece unas consideraciones sobre el problema de los linajes y la situación de la Granada de los años 60 del siglo XVI casi insuperables.  

 

        Junto a estas tres vías maestras hay que recordar a la corriente arabista, que nunca se despreocupó del análisis de la minoría.  

 

        El estudio del problema morisco y sus consecuencias atraviesa su edad de oro en las dos últimas décadas del siglo XX. Se empieza a plantear como el enfrentamiento de dos culturas diferenciadas. Las dificultades de la vida cotidiana en el siglo XVI son debidas a la existencia de dos concepciones religiosas diferentes y no por el antagonismo de dos etnias.  

 

        Los contingentes moriscos emigrados al Norte de África comenzaron a ser estudiados por Mikel Epalza. A raíz de sus publicaciones, tanto historiadores españoles como árabes intentan establecer el número exacto de los deportados y las influencias técnicas y culturales que estos exiliados aportan a su nuevo hábitat.  

 

        De las grandes obras monumentales, que estudian el problema morisco en su dimensión política, se ha pasado a la monografía especializada que se fija en aspectos concretos de la polémica. Sus formas de comportamiento religioso, su trato por la Inquisición, la forma de vestir, las prácticas médicas, sus ceremonias v sus aficiones literarias son rescatadas de los papeles de los archivos. La obra de A. Domínguez Ortiz y B. Vincent, publicada en 1978, tiene el gran mérito de sintetizar gran parte de las publicaciones aparecidas, aparte de la introducción de documentación inédita.

 

        A la historiografía nacional-católica, preocupada por mitificar el pasado imperial español, le incomodaban los moriscos, eran un elemento discordante en un bloque supuestamente monolítico. Ante tal complicación respondieron con el olvido y su utilización para demostrar sus idearios. El morisco sobrepasa con mucho la mera calificación de «quinta­columnista» del Islam, para integrarse en una parte esencial de la nacionalidad española del siglo XVI. Todos los historiadores que estudian el tema a partir de los años 50 toman partido favorable al morisco, no para volver a establecer una historiografía polémica, sino para hacer justicia a un grupo tan maltratado por nuestros antepasados.  

 

        Sobre la suerte de la minoría jugaron más factores que su propio comportamiento. La Contrarreforma, la intransigencia, la economía, la avaricia o la coyuntura internacional dictaron su suerte. La expulsión de una buena parte de la "nación española" del XVI y XVII continúa estando poco clara, o simplemente continuamos considerando insuficientes las razones aludidas. Necesitamos seguir estudiando a la minoría para entender al español y a la nacionalidad hispánica de la época imperial. Sólo así llegaremos a comprender las decisiones de la Monarquía Española: «Esto sólo nos indicaría va, si fuera necesario, que la querella no está únicamente entablada en el plano de la religión, sino que también es cultural. Como si la lucha, una vez superados los primeros obstáculos, alcanzara ya las segundas líneas y diera al vencedor una falsa seguridad de sí mismo.” Quizás nos seguimos considerando culpables de la resolución tomada por Felipe III en 1609.  

 

         La primera mitad del siglo xx se olvida de la existencia de los moriscos. Este hecho se puede explicar por varias razones. Es lógico pensar que los historiadores de este periodo creyeran que, después del trabajo de P. Boronat, poco más se podía decir sobre los moriscos. Por otro lado, los historiadores del régimen que emana de la guerra civil ensalzan la época imperial, áurea y cesárea, y el morisco les resulta una realidad incómoda de aceptar. Si algún estudio aparece, tiene como fin ensalzar el invicto carácter de los españoles (cristianos viejos). Tendremos que esperar a 1948, año en que aparece la obra de Américo Castro España en su historia, que es el antecedente inmediato de La realidad histórica de España que se publica en 1954, para que el morisco vuelva a interesar a los pensadores españoles. Dos años después ve la luz la obra de Claudio Sánchez Albornoz, La Realidad histórica de España I°. La polémica entre los dos historiadores se entabla por el «ser español» y el «problema de España». Dos visiones antagónicas, de nuestro pasado v de las consecuencias que de él derivan, se enfrentan incruentamente.  

 

        Las fuentes documentales y los autores consultados por los dos estudiosos son las mismas (Lapeyre, Chaunu, Braudel, Fonseca, Guadalajara, Hurtado de Mendoza, Mármol...), pero sus conclusiones son tangencialmente distintas.  

 

        Para Américo Castro «Sobrevivió aquella desventurada raza al espíritu que había hecho posible la convivencia de cristianos, moros y judíos: desaparecido el modelo prestigioso de la tolerancia islámica, cristianos, moros no convergían en ningún vértice ideal, pues, según dije antes, hubo intentos de hacer converger las tres castas de creyentes en un mismo Dios misericordioso, lo mismo que en un mismo vértice político».            

 

        Los textos plúmbeos del Sacromonte granadino eran para Menéndez y Pelayo burdas falsificaciones. Almérico Castro, por el contrario, los ve como «... el intento de aquel ingenuo fraude teológico era proponer un Dios aceptable para las tres creencias monoteístas... La cuestión, en último término, presenta, por lo menos, tres aspectos: uno, un fondo último de voluntad de coexistencia (consciente-subconsciente) de ciertos musulmanes y de algunos cristianos españoles... Otro aspecto: la confiada receptibilidad para cuanto se suponía venido del más allá sobrenatural, fundado sobre más segura y eficaz realidad que lo sabido acerca del mundo tejas abajo. Y, en fin, hay que tener presente un último motivo, de tipo social: la situación en la que se hallaba la Colegiata del Sacromonte de Granada después de declarar la Santa Sede que las famosas láminas de plomo, escritas en árabe, eran una ridícula farsa. No habían sido condenadas, en cambio, las láminas escritas en un latín bárbaro en las cuales se decía que, en aquel lugar, había padecido martirio varios discípulos del apóstol Santiago, entre ellos San Cecilio...».  

 

        Para Américo Castro «la expulsión de los moriscos fue provocada por algo más que intolerancia, competencia económica y torpeza gubernamental: hay más bien que tener presente la estructura de la vida española y su manera de funcionar, singularísima y sin análogo en cuanto a los valores creados o destruidos por ella». E1 único crimen imputado por Castro a los moriscos era que querían recuperar el poder perdido en 1492. La «casta» cristiana más preocupada en la gloria y en el imperio, que en una realidad económica y social paralizada. El poder económico peninsular desciende porque «... si el morisco hubiese trabajado para el cristiano como el indio de México y del Perú, otra hubiera sido la vida española. Pero la tradición, la conciencia del prestigio islámico, permitieron al morisco, no obstante su decadencia, labrarse una vida propia y en cierto modo independiente en cuanto a la economía y a la práctica más o menos clara de su religión». Los intentos de asimilación, que fracasan por la mala calidad del clero, pretendían que el morisco dejara de ser moro, y que a la vez «funcionara dentro de la vida española como cuando era mudéjar».  

 

        Para Américo Castro el gran responsable de la expulsión fue el Duque de Lerma. Los moros fueron expelidos de España, aunque eran tan pañoles como los que se quedaron. El Estado prescindió de la clase más trabajadora y ahorrativa por el simple «honor nacional», fundado en la unidad religiosa y el señorío del poder regio. Castro ve al morisco como un productor de riqueza y al cristiano viejo como el señor «... consciente de su superioridad personal. El problema morisco en el siglo XVI se convirtió en la lucha de voluntades para la preeminencia de uno de los dos litigantes. El único resultado fue la anulación de uno de los grupos. Esta solución fue la ruina de Aragón». Piensa que la España cristiana tuvo su época de esplendor mientras incorporaba e injertaba en su vida aquello que le forzaba a hacer su enlace con la muslamía y con la judería.  

 

        Para Américo Castro los moriscos constituyeron una porción de España, una prolongación de su pueblo. Esto cambia cuando se empieza a sentir que: «Pactos y arreglos con infieles eran cosa de la Edad Media; los moriscos, en último término, resultaban un anacronismo, aunque, por otra parte, el esquema de la vida nacional tuviese que seguir siendo el mismo de la Edad Media: el moro trabajaba y producía, y el cristiano señoreaba en un éxtasis de magnificencia personal. Unas figuras hidalgas y místicas de El Greco no podían ya entenderse con una chusma de labriegos y artesanos que, a su hora, alardeaban de grandeza v conspiraban contra la seguridad del Estado».

 

        Pasemos a reflejar el pensamiento de Claudio Sánchez Albornoz sobre los moriscos. En el análisis de estos dos autores nos abstendremos completamente de emitir juicios de valor. Sus obras son muy tempranas en el tiempo, pero tienen el gran mérito de airear el problema morisco. 

 

        El enfrentamiento entre Castro y Albornoz sobre la realidad histórica de España ha quedado, en gran medida, escondido por el tiempo. Pero no por eso debemos olvidar que el estudio de la minoría morisca, en los últimos años, atrajera a muchos historiadores por el eco de esta polémica.