El mundo cultural de al-Andalus

 

    Aquellos jinetes musulmanes, en su mayoría beréberes, que durante el siglo VIII se instalaron a lo largo y ancho de la Península eran tan incultos como los campesinos hispanos con los que empezaron a convivir. Ni la pobre cultura visigoda, apenas un fantasma del pasado clásico, ni el primitivo mundo tribal de los recién llegados, ofrecían interés intelectual. El testimonio del primer historiador de la filosofía y de la ciencia en el al-Andalus musulmán, Sá id al-andalusi, cadí de Toledo, así lo confirma: «Estaba al-Andalus antes de esto, en los tiempos antiguos, carente de ciencia; no se dio a conocer entre su gente nadie que se preocupase por eso.(...) Y continuó así, privada de sabiduría, hasta que la conquistaron los musulmanes».

 

    Pero lo sorprendente es que apenas dos siglos después comienza a aparecer en al-Andalus una increíble constelación de sabios: científicos (como el matemático Maslama de Madrid y el famoso astrónomo Azarquiel), médicos (Yahya ibn Isháq, autor del primer recetario médico andalusí, el gran farmacólogo toledano Ibn Wáfid, el judío cordobés Ibn Hasday ibn Saprit, Abulcasis y Avenzoar, célebres incluso en el mundo latino), poetas (Ibn Suhayd, neoclásico, Ibn Zaydún, de inspirados versos amorosos, y el melancólico rey de Sevilla al-Mu'tamid), historiadores de la talla de Ahmad al-Rázi e Ibn Hayyán, el más importante de toda la Edad Media, filólogos (al-Zubaydi y el murciano Ibn Sida), filósofos como Ibn Masarra, el judío malagueño Ibn Gabirol y al-Kirmáni, etc. Ningún país europeo podía rivalizar ya con el al-Andalus musulmán.

 

    Paradigma de esa pléyade ilustrada, a la que seguirían otras brillantes generaciones, es el genial cordobés Ibn Hazm, cuya producción intelectual lo deja a uno anonadado. «Por conducto de varios ulemas de al-Andalus ha llegado a mí noticia que la suma total de las obras que compuso sobre derecho, tradiciones, fundamentos jurídicos, historia de sectas y religiones y otras materias históricas, genealogía, libros de literatura y obras de polémica contra sus adversarios, alcanzaba cerca de 400 tomos, con un contenido aproximado de 80.000 folios. Y esta es cosa que no sabemos de ningún otro autor de los que han existido, antes de Ibn Hazm, en todos los siglos del Islam, si no es del Tabarí, el autor más fecundo de todos los musulmanes» (al-Marrákusi, Historia de los almohades, 33, cit. por Miguel Asín Palacios, Abenházam de Córdoba, tomo I, p. 245).

 

    Precisamente para rebatir el menosprecio de un escritor de Qayrawán respecto a la valía de los literatos de al-Andalus, Ibn Hazm (994-1063) redactó la Risála fadl al-Andalus (Epístola sobre la excelencia de al-Andalus), que constituye para nosotros una fuente de primer orden por su rica información. Don Emilio García Gómez, con su habitual finura, llamó hace años la atención sobre esta risála: «es tal vez la primera, aunque breve, historia literaria de al-Andalus y el primer intento reivindicador de las glorias andalusíes». Resulta curioso que una frecuente dificultad del trabajo intelectual en nuestra época, a saber, la abundantísima producción bibliográfica imposible de dominar, aparezca señalada en pleno siglo XI andalusí por el gran erudito cordobés: «en nuestra opinión, las obras que han sido compuestas por nuestros compatriotas son demasiado numerosas para que podamos conocerlas todas» (Risála, edición de Ch. Pellat, 31, el subrayado es mío). Como conclusión a su documentada relación de autores y obras, estructurada por materias, Ibn Hazm afirma la superioridad cultural de al-Andalus con relación a Persia, Yemen, Siria y otros países, a pesar de su lejanía de la fuente de la ciencia y morada de los sabios, Iraq (Risála, 34).

 

          Partamos del juicio general con que el más prestigioso historiador de al-Andalus en nuestro siglo cierra su ensayo sobre el tema. «Siglos antes de que el Renacimiento hiciese brotar de nuevo las fuentes semi exhaustas de la cultura clásica, fluía en Córdoba y corría hacia el resto de Europa el río caudal de la más rica civilización que conociera el Occidente durante la Edad Media, de la civilización que supo conservar las esencias de la vida pretérita del viejo mundo y transmitirlas transformadas al nuevo mundo.» Podríamos caracterizar, pues, la civilización de al-Andalus como un Renacimiento precoz en suelo europeo.

 

        En el caso de al-Andalus estamos en presencia de un verdadero florecimiento renacentista, pero de matriz religiosa y popular como la Reforma luterana. El impulso inicial procede del mensaje religioso del Profeta, que cobra fuerza histórica a través de las masas populares de Oriente Medio. Su instrumento cultural por excelencia es la lengua árabe que, gracias a Muhammad (s.a.s.), se convierte de lengua popular en lengua del Islam y que, gracias a los sabios musulmanes que le sucedieron, conserva en sí la doble virtualidad de lengua viva y de lengua culta o científica. En contra de esa caricatura burda del Islam con que a veces nos tropezamos, el Profeta (s.a.s.) no sólo no alentó en la práctica la fe del carbonero, sino que inculcó en el pueblo musulmán el amor al saber. Resulta muy significativo que él pusiera como rescate de los rehenes de la batalla de Badr enseñar a diez musulmanes a leer y escribir. Más influyentes todavía han sido estos dichos de Muhammad (s.a.s.) recogidos entre nosotros por Ribera: «aprender un solo capítulo de ciencia es cosa más excelente que prosternarse cien veces en el salat»; «asistir a la clase de un maestro es más meritorio que un salat con mil prosternaciones, visitar mil enfermos y acompañar mil entierros».

 

    Resulta escandalosa desde una óptica moderna la ignorancia impuesta sobre las masas populares en la Edad Media cristiana. La escisión entre intelectuales y pueblo-nación aparece tan profunda que este ni siquiera podía entender lo que escribían los cultos, clérigos en su gran mayoría. Como anotó Gramsci, «en Italia, desde el 600 d.C., cuando se puede presumir que el pueblo no comprendía ya el latín de los doctos, hasta el año 1250, cuando comienza el florecimiento del vulgar, es decir, durante más de 600 años, el pueblo no comprendía los libros y no podía participar en el mundo de la cultura» (Quaderni del carcere, cua­derno 3, parágrafo 76). Por el contrario, en la al-Andalus musulmana, como veremos más adelante, los libros gozaban de una amplia difusión y la enseñanza elemental estaba generalizada. «En Andalucía casi todo el mundo sabía leer y escribir, mientras que en la Europa cristiana, a menos que pertenecieran al clero, no sabían».

 

    A diferencia de los humanistas italianos, los sabios de al­Andalus constituían la cresta de la ola de una marea de fondo que les daba vigor intelectual y fuerza social. Aquellos se distinguieron como grandes escritores; éstos brillaron especialmente como grandes científicos (médicos, matemáticos, astrónomos, botánicos, etc.). Mientras en Italia los nuevos intelectuales se reunían en palacios y elitistas academias, en Córdoba, varios siglos antes, era su gran mezquita aljama abierta a todos la que acogía entre su bosque de columnas a maestros de las más variadas especialidades y a centenares de estudiantes ávidos de saber. Si, según gustaba de decir Gramsci, «un desierto con un grupo de altas palmeras es siempre un desierto, la Córdoba califal y más tarde las capitales de los reinos de taifas no tenían nada de desierto cultural: se asemejaban más bien a los frondosos jardines del Sur que ellas mismas habían creado». (La Risála de Ibn Hazm, por ejemplo, ofrece un buen catálogo de la «variedad de flora» existente en el siglo XI.) Aristocrática y popular, occidental y árabe, griega por el clasicismo en que se inspiró e islámica por la fe que la animaba, la cultura de al-Andalus es un fenómeno histórico excepcional. Aquella cultura integral, síntesis de Renacimiento italiano y Reforma protestante, con que soñaba Gramsci, podría tener uno de sus lejanos y siempre imperfectos precedentes en la dorada civilización andalusí.

 

        Sobre el origen de la cultura en al-Andalus caben ya pocas dudas: fueron las influencias orientales el factor decisivo en este proceso. Los comienzos debieron ser lentos y, sus objetivos, modestos. La referencia de Sá'id al-andalusi a este período, ayuda a recomponerlo a pesar de su laconismo: «[Al-Andalus] aún permaneció de esta misma forma [privada de sabiduría], sin que su gente se preocupase más que del Islam y la lengua, hasta que se consolidó en la misma la soberanía de los Banú Umayya, y después de un período de revueltas entre su gente» (Tabaqát, 155-156). El aprendizaje del árabe y el conocimiento del Islám representaron, pues, los primeros y decisivos peldaños en la asimilación de la cultura oriental. Carecíamos hasta hace unos años de una adecuada reconstrucción de esta etapa inicial del desarrollo histórico andalusí, pero gracias al esfuerzo y al talento del erudito egipcio Mahmúd 'Ali Makki tal laguna ha sido cubierta en lo fundamental con su obra Ensayos sobre las aportaciones orientales en la España musulmana.

 

    Según Makki, la primera influencia procede de Siria, como era de esperar por ser la sede del califato omeya. La huella siria quedó bien grabada en la península, especialmente en el ámbito político, literario y jurídico. Respecto a la cultura clásica, no perdamos de vista que algunas de las primeras traducciones medievales del griego se realizaron en siriaco y que en Damasco se llevaron a cabo, más tarde, otras directamente al árabe. Los sirios, por su parte, consideraban al-Andalus como su segunda patria, según escribe al-Maqqari. Egipto, enclave estratégico del mundo árabe, atrajo a muchos estudiosos españoles y a través de ellos influyó en el sufismo andalusí y en las escuelas jurídicas.

 

La presencia cultural de Iraq fue hegemónica durante algún tiempo en al-Andalus. El modelo estatal 'abbásí y el desarrollo científico impulsado por los califas de Bagdad Hárñn al-Rasid y al-Ma'mun penetraron hondamente la al-Andalus musulmana, en especial durante el reinado de 'Abd al-Rahmán II. Paradigma de esa influencia en la vida social cordobesa fue el cantante iraquí Ziryáb, árbitro de la elegancia e innovador musical. Más soterrado, pero a la larga más fecundo por su contribución a la formación del pensamiento árabe, fue el influjo de los mu'tazilíes de Iraq, conocidos posteriormente en la historia de la cultura islámica por los librepensadores, fundadores de los primeros métodos de razonamiento científico y verdaderos iniciadores de los estudios teológico-filosóficos en el Islam.

 

    Por una triple vía penetró la cultura oriental en la al-Andalus musulmana: a través de la peregrinación a los lugares sagrados del Islam, del comercio y de los viajes de estudio. En cuanto a la primera, destaquemos con Makki «el fruto de la cultura de la ciudad santa, Medina: el málikismo. (Volveremos sobre él más adelante.) El comercio aseguró un flujo constante de libros desde los principales centros de cultura orientales hacia el Occidente musulmán. Los viajes de estudiantes (en sentido opuesto al comercio de los libreros, como es lógico) pretendían saciar en las mismas fuentes el ansia de saber despertado entre los jóvenes de al-Andalus. Fueron más intensos desde la época del emir 'Abd al-Rahmán I, a finales del siglo VIII, hasta la segunda mitad del siglo X, durante el reinado de al-Hakam II, y significaron, en palabras de Makki, la «base principal de la instrucción y formación científica». El afán de saber de aquellos andalusíes no parecía tener límite y representa, sin duda, una de las más bellas páginas de la historia de nuestra cultura. Tenemos noticia, por ejemplo, de que el jurista Baqi ibn Majlad estudió con 284 maestros orientales. Con todo, el récord de curiosidad científica lo posee, según creo, Yahya ibn Málik ibn 'A'id de Tortosa (912-985) quien «escuchó en Bagdad a más de 700 profesores, reuniendo una cantidad de conocimientos que no puede igualar ningún otro de los que viajaron a Oriente. Recorrió esas zonas durante 22 años». A su regreso a Córdoba, fue maestro de notable éxito y muy ameno. Daba sus clases en la mezquita aljama todos los viernes.

 

    No me resisto a copiar la anécdota quizá más significativa de aquella antigua pasión por la ciencia. Se refiere al jurista Yahya ibn Yahya al-Layti y al por qué de su sobrenombre. «Málik le llamaba el sabio de al-Andalus y la razón de esto, según se cuenta, es que estaba sentado con Málik y un grupo de sus discípulos y dijo uno: ¡Que pasa un elefante!, y salieron todos menos él. Málik le preguntó: "¿qué te ocurre que no sales a ver el elefante, cosa que no existe en tu país?". Y respondió: "no he venido para ver elefantes sino para verte a ti y aprender de tu cien­cia y orientación." Y le gustó esto y le llamó el sabio de al-Andalus.»" Para aquellos historiadores que suelen ver todo lo africano bajo el prisma de la barbarie, no está de más precisar que el sabio de al-Andalus, en palabras de Málik, y «el introductor principal del málikismo en la historia jurídica española», según el juicio de Makki, era de origen beréber.

 

    Durante casi dos siglos, cientos de andalusíes viajaron a Qayrawán, Alejandría, Fustát, Damasco o Bagdad para aprender de maestros orientales. Desde mediados del siglo X, aproximadamente, al-Andalus pasa de una fase receptiva a otra creadora de cultura. Se introduce la muwashshaha y el zéjel en poesía, renovando también la prosa árabe mediante un estilo menos afectado y más lleno de vida. A1 mismo tiempo, tiene lugar en la Península un despertar científico y filosófico. Cambia, por tanto, la orientación de los viajes. «Además, muchos de los andalusíes que emprenden el viaje lo hacen después de haberse formado en al-Andalus y, si se establecen en algún país oriental, es más para dar que para recibir y más para enseñar que para aprender.»

 

    A partir de la segunda mitad del siglo XIII, o sea, una vez acabado el poder almohade en la península y reducido al-Andalus al pequeño reino nazarí de Granada, destacados intelectuales van a abandonar al-Andalus camino del destierro. El Oriente será su destino definitivo en la mayoría de los casos. En la primera oleada hacia el exilio figuraban el botánico malagueño Ibn al-Baytár, el geógrafo granadino Ibn Sa'id, el filósofo y místico murciano Ibn Sab'in y el sufí gaditano al-Sustari, amigo y discípulo del anterior.

    Con los grandes califas de la dinastía `abbásí (años 786-833), el árabe sustituyó al griego como lengua científica gracias a una sistemática labor de traducciones realizadas en equipo. Entró en contacto [el califa al­Ma'mún] con los emperadores bizantinos, les obsequió con importantes regalos y les pidió que le hicieran llegar los libros de los filósofos que tenían ellos en su poder. Aquellos le enviaron los libros que tenían a su disposición de Platón, Aristóteles, Hipócrates, Galeno, Euclides. Tolomeo y otros filósofos. Entonces escogió un excelente grupo de traductores, a quienes encargó traducir [esos libros], los cuales fueron traducidos con una perfección absoluta. Luego, incitó a la gente a que los leyera y les animó a estudiarlos. Así se expandió el movimiento científico y se alzó el imperio de la sabiduría en su tiempo.

 

    La primera traducción del griego que se hizo en al-Andalus fue del tratado Materia médica de Dioscórides, en tiempos del califa 'Abd al-Rahman III. Su autor era un monje llamado Nicolás, enviado por el emperador de Bizancio Constantino VII Porfirogeneta a petición del califa cordobés, quien quería formar un equipo de helenistas pues, como dice nuestra valiosísima fuente, «entre los cristianos de Córdoba no había nadie capaz de leer el griego». Se mejoró así la anterior versión hecha en Bagdad, gracias a la ayuda del médico judío Hasdáy ibn Saprút que, con la colaboración de otros eruditos colegas, descifró los nombres de algunas plantas desconocidas, y redactó el texto definitivo en árabe a partir de una primera versión que Nicolás hiciera en latín. La cuestión central aquí, más allá de la anécdota, es que el helenismo que arraigó en al-Andalus fecundando su alta cultura filosófico-científica no tenía nada que ver con la bárbara cultura visigoda, sino que fue el fruto de un esfuerzo plenamente árabe al que contribuyó, como era obligado, el mundo bizantino. Durante la Edad Media, la cultura griega fue mejor conocida y más difundida a través del árabe que a través del latín. «La influencia de la filosofía griega, de la medicina, etc. está mucho más ampliamente extendida en el mundo islámico medieval que en los correspondientes períodos de la civilización cristiana occidental. El número de obras griegas que llegaron a ser conocidas en traducciones árabes antes del año 1000 es inmenso y supera de forma impresionante la cantidad de libros griegos conocidos en esa época en latín. Para recordar sólo un bien conocido ejemplo: Casiodoro (hacia el año 529) recomendaba, en sus Institutiones, un libro de Galeno para el estudio. Los árabes conocían, hacia el año 900, 129 obras médicas y filosóficas de Galeno» (Richard Walzer, Greek into Arabic. Essays on lslamic Philosophy, Ox­ford, Bruno Cassirer, 1962, pp. 236-237).

 

    Cuando don Julián Ribera pronunció en 1893 el discurso de inauguración del curso académico en la Universidad de Zaragoza, no debió imaginar el prolongado eco de tales palabras. Aunque se quejaba de haber tenido que desempeñar simultáneamente los oficios de peón y de arquitecto en esa investigación, aquel discurso se mantiene vivo todavía tanto por la riqueza del material recogido como por el espíritu historicista que envuelve los viejos fragmentos medievales. (Género más perecedero incluso que el de los discursos académicos es el de los apuntes de clase, y sin embargo ahí están los escritos de Aristóteles, en su mayor parte notas de trabajo escolar en el Liceo... ) El tema del discurso fue La enseñanza entre los musulmanes de al-andalus. La conclusión principal que subraya Ribera es la libertad absoluta de la enseñanza en al-Andalus: ni hubo centros estatales, ni planes oficiales de estudio, ni organización administrativa alguna que reglamentara la docencia. Como la enseñanza no era estatal ni gratuita, las familias pagaban al profesor elegido los correspondientes honorarios del curso. Sólo el afán común por saber, la propia capacidad intelectual, la posición social del alumno en busca de determinadas expectativas profesionales y el éxito o el fracaso de las clases conformaban aquel original experimento sin intervención externa represiva o simplemente reguladora. Su enseñanza fue meramente privada, entendiéndose maestros y discípulos con absoluta independencia del poder público.

 

    Y esta enseñanza, carente de sistema organizativo y de ordenación legal, dio a luz una generalizada cultura básica («la mayor parte de los andalusíes sabían leer y escribir, cosa que no ocurría en las restantes naciones de Europa», anota Ribera, op. cit., p. 268), además de una muy especializada cultura superior de la que dan testimonio la producción bibliográfica autóctona a partir del siglo X y los diccionarios biográficos. Ello demuestra la vitalidad de la sociedad civil en al-Andalus, especialmente en el medio urbano cada vez con mayor peso. La ausencia de un feudalismo estricto y la evolución hacia un modelo de Estado innovador como el 'abbásí hicieron posible tan formidable despliegue de energías por parte de la sociedad andalusí, sin necesitar la intervención del Estado en este ámbito.

 

    Hace unos años, un estudioso egipcio ha hecho avanzar el estado de la investigación iniciada por Ribera. De una parte, ha estructurado el tema siguiendo el desarrollo histórico de al­Andalus. La comparación con el sistema de enseñanza del Oriente musulmán ha sido tenida más en cuenta, aportando en ella nueva bibliografía. Asimismo, se han utilizado documentos inéditos referidos a la relación maestro-alumno. No obstante, las principales conclusiones de Ribera han sido aceptadas aunque con diversas matizaciones.

 

    Entre los puntos que el doctor `Isá estudia con detalle está el papel social de la mezquita. En mi opinión, esto es decisivo para no confundir una sociedad medieval de raíz igualitaria, como la de al-Andalus, con una sociedad contemporánea europea de ins­piración neoliberal-capitalista. A Ribera le debemos una maravillosa reconstrucción del ambiente de cultura que se respiraba dentro de la mezquita aljama de Córdoba. El pueblo cordobés, diverso en su estratificación social y movido por muy variadas inquietudes culturales, aparece en ella como auténtico protagonista. La mezquita desempeñó el papel de hogar del saber abierto a todos, compatible con el uso estrictamente islámico.

 

    Existían, por supuesto, otros muchos lugares de enseñanza, desde la habitación familiar o el patio castizo hasta el salón palaciego o el jardín aristocrático. Y es natural que no se agotara entre los sólidos muros de la mezquita aljama la pasión por conocer. Pero aquélla fue el corazón a cuyo impulso latió una ciudad y un pueblo. «La mezquita es la más importante institución educativa islámica en la Edad Media», afirma el doctor 'Isá (p. 302). Quizá en al-Andalus sea ello todavía más cierto que en el Islam oriental, a juzgar por la falta de arraigo de las madrasas. La primera cuya existencia está comprobada aparece muy tardíamente, a mediados del siglo XIV, en la Granada nazarí bajo el control del rey Yúsuf I. El testimonio de Ibn Sa'id, transmitido por al-Maqqari, confirma igualmente el papel central de las mezquitas en el conjunto de la cultura andalusí.

 

    Uno de los ejes de la cultura en al-Andalus fue la enseñanza pero el otro, y no menos decisivo, eran los libros. A Ribera le debemos también el mejor estudio sobre el tema, que sigo en buena medida. El amor a los libros penetró tanto aquella sociedad que desde el califa hasta las humildes mujeres de los arrabales cordobeses, desde los ricos comerciantes de Almería hasta los círculos judíos de Zaragoza, todos rivalizaban en poseerlos. Apenas había objeto más apreciado que un libro. De esta universal bibliofilia da fe la más importante biblioteca de la Edad Media europea, la del califa de Córdoba al-Hakam II. Según los datos del bibliotecario jefe reproducidos por al-Maqqari, constaba de 400.000 volúmenes, muchos de ellos ejemplares únicos. Casi 1000 años más tarde y varios siglos después de la introducción de la imprenta, Ribera anota con admiración que esa cifra significaba doce veces más que la alcanzada por la biblioteca de la Universidad de Zaragoza.

 

    Pero la famosa biblioteca real sólo representa la punta del iceberg. Rara sería la casa donde no hubiera algún libro. Las bibliotecas particulares eran frecuentes entre la gente acomodada y los intelectuales. El filósofo cordobés Ibn Rushd se queja en la exposición compendiada del tratado aristotélico Sobre las partes de los animales de tener que escribir en Sevilla, lejos de la suya. El médico judío Hasdáy ibn Saprút creó una espléndida, que abrió a los miembros de su comunidad. Un rico bibliófilo de Almería llegó a formar otra tan gigantesca que superaba los 400.000 volúmenes encuadernados: según sus biógrafos, al­Maqqari e Ibn al-Jatib, su otra pasión era el ajedrez. Pero quizá nos ayuden a valorar este fenómeno cultural, más que las cifras, los versos de un poeta malagueño transmitidos por al-Maqqari:

No es el vino generoso lo que me place,

Ni la melodía del canto,

ni los acordes de los instrumentos.

Mis delicias son los libros que estudio,

Y el criado de quien me sirvo es mi pluma.

 

    La superioridad cultural de los musulmanes sobre las demás comunidades culturales de al-Andalus parece deducirse de la prohibición contenida en el tratado de Ibn'Abdún: «No deben venderse a judíos ni cristianos libros de ciencia, salvo los que traten de su ley, porque luego traducen los libros científicos y se los atribuyen a los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obras de musulmanes».

 

    Desgraciadamente, el miedo a la difusión de ideas consideradas peligrosas por el poder y la utilización política del fanatismo ideológico introdujeron en al-Andalus la nefasta práctica de la quema de libros. La primera destrucción a gran escala fue ordenada por Almanzor y tuvo por objeto expurgar la magnífica biblioteca de al-Hakam II de todos aquellos libros «de ciencias antiguas», es decir, de tema filosófico-científico, que allí se encontraran, salvo los de medicina y matemáticas. «Algunos de los libros fueron quemados, otros arrojados a los pozos de palacio, donde se les echó encima tierra y piedras, o destruidos de cualquier otra forma» (Sá'id al-andalusi, Tabaqát). Los filósofos llevaron la peor parte en esta represión cultural: con los libros de Ibn Hazm hicieron una hoguera en Sevilla mientras él vivía; diversos escritos de Ibn Masarra fueron pasto de las llamas después de muerto; los almorávides ordenaron quemar las obras de al-Gazzáli.

 

    No debería olvidarse, sin embargo, que al finalizar la conquista de Granada por los Reyes Católicos se desató una feroz y sistemática destrucción del inmenso tesoro bibliográfico expoliado a los vencidos. Desde la primera quema de varios miles de manuscritos árabes ordenada por el cardenal Cisneros hasta años después de la definitiva expulsión de los moriscos, la Inquisición se empleó a fondo con esa trágica eficacia de la que el cristianismo ha dado tantas pruebas a lo largo de la historia. No acabo de comprender, en fin, que un arabista tan inteligente como Ribera llame «inmunda soldadesca africana» a los beréberes que arrasaron el Alcázar de los califas topándose con algunos libros de la biblioteca real, mientras declara tranquilamente que «la conducta del ilustre cardenal Cisneros y de nuestros inquisidores no merece por mi parte ningún reproche, ni tiene absolutamente ningún motivo para mi indignación».

 

    Sería interesante investigar a fondo los rasgos que caracterizaron a los intelectuales de al-Andalus. En líneas generales, pueden destacarse los siguientes:

            Espíritu enciclopédico, reflejado en el amplio abanico de problemas abordados por un mismo autor.

            Predominio de la formación jurídica, motivado probablemente por su gran utilidad para la participación en la vida política.

            Hegemonía de los médicos entre los científicos andalusíes, que puede explicarse también por su mayor vinculación a las necesidades sociales.

 

            Importancia del medio urbano donde se forman la mayoría de los intelectuales y desarrollan su posterior actividad profesional, primero en Córdoba y más tarde en las principales capitales de los reinos de taifas.

 

            Reducido número de filósofos pero de excelente nivel teórico, como acreditan las principales obras conservadas.

 

        Otro rasgo común a muchos de ellos, y sin duda a los mejores, es el sentimiento de orgullo de su propia actividad intelectual que les llevaba a defender su autonomía respecto al poder político, cuando no a enfrentarse abiertamente a él. Me he tomado la molestia de recoger algunos ejemplos, que podrían multiplicarse sin excesiva dificultad. El lexicógrafo Abú Gálib de Murcia se negó a dedicarle al rey de Denia el libro que había escrito, a pesar de los grandes regalos que le ofreció: «aunque me regalara el mundo, no lo haría, y no me permitiría mentirme a mí mismo, pues no lo he compuesto especialmente para él, sino para todos aquellos que buscan la ciencia» (Ibn Hazm, Risála, parágrafo 23). El málikí Abu Ibráhim dejó plantado un largo rato al emisario del califa, quien lo había mandado llamar para un caso urgente, porque estaba dando clase y «esto es más urgente ahora que ir a ver al califa» (la fuente es al-Maqqari, reproducido por J. Ribera en Disertaciones y opúsculos, tomo I, pp. 304-305, donde se añaden otros casos similares). Ibn'Arabi rechazó los manjares con que le había obsequiado el sultán y futuro califa almohade, con estas palabras: «yo no he aceptado esta comida, ni pienso probarla, porque a mi juicio es ilícita», siendo denunciado por ello ante el visir (Epístola de la santidad, en Miguel Asín Palacios, Vidas de santones andaluces, pp. 163-165). Ibn Rushd denunció la corrupción social y la opresión política de su época con expresiones tan contundentes como ésta: «el poder demagógico existente en nuestra época a menudo se convierte en tiranía» (Exposición de la «República» de Platón, edición de Miguel Cruz Hernández, p. 132).

 

    La aplicación de nuevos métodos de investigación a los estudios árabes ofrece un campo prometedor, pues el miedo tradicional a la teoría no puede ocultar por más tiempo la fosilización de una metodología que no se atreve sino a la fragmentaria recogida de datos desde un miope pragmatismo positivista. En este sentido, el estudio sociológico de Dominique Urvoy, referido al período que se extiende desde los reinos de taifas hasta el fin del régimen almohade peninsular, merece el aplauso." Una de sus conclusiones más llamativas es la de que «no se puede hablar ya de monolitismo del málikismo andaluz» (p. 187). Según Urvoy, la vida científica andaluza se distingue en ese período histórico por el empobrecimiento del campo matemático, privado de todo desarrollo especulativo y reducido a su aspecto utilitario, y por el enriquecimiento progresivo de las ciencias de la naturaleza, en especial de la medicina (p. 192). El análisis de Urvoy lleva al descubrimiento de otros fenómenos sociológicos: por una parte, la conexión cada vez más estrecha entre el mundo jurídico y el mundo místico y, por otra, «la gran distancia que existe entre la posesión del poder político y la del poder ideológico» (pp. 204-205).

 

    En pleno esfuerzo por afirmar la personalidad cultural de al­Andalus dentro del Islam, Ibn Hazm de Córdoba, infatigable escritor, pensador original y espíritu rebelde, se atrevió a presentar un mapa del territorio roturado no por una sino por varias generaciones de hombres de ciencia. «Los andaluces se han abierto un camino amplio, fértil y dilatado en el dominio de las ciencias de las "lecturas" y de las tradiciones, en el conocimiento de una gran parte del derecho islámico, en la inteligencia de la gramática, de la poesía, de la lexicografía, de la historia, de la medicina, de las matemáticas y de la astronomía» (Risála).

 

    Por su parte, el último rey ziri 'Abd Alláh, desterrado en la tierra beréber de la que procedía, lejos ya de su Granada, quiso definir en breves palabras lo que había sido su mundo. No anduvo desafortunado en el intento. «Al-Andalus, tanto en lo antiguo como en lo moderno, ha sido siempre un país de sabios, alfaquíes y gentes del Islam» (El siglo XI en primera persona, edición de E. Lévi-Provenqal y Emilio García Gómez, p. 83).