Andalucía “Avance hacia el pasado”

Antonio Zoido

 

        Hace apenas un siglo, Andalucía no existía oficialmente. La división administrativa, introducida por Fernando III de Castilla y León, la había dejado configurada en cuatro territorio: los «reinos» de Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada. Las voces de «Andalucía y andaluces» sólo se enmarcaban en el lenguaje de la calle, y en algunas referencias literarias, como las de Cadalso en sus Cartas Marruecas o las de los libros de los viajeros anglo­sajones (Richard Ford, George Borrow, Washingtong Irving...).  

 

        Las fuerzas burguesas que derribaron el antiguo régimen tampoco reconocieron la existencia de Andalucía. A1 contrario: fue precisamente un andaluz, Javier de Burgos, el que dividió al Estado español en provincias, siguiendo el modelo francés de las Prefecturas y «concedió» al territorio andaluz el estar troceado de forma arbitraria y antinatural.

 

Y sin embargo, este hecho geográfico que comenzaba en el difícil paso de Despeñaperros, era también un hecho histórico, diferenciable y diferenciado a ojos vistas, que había tenido una espléndida realidad en Tartessos, en Turdetania, en la Bética y, sobre todo, en Al-Andalus, corazón del mundo durante varios siglos. Si después dejó de existir, ello se debió a causas externas e impuestas. Por eso, en cuanto aquellos territorios del Estado que habían tenido en siglos anteriores una vida propia, comenzaron a reclamar la libertad al calor de las conquistas de la revolución industrial, Andalucía exigió también, desde el primer momento, ese derecho a la existencia, sa­cando la voz de no se sabe dónde, como una prueba más de que, a pesar de todo, seguía existiendo.

 

        Cuando aquí y ahora los andaluces nos encontramos entre el SI y el NO que trae consigo cualquier momento trascendental, es muy importante realizar, por tanto, una reflexión desapasionada (o, si se quiere, apasionadamente desapasionada) que nos permita encarar el futuro.

 

        La historia de Andalucía, de nuestra tierra, está, desde hace siglos, lle­na de tópicos y mitos; ha sido -como se dice ahora en Madrid- intoxicada. Para nosotros da lo mismo que esa mitología -o esa intoxicación­ haya sido llevada a cabo consciente o inconscientemente; el caso es que existe y que somos los andaluces los que padecemos las consecuencias. Buena prueba de ello es que todavía hoy, se nos intenta meter doblada la teoría de que todo empezó un 4 Diciembre.

 

        Es evidente que el pueblo andaluz salió masivamente a la calle el 4 de Diciembre de 1977 -lo mismo que volvió a salir dos años después- para exigir su autonomía, para reivindicarse como pueblo, pero ahí no empezó todo. Casi cien años antes, en 1883, se plasmaba ya el primer proyecto de Estatuto de Autonomía, la Constitución de Antequera, como fruto de las corrientes anti absolutistas, siempre vivas en Andalucía y que identificaban la caída del antiguo régimen con el paso a un Estado federal puro, o sea, construido mediante pactos entre iguales.

 

        A partir de entonces, la lucha por la Autonomía ha sido una constante en nuestra tierra, incluso en los períodos más negros, como el de la dictadu­ra franquista, aunque al principio de éste, después de haber sido asesinada la voz del andalucismo, sólo brillara sobre la tierra donde cayó sin vida Blas Infante, la tenue luz de los estudios y entusiasmos de un desconocido médico rural: José María Osuna. Los trabajos que siguen van a demostrar palpablemente la continuidad de este proceso y, por eso, no debo insistir más en ello.

Quiero insistir, sin embargo, en que a pesar de que exista un siglo de lucha autonómica continuada que cubrió su primera etapa un 28-F de 1980 y que constituye el objeto primordial de esta obra, tampoco ahí empezó todo. Hay que insistir en que la realidad andaluza es antigua aunque en un determinado momento se truncara por la violencia de fuerzas extrañas.

 

        Rafael Cansinos Assens, desconocido por los medios centralistas de comunicación, como la mayoría de nuestros heterodoxos, decía que el andaluz era, como la arena fina del desierto, el último producto majado en el almirez del tiempo, sus fiestas, «el acto público de contrición de un pueblo que no ha sabido dominar la historia e imponer al Mundo el ídolo de su propia alma» y su copla «la confesión del fracaso de una raza» y «su venganza sobre el destino y sobre los demás pueblos a su dolor indiferentes».

       

        Así ha sido desde el fin de la Edad Media y ojalá que ahora todo cam­bie y que, pese a todo, nosotros podamos ser nosotros. Pero es indudable que no lo seremos, que no podremos serlo, si no vamos conociendo nuestro pasado.

 

        Antes de que comenzara a desarrollarse el proceso hacia nuestra Autonomía dentro del Estado Español, antes de que existiera, incluso, ese Esta­do, existió un hecho certísimo: Al-Andalus, que tiene unas fronteras móviles como todo país en los siglos de la desaparición del Imperio Romano, pero que, de ninguna manera, puede ser asimilada a Península Ibérica y menos, a la España actual. En cualquier Historia de España -véase por ejemplo Gª. Cortazar, Historia de España. Ed. Alfaguara- queda perfectamente demostrado cómo hasta el siglo XI los avances de los astur-leoneses y de los castellanos se realizan únicamente en función de su crecimiento demográfico y sin ninguna oposición.

Al-Andalus comienza a existir, en realidad, a mediados del siglo IX, independientemente de que se parta de la teoría tradicional de un rápido asentamiento árabe-bereber en el siglo VIII o de que se sea partidario de la tesis de que la Bética romana pasó de la órbita bizantina a la siria cuando los Umayya comienzan a controlar hegemónicamente -aunque no absolutamente- el Mediterráneo y cuando tienen lugar considerables movimientos migratorios desde los aledaños del Sahara.

 

        Personalmente comparto esta teoría porque me parece que se ajusta más a la lógica histórica, a la realidad de las tierras sureñas peninsulares (civilizadas desde muy antiguo, con claras connotaciones orientalizantes y unidas tradicionalmente a las norteafricanas) y, por último, porque se despejan las incógnitas que aparecen cuando se quiere establecer la base de un asentamiento árabe fulgurante.

 

        Está cada vez más claro que la penetración de la civilización islámica en nuestro país se realiza de forma muy lenta y con características propias debidas al entrelazamiento de los elementos autóctonos. Desgraciadamen­te, los estudios de la escuela arabista, minoritaria pero tenaz, que partiendo de jesuitas del siglo XVIII fue continuada por Demetrio de los Ríos, Pascual Gayangos, Julián Ribera, Asín Palacios, Benjamín Palencia, Torres Balbás, Emilio García Gómez... han sido hasta ahora casi desconocidos por los andaluces porque nadie en el Estado ha intentado aplicar un antído­to a la intoxicación.

 

        Pero no por desconocidos esos estudios dejan de ser certeros y profundos (lo mismo que lo son en otra línea, las investigaciones de Ignacio Olagüe), ni nosotros, los andaluces, dejamos de tener para con todos ellos, una deuda que un día tendremos que reconocer haciendo que sus nombres sean recordados en nuestras calles, plazas y monumentos y sus libros profundamente difundidos.

 

        Pues bien, toda esta obra, que no ha sido sino la paciente labor arqueológica que va acabando con los mitos, ha dejado claro cómo en Al-Andalus se hablaba una lengua romance derivada del latín, que después se escribiría con caracteres arábicos (Cfr. H". de los Jueces de Córdoba de Aljoxani, trad. por Julián Ribera, Todo Ibn Kuzmán de Gª. Gómez, etc.); cómo la arquitectura románica y gótica están influidas por las constructoras andalusíes (Torres Balbás); cómo la poesía, el comercio, el pensamiento filosófico... de Europa han tenido su origen en Al-Andalus. Desde la rima hasta las ferias de Medina del Campo o de Campaña, desde la música a la división entre el poder religioso y el civil, verdadera piedra angular de la nación moderna, sólo hay caminos que parten de Córdoba, Sevilla, Granada o Almería.

 

        Nadie, NADIE, ha influido tanto en el pensamiento occidental, si exceptuamos a Aristóteles, como Ibn Rushd -Averroes-, sin el que hubieran sido impensables Tomás de Aquino, Juan de Jandum, Maquiavelo...y Mendizábal.

 

        Al-Andalus existió como una espléndida realidad y comenzó a existir sin conquista. Dice Miguel Cruz (aunque partidario de la tesis tradicional) en su H°. del Pensamiento en el mundo islámico: «La llegada del Islam a la Península Ibérica fue un fenómeno natural en la dialéctica de la expansión árabe-islámica... El salto a la Península Ibérica nos parecería hoy, sin las mitificaciones históricas (subrayado mío), natural e inevitable». «Saltar de las costas del Norte de África a la Península siempre fue fácil, la vieja tesis de la pérdida de España, mitificación histórica para justificar el hundimiento hispano-godo y la necesidad de una reconquista sigue aún vivo y la repiten los libros». En términos parecidos se expresan desde autores de grandes obras, como Vicens Vives, al del término «Islam» en la Gran Enciclopedia de Andalucía.

 

        Si no hubo conquista, mal pudo haber Reconquista. Y así tendremos que empezar por el principio para deshacer equívocos y llevar al lector paso a paso.

 

        En las tierras del Sur de la Península Ibérica existió desde muy antiguo un foco de civilización conocido por las grandes culturas protohistóricas.

 

        Salomón construyó el Templo de Jerusalén -dice el Libro de los Re­yes del Antiguo Testamento- con oro y bronce de Tharsis, la civilización que estudiara Schulten y de cuyo principio encontramos también rastros en la mitología griega. La leyenda de Hércules separando las columnas quizás no tenga otro significado que el hundimiento, por el centro, de un territorio que comprendía la parte Sur de la Península Ibérica y una gran zona del Norte de África. Las del robo por el mismo semidiós de las Hespérides o de los toros propiedad de Gerión significarían esa serie de colonizaciones que nuestros antepasados tuvieron que soportar.

      

        Esta situación llegaría a su punto máximo en la época romana, en la que la «provincia» llamada primero «Ulterior» y después «Bética» tuvo que sufrir todo lo que es consustancial a la colonización por una metrópoli. Nuestra fértiles tierras, propicias para cultivos minuciosos, fueron dedicadas en grandes extensiones, a cereales que abastecieran de pan a la urbe y a sus legiones y de cebada o avena a sus cabalgaduras; la riqueza minera sufrió el mismo éxodo.

La desmembración del Imperio supuso la separación de Oriente y Occidente, y fue aprovechada por las tribus bárbaras y, fundamentalmente, por los godos, para intentar crear, dentro de sus fronteras, un ámbito de poder, pero la Bética permaneció fuera de esas estructuras y unida -en unos períodos menos y en otros más- a Bizancio, la capital del Imperio de Oriente.

 

        Dentro, incluso, del campo histórico tradicional abundan opiniones como la del profesor Bendala (Cfr. Historia de Andalucía Vol. I. Ed. Pla­neta) que dice: «En la Bética no se produjo un verdadero asiento popular (visigodo), como sucedió en otras regiones; por tanto, si en toda la Penín­sula el aporte de población germana sólo representó el 5O% respecto a la hispano-romana, en el Sur el porcentaje resulta casi inapreciable».

 

        Mal puede hablarse, por lo tanto, refiriéndose a Andalucía, de población «hispano-visigoda». La población de la antigua «provincia» Bética siguió autóctona y gran parte del territorio en que vivía se encontró hasta el siglo VII en lo que hoy llamaríamos «órbita» de Bizancio, el mayor centro comercial de la época. Con Bizancio está enlazada la cultura del territorio «andaluz» y «bizantino» es el pensamiento de personalidades como San Isidoro.

 

        En estas circunstancias, la conversión de Recaredo (por conveniencias políticas) a las doctrinas trinitarias no afectó a las tierras de la Bética, donde -lo mismo que en las del Norte de África- se encontraban mucho más afianzadas doctrinas unitarias como las de Arrio, Nestorio, Donato y otras que, a la postre, harán fácil la asimilación del unitarismo islámico.

 

        Cuando se produce el hundimiento visigodo que se debe fundamentalmente a guerras civiles entre distintos bandos, como aparecía incluso en los libros de nuestros estudios primarios, en las tierras de la Bética no existe unidad política, ni religiosa, ni económica y algunos intentos de apropiarse del pasado visigodo, como el de ‘Abd-al-‘Aziz en Sevilla, fracasan.

 

        En el otro extremo del Mediterráneo, el Califato de los Umayya en Damasco está arrebatando terreno a Bizancio y después de la conquista de Egipto, la fundación de Kairwan y el salto a Sicilia con incursiones en la Península Itálica, comienza a dominar el Mediterráneo.

 

        Los sirios islamizantes de Mu'hawiya sustituyen a los bizantinos en las rutas comerciales e inician un proceso de unificación ideológica interna y de propaganda de su poder (acuñación de moneda, los besantes dejan de ser el «patrón» monetario y son sustituidos por los dínares o «manqusos», cambio en la ornamentación -islamización de las orlas de vestidos...-, difusión del árabe en traducciones de obras de la.antigüedad y documentos oficiales y comerciales...).

      

        Los bizantinos, preocupados ante todo por conservar su independen­cia ante el nuevo poder, retroceden ideológica (aceptación de las doctrinas romana) y estratégicamente. Las costas andaluzas se pueblan de navíos sirios y coptos y de factorías bajo el patronazgo de los Umayyas. Cuando los abbasidas irakíes los derroquen, el centro del Dar-al-Islam (los países musulmanes) se desplazará a Bagdad y al Indico, y ‘Abd-al-Rahman ibn Mu'hawiya (‘Abd-al-Rahman I) encontrará refugio en las tierras del Sur de la Península Ibérica como si se repitiera -pero esta vez con éxito- el intento de Sila al final de la Roma republicana. También han comenzado a penetrar bereberes emigrados de sus tierras desertizadas y en la que también -en años anteriores (741)- se han asentado numerosos sirios intentando crear una red administrativo-comercial de «clientes» Umayya.

Abd-al-Rahman ibn Mu`hawiya desembarca en las costas de Motril o Almuñécar en el año 755 en medio de una situación en la que unos buscan un espacio para dominar y otros, un espacio para vivir. Aparece, por lo tanto, en un país convulso. En un rápido proceso, que las historias ideali­zarán después transformándolo en una larga marcha de Lonja a Córdoba, ‘Abd-al-Rahman logra una primera -o primaria- unificación.

 

        En esa larga marcha, iniciada según la leyenda sin bandera hasta que un cualquiera (la pronunciación de la palabra arábiga sonará «flamenco») ató una prenda de vestido verde a uña pica, nació Al-Andalus.

 

        Hishám, Al-Hakam, Abd-al-Rahman II, Muhammad y Al-Mundhir continúan la línea de homogenización iniciada por el primer Umayya andalusí, no sin dificultades. Como en todo proceso político, a una primera eta­pa «heroica», siguen momentos zigzagueantes en el terreno organizativo. Los focos de insumisión eran todavía numerosos debido principalmente a la enorme variedad de poderes locales con raíces en familias patricias de origen romano, núcleos de comerciantes judíos, restos del poder militar visigodo, etc. y a la presión de bereberes, sirios y otros orientales inmigrados que tampoco eran unánimes doctrinalmente (existían ya corrientes jurídicas y religiosas distintas partidarias de Al-Awzá'i, de Malik o Shi'ies -chiitas-), sin olvidar además las razzias normandas que asolaba las costas.

 

        Si existe un eslabón entre la primera etapa «heroica» de Al-Andalus, el cenit del Califato de ‘Abd-al-Rahman III y la exuberante floración de las taifas, ese es ‘Abd-al-Rahman II, hasta el punto de que puede ser considerado el primer califa.

 

        Es entonces cuando llega a Córdoba el mítico Ziryab, mal avenido con la administración abbadí de Bagdad, cuyo genio legaría a toda la posteridad el pentagrama y los tiempos musicales; y cuando Yahyá ibn Yahyá se yergue como portador de doctrinas jurídicas y filosóficas encarnadas en el movimiento de los mu’tazila que harían de Al-Andalus una sociedad tolerante, que cree en la libertad personal, y darían las obras de Ibn Massarra, Ibn Bayya (Avempace), Ibn Tufayl (Abentofail) e Ibn Rushd (Averroes).

 

        Al-Andalus es, desde la época del segundo ‘Abd-al-Rahman una poten­cia independiente y reconocida como tal por numerosos poderes y, especialmente, por el Imperio Bizantino que manda a Córdoba sus embajadores.

 

        ‘Abd-al-Rahman III sólo tuvo que esperar «tranquilamente» el mo­mento propicio para proclamarse Califa, proscribir el lienzo negro de los abbadíes y volver a enarbolar el color blanco de la tribu de Muhammad. Al-Andalus floreció, pues, como una simbiosis de lo occidental y de lo oriental.

 

        Cuando el Califato de Córdoba conducido a la decadencia por la política expansionista de los `Amiríes a partir de Al-Mansur (Almanzor) se desmiembra, surgen las taifas pero, contrariamente a los que pudiera pensarse, Al-Andalus no desaparece. A1 contrario: florece todavía más en esos territorios (monárquicos, unos; y republicanos otros) con fronteras internas más o menos naturales entre ellos y unidos con visiones civilizadoras muy cercanas.

 

        Se eleva la producción y el comercio de frutos agrícolas costosos, de seda, de objetos de metal o marfil, de cerámica,... al mismo tiempo que lo hacen también el pensamiento y la poesía. Y no sólo la casida sale de la ru­deza del desierto al compás del agua que corre por todas partes, sino que se extienden por doquier los géneros autóctonos, la moaxaja y el zéjel, como prueba de que las artes llegan (llegan, y salen, y llegan) hasta los niveles inferiores de una sociedad.

 

        Las taifas fueron, sin lugar a dudas, una primicia de sociedad utópica (como el Egipto de Akhenaton, como la Atenas democrática, como Yenán, como los intentos cantonalistas andaluces del siglo XIX) que quiso adelantarse en varios siglos a su tiempo. Poco después florecerían las Repúblicas marineras italianas, la Liga Hanseática, la Federación Germánica... pero un poco antes fue imposible. Se estaban formando, al Norte y al Sur, dos poderes que dividirían varios siglos después del mundo: Los Imperios europeos y Los Imperios orientales. Y Al-Andalus era una presa demasiado preciosa como para quedar al margen.

 

        Comienzan así a producirse las agresiones feudales de castellanos y catalano-aragoneses y la de almorávides, almohades y meriníes y las tierras andaluzas serán, a pesar del esfuerzo de caudillos como Ibn Húd, campo de batalla, campo de esquilmaciones y campo de colonización. A1 final ganarían las mesnadas castellanas, los monjes de Cluny y del Císter y las Ordenes de Caballería. Entre ellos se repartirían la propiedad y la jurisdicción de las tierras andaluzas. Cuando hoy sigue la lucha, después de ciento y pico de años, por una reforma agraria que acabe con los latifundios, el medio millón de jornaleros y los andaluces, en definitiva, tenemos que mirar, pues, el problema agrario no sólo como problema social, no sólo como una confrontación entre explotadores y explotados, no sólo como una lucha técnica por salir de la pobreza. Pascual Carrión dijo a este respecto: «Los latifundios andaluces tienen su origen en la conquista y en la política (desamortización); la naturaleza no ha tenido parte alguna en este engendro».

 

        Los albores del siglo XIII suponen para Andalucía el derrumbe por la fuerza de las armas, de una civilización construida durante más de cinco siglos, y un retroceso en todos los órdenes. Del cataclismo sólo se salvó, durante 150 años, pero a costa de declararse vasallo de los reyes castellanos, el reino nasrí de Granada en el que hasta 1492 siguió resistiendo Al-Andalus. Tanto es así que mientras los Reyes Católicos no toman Granada no fun­dan -porque no podían fundarlo- su «Estado moderno», principio y germen del Imperio español en Europa y América.

 

        Al-Andalus, por reducción al absurdo, existió porque dejó de existir. Porque dejaron de existir un pueblo, una cultura y una civilización en su estado libre. Y Al-Andalus existió y existe porque continuaron existiendo un pueblo, una cultura y unos restos civilizadores y porque, a pesar de todo, Andalucía siguió y sigue siendo distinta. Para mal y para bien. Han seguido, desde entonces acá, los latifundios y la explotación «colonialista» de todos los recursos. Y han seguido, -escabulléndose por mil vericuetos-, el cante, las hermandades y gremios, los linajes, la forma de vivir, de comer, de amar,... el estilo.

 

        A pesar de todo. A pesar de que intentaran borrar los últimos reductos de vida andalusí con las campañas masivas de conversiones, y con las prohibiciones de lengua, vestidos y costumbres a los moriscos. Y su exilio masivo, primero hacia el interior y después hacia África en vastas operaciones que, de haberse producido ahora, tendrían tanta importancia como el expolio de los palestinos, las segregaciones de Rhodesia o Sudáfrica o el ex­terminio de indios americanos... pero que las historias que hemos estudiado han minimizado, e incluso, omitido.

 

        Aunque proscritos y truncados, el espíritu y la cultura de Andalucía continuaron vivos, superando todos los obstáculos y no sólo resistiéndose aquí sino pasando también a influir en la vida de otros pueblos ibéricos y americanos. De derrota en derrota, el espíritu andaluz llegó hasta esos años en que las tierras peninsulares comenzaron a descoser las puntadas que las habían mantenido forzadamente unidas a Castilla y llega hasta hoy después de haber superado obstáculos que se colocaron para que fueran «insuperables».

 

        Y hoy, cuando se han superado esas mil trampas, pero dejándonos jirones muy importantes de nosotros mismos en cada una de ella, nos llamarán para que digamos SI o NO a un determinado marco de AUTONOMIA. Que digamos SI o que digamos NO es lo que van a decirnos mucha gente que no comprenden -o no quieren comprender- esa vieja realidad andaluza y esa larga lucha por mantenerla. Yo creo que todo andaluz que sienta a su tierra debería decir principalmente: A pesar de todo. Esto es lo que realmente creo advertir en el pensamiento de Blas Infante que fraternalmente me ha transmitido Enrique Iniesta y que encabeza este libro:

«Los que hacen de la política una profesión exclusiva y excluyente (como una propiedad) hablan de conflictos entre ideas y realidades».

«La diferencia entre ellos y nosotros es ésta: para ellos, las realidades de un país son los intereses creados, para nosotros, !os dolores creados por esos intereses»

 (Blas Infante. Manuscrito M-ABO-8)