LA CONDICIÓN HUMANA EN EL ISLAM

           Hablaremos en estos apuntes del hombre, o, dicho con más precisión, de la condición humana tal como es concebida en la Tradición musulmana. No pretendemos aquí abordar el problema del hombre en su vida colectiva o privada, exponiendo las instituciones jurídicas constituidas por el Islam para proteger al individuo y definir sus deberes y sus responsabilidades. Tampoco la cuestión consiste en enumerar los principios sapienciales y espirituales a la luz de los cuales el musulmán piensa y actúa y que contribuyen a modelar y completar su personalidad.

 

         Nuestro propósito es el de tratar del ser humano en tanto que tal, independientemente de su estatuto jurídico o ético. Intentaremos mostrar cómo el Islam afronta la realidad esencial del hombre y cuál es su concepción del drama humano y de la tragedia existencial. Intentaremos también desgranar los factores que actúan sobre nuestra salud final y los medios que permiten acceder a ellos.

 

         Dos imperativos nos han llevado a encarar el problema del hombre en la Tradición musulmana y han justificado nuestra elección del tema. El primer imperativo concierne a la situación exacta del hombre. En efecto, nuestra apreciación de los valores de una civilización depende estrechamente del lugar que ocupa el ser humano en un medio dado y la función que se le reconoce. En otros términos, nuestra concepción de la civilización se deriva ante todo de nuestra concepción del hombre y todo juicio sobre una civilización se aplica a priori al hombre mismo. Esto puede parecer evidente, pues el hombre se sostiene sobre sus dos condiciones: individual y colectiva, creador de culturas y fundador de civilizaciones. Mejor aún, la civilización es una interacción laboriosa, una interpenetración consciente entre el ser humano y el medio que le rodea.

 

         Ese es uno de los imperativos que nos obligan a hablar de la condición humana tal como es concebida en el Islam. En cuanto al segundo imperativo, si bien pertenece a otro orden, no es menos importante que el primero. La personalidad humana en efecto implica la libertad de espíritu y esta condiciona el campo de nuestra actividad dando toda su significación a nuestra evolución. Pero la idea extendida en Occidente es que ese principio fundamental para el desenvolvimiento del ser está ausente en la doctrina del Islam, tachado de fatalismo. Igualmente, la tolerancia, que constituye el aspecto social de la libertad del espíritu y en el que es la cualidad esencial para la penetración de las ideas y de las obras, sería igualmente extranjera en los países del Islam, acusados de fanatismo. Esos prejuicios están tan anclados en la conciencia del público occidental que los ejemplos elegidos en los diccionarios para ilustrar los términos de fanatismo y de fatalismo, son estos: “Un musulmán fanático”, “el fatalismo musulmán”. Por todas estas razones hemos estimado necesario precisar la visión islámica del hombre y situarla en la escala de valores.

 

         Es cierto que el problema del hombre: su condición de ser, su futuro, es eterno, y evocarlo es efectivamente afrontar la cuestión primordial que se impone al espíritu humano desde siempre. Las ideologías políticas de nuestro tiempo, por ejemplo, ¿no se diferencian hasta la oposición irreductible precisamente a causa de su concepción del hombre y su condición de ser? Lo mismo vale decir en lo que concierne a las instituciones sociales en los diferentes países de nuestro planeta. Más aún, las religiones mismas, o más exactamente, las múltiples formas de Religión, ¿no son específicas por sus visiones particulares del devenir humano y su fin último?

 

         El Islam por su parte tiene, por tanto, su propia concepción del hombre en cuanto a su realidad esencial y permanente, su posición presente, su devenir inmediato y remoto. Me parece interesante que nos detengamos en esta concepción a fin de desgajar su sentido, apreciar su valor y marcar sus límites. De una manera general, se puede decir que el Islam encara al ser humano en dos aspectos netamente distintos y, sin embargo, íntimamente ligados el uno al otro. La visión islámica, en efecto, engloba la totalidad de la condición humana, a la vez en su estado actual, es decir, su dimensión terrestre, tanto colectiva como individual, y en su estado supra-terrestre. Se esfuerza en conciliar estos dos aspectos complementarios de la vocación humana ofreciendo al hombre los medios adecuados para realizar su destino final.

 

         Antes de entrar en el desarrollo de nuestro tema, debemos lanzar una mirada al medio histórico y social en el que nació el Islam. Intentaré aquí mostrar cómo la sociedad árabe pre-islámica estaba edificada espiritual y socialmente y cómo el árabe de entonces tomaba conciencia de sí mismo y de su devenir. Ello me parece necesario para comprender la vocación propia del Islam y su orientación. En efecto, ninguna revolución, ya sea de orden temporal o espiritual, emerge de la nada. Está siempre en relación directa o indirecta con ciertos factores económicos o sociales que general una extrema tensión de espíritu, un profundo desequilibrio en una situación dada. La revolución surge entonces como respuesta a las aspiraciones y a la angustia del hombre. Y el Islam, en cuanto a su aparición sobre la escena de la historia y su evolución continua, no escapa a esta ley fundamental.

 

         Pero el hecho social tomado aisladamente y los factores económicos que se tengan en cuenta desde el ángulo de su contexto histórico, no bastan por sí mismos para elucidar totalmente el misterio de la emergencia del Espíritu. Con más razón cuando se trata de la Acción del Creador, de su intervención en la historia humana. No obstante, contribuyen a favorecer la difusión del Espíritu creando el terreno propicio para nuestra asimilación y nuestra liberación. Esto es verdad igualmente al nivel de la vida interior de cada ser. Es el misterio, el gran misterio de la manifestación del Espíritu, ya sea en el plano cósmico, biológico o psíquico, de no aparecer más que a partir del caos. Es sobre las ruinas del Ego donde se funda la regeneración, y es a partir de la nada de donde comienza a alumbrar la llama de la vida.

 

         Meca, en el momento en que Muhammad (s.a.s.) empezó a predicar su mensajero, conocía profundas perturbaciones en la vida moral, social y política. Esos cambios eran debidos al crecimiento del comercio que hacía del Meca un centro de operaciones de gran envergadura.

 

         En efecto, desde hacía mucho tiempo, Meca era considerada por todos los árabes como un lugar santo en el que se encontraba el gran Santuario erigido, según la Tradición, por Abraham y su hijo Ismael. Los nómadas llegaban en peregrinación a Meca cada año -en un mes en particular- desde las diversas regiones de Arabia. Los meses próximos a la peregrinación eran meses sagrados y el territorio en torno a Meca era igualmente sagrado. Durante ese periodo las querellas tribales eran suspendidas, lo que permitía a los nómadas tomar parte en la peregrinación sin peligro de ser atacados y aprovechaban la ocasión para intercambiar productos con toda seguridad. En tales circunstancias, la guarda del santuario era fuente de un gran provecho y los mequíes se hicieron pronto cargo de ella. Vieron que iba en su interés lograr que la frecuentación del santuario fuera permanente.

 

         Así, por su control del santuario y su parte en el comercio de la peregrinación, los mequíes prosperaron y su colonia se agrandó hasta el punto de convertirse en ciudad. Por razones que no son del todo claras, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo VI, hasta alrededores del año 600, sus empresas comerciales se expandieron. Se asistió a un cambio importante: el paso de una economía pastoral nómada a una economía mercantil que entraño una modificación radical entre las instituciones anteriores (a las que los mequíes seguían estrechamente atados) y el nuevo medio económico. Una nueva forma de vida social estaba a punto de nacer, pero el cambio demasiado rápido de la sociedad mequí junto a los conflictos de interés económico impidieron la edificación de una comunidad armoniosa y coherente.

 

         Las virtudes árabes tradicionales tales como la muruwwa (literalmente, la virilidad, pero que se trata aquí de todo un conjunto de cualidades morales que forjan al hombre auténtico como el coraje, la paciencia, la fidelidad al grupo y a las obligaciones sociales, la hospitalidad), al igual que la virtud del ‘ird, el honor, la futuwwa, la caballerosidad, virtudes que constituían el ideal de la vida árabe de antes y su razón de ser, se alteraban poco a poco y dejaban lugar a un individualismo celoso, a un apetito desenfrenado de riquezas. Al mismo tiempo, en el plano de las instituciones sociales, se conoció un debilitamiento de la estructura tribal, base fundamental de la sociedad árabe. Ello entrañaba la desaparición de la solidaridad del clan, la opresión del os miembros más débiles de la comunidad como las viudas o los huérfanos.

 

         A la decadencia de los valores morales y de las instituciones sociales correspondía un deterioro de la vida religiosa. Se asistió a la pérdida del sentido de lo sagrado. La función de sacerdote se redujo a la de adivino o mago. Un espíritu pagano se desarrolló en detrimento de lo divino que acabó inevitablemente en el culto a los ídolos.

 

         Tal parece ser la situación religiosa y social de Arabia en el momento en que Muhammad comenzó a predicar su mensaje a principios del siglo VII de la era cristiana.

 

         Esa degradación general de la sociedad árabe, expuesta aquí sucintamente, no se limitaba a Arabia. El mundo semítico entero vivía una profunda crisis que sacudía sus mismos fundamentos. Era debido al hecho de que esa región privilegiada estaba sirviendo de teatro a los conflictos sangrantes que oponían a los dos grandes de la época: el Imperio bizantino y el Imperio sasánida. No entra dentro de nuestro propósito entrar en el detalle de esas rivalidades que se prolongaron durante siglos. Pero lo que nuestra atención debe retener es que la religión estaba en la base, a la vez motivo e instrumento, de ese enfrentamiento brutal. En esas condiciones, no nos extrañará ver ciertas almas, de lata conciencia, interrogarse con angustia sobre la suerte final del patrimonio espiritual tan comprometido en luchas mundanales.

 

         Era difícil admitir y comprender la actitud de Bizancio, ciudadela de la ortodoxia cristiana en Oriente que, a la vez que llevaba una lucha sin piedad contra las herejías en el seno de su inmenso Imperio, no tenía reparo en sostenerlas en la persona de algunos príncipes árabes gassâníes de confesión monofisita, a fin de utilizarlos contra los sasánidas y sus aliados nestorianos. Se cita el caso de un príncipe árabe, al-Hariz ibn Yabala (que los griegos llamaban Arethas), elevado a la dignidad de filarca y patricio a pesar de su conocida relación con la doctrina monofisita. Igualmente, los reyes sasánidas, defensores del mazdeísmo, protegían a los nestorianos que encontraban así en estos últimos el apoyo necesario para luchar contra los bizantinos.

 

         En cuanto a los judíos, no estuvieron al margen de esas luchas absurdas. Entraron a su vez en ese ciclo infernal. Se cuenta la historia del príncipe Yusuf As‘a (llamado Dzû Nuwâs por los árabes) que, aprovechando las querellas entre los dos grandes, logró fundar gracias a hábiles estratagemas un reino judío en Arabia del Sur, a comienzos del siglo VI. Su primera gesta inaugurando su reino fue organizar una verdadera masacre contra los cristianos árabes del Naŷrân en recuerdo de las persecuciones que los bizantinos hicieron sufrir a los de su raza. Ello le valió las represalias inmediatas, tanto de los bizantinos como de los etíopes que pusieron fin brutalmente a su joven reino.

 

         En el curso0 de ese largo y atormentado periodo, brillaron chispas de luz que aparecieron aquí y allá forzándose en disipar las tinieblas pues el cielo jamás a privado a la tierra de estrellas. En este sentido hay que mencionar al grupo de los hanîfs en Arabia, fieles a la Tradición abrahámica pura recibida y trasmitida por Ismael y su descendencia a través de los siglos, y también las numerosas órdenes religiosas contemplativas dispersas por el desierto y las montañas. Pero ni unos ni otros podían convencer a los príncipes reinantes de sus errores ni tampoco emocionar los corazones de las masas. Fue así como todo un pueblo de huérfanos, viudas y oprimidos, todo un mundo de almas sedientas de luz y de justicia estaba a la espera de un héroe. Las vías estaban, por tanto, abiertas al ser excepcional que sabría responder a las aspiraciones esenciales del Hombre.

 

         ¿Responder a las aspiraciones esenciales del Hombre? He aquí una excelente entrada en la materia ofrecida a nuestro tema por el contexto histórico en el que el Islam vio el día. Pero esto implica desde ahora y ya que ese nuevo mensaje espiritual tenga efectivamente su propia visión del ser humano, tanto en lo que concierne a su realidad arquetípica permanente con en su tragedia existencial, y que tenga también pleno conocimiento de los factores que interviene sobre nuestra salud final y los medios que permiten acceder a ella. Es esto lo que intentaremos presentar brevemente.

 

         El conjunto de textos coránicos y tradicionales relativos al hombre y a la condición de su ser, y que nos son expuestos bajo forma de símbolos y por modo de intuición, pueden ser repartidos en cuatro categorías. Tenemos pasajes que tratan del Hombre arquetipo y de su condición superior; otros que describen la realidad humana en su estado inmediato. Después, un conjunto de relatos que trazan la Vía que el hombre debe seguir para realizar su Liberación; en fin, ciertos pasajes que nos revelan cuál es el Término Final del Devenir humano. Este corpus de textos tradicionales constituye verdaderamente las bases sobre las que se edifica la concepción islámica del hombre y su devenir y vamos a examinarlos uno por uno en su orden respectivo.

 

 

         El hombre en su condición arquetípica

 

         En su constitución original, el ser humano, según nos enseña el Libro del Islam, es un signo maravilloso del Poder Absoluto de Allah, la manifestación por excelencia de la Compasión universal.  El Corán, en varias ocasiones, somete a nuestra meditación esta idea reveladora: que el universo todo entero está poblado de signos maravillosos de Allah y que esos mismos signos existen dentro de nuestro ser. Escuchemos, por ejemplo, este versículo: “¡Cuántos signos hay sobre la tierra lapa la Gente de la Certeza! ¡Y cuántos signos hay en vosotros mismos! ¿No les prestaréis atención?” (LI, 20-21). Y también este: “Les mostraremos nuestros signos en los horizontes y en sí mismos, hasta que la Verdad les sea Evidente” (XLI, 53).

 

         Pero, ¿qué significa que el hombre sea un signo? ¿cuál es el alcance metafísico de este postulado en lo que concierne a la realidad esencial del hombre y a la condición de su ser? El término árabe âya (pl. âyât) que hemos traducido por ‘signos’ designa a la vez la prueba evidente de una cosa, su poder deslumbrador y la marca visible de su presencia. Es interesante observar que el Corán no se contenta con recordar que los ‘signos’ de Allah existen en la creación como los fenómenos naturales, por ejemplo, sino igualmente en la Revelación y los milagros. Dicho de otro modo, la Revelación recibida por los Profetas, tanto como los milagros prodigados por los Amigos de Allah (Awliyâ), son tantas manifestaciones concretas de los signos que delatan a Allah. Pero si bien los signos de Allah que existen en la naturaleza se sitúan en el plano cosmológico, esos mismos signos manifestándose en o por la Revelación, se sitúan en el plano escatológico.

 

         Si el hombre es un signo de Allah, esto quiere decir que porta en sí la prueba de la presencia de su Señor, que él es un símbolo visible del Invisible. Y esta idea de ‘signo de Allah’ aplicada al hombre no debilita su realidad ontológica; al contrario, la presenta en su alta condición de ser. Permite al hombre, por una intuición directa, entrar en contacto íntimo con Allah, su principio, y estar en armonía con el universo, su campo de actividad. Toda antinomia se disipa entonces entre Allah y el universo en medio de esta percepción intuitiva. Así, el Corán, por su misma gramática, nos hace trascender toda contradicción interna que podría surgir en nuestra reflexión, ante Allah por una parte, y ante la naturaleza por otra.

 

         ¿Cómo mi conciencia se turbaría ante Allah cuando porto en mí su signo como una marca indeleble? ¿Cómo mi relación con el universo podría ser alterada cuando también es el signo visible de la Actividad creadora? En esta perspectiva donde ‘conocerse a sí mismo’, como enseña una célebre sentencia profética, es ‘conocer a su Señor’. No se trata de conocerse a sí mismo en la condición contingente e individual, sino en el estado superior en tanto que llevamos en nosotros una parte de eternidad que sella nuestra personalidad integral. Sí: conocerse a sí mismo precisamente porque el hombre es obra bendita del arte divino, el signo visible de su Presencia Inefable. Conocer esa obra en todos sus matices y sus riquezas, ¿no es conocer al mismo Artífice?

 

         Más que signo, el hombre es un espejo en el que se refleja la gloria de Allah y en la que ella se contempla en su forma perfecta. Una sentencia profética declara: “Yo era un Tesoro Escondido, y quise ser conocido. Por ello creé al hombre y por él fui conocido”. La creación del hombre desde esta perspectiva demuestra que no se debe al azar ni a un capricho divino; ni aparece tampoco bajo el signo de una extraña maldición. Al contrario, es la expresión de la nostalgia divina de ser conocida en un objeto que manifieste plenamente sus perfecciones. Es ahí donde residen los motivos misteriosos de la aparición del hombre en el seno del cosmos y sobre la escena de la historia, la significación paradójica de su destino final.

 

         Ese tesoro escondido que simboliza a la Esencia de Allah aspirando a ser conocida expresa ya toda la complejidad del Ser absoluto que, por una parte, no puede permanecer en una soledad que sería contraría su irradiación, como la belleza, que por naturaleza tiende a abrirse. Y, por otra parte, Él no puede ser contemplado más que por Él mismo, del mismo modo que el amor no puede ser conocido más que por el Amor. Esa enseñanza profética, de una alto alcance metafísico, ha sido la fuente de la meditación de los espirituales en el Islam, de su visión de Allah y de la vocación humana.

 

         Escuchemos cómo esa enseñanza ha sido vivida y sentida por al-Hallâŷ, el mártir místico del Islam:

         “Anteriormente a todo, antes de la creación, antes de su ciencia de la creación, Allah en su unidad se dedicaba a sí mismo, en un discurso inefable, contemplando en ella el esplendor de su Esencia.

 

         Y esa simplicidad radical de su admiración, de su aclamación ante Ella, es el Amor que, en su esencia, es la Esencia de la Esencia, por debajo de toda modulación en Atributos.

 

         En su aislamiento perfecto Allah se ama así, se elogia e irradia por el Amor. Y es esa primera irradiación del Amor en el Absoluto Trascendente lo que determina la multiplicidad de sus Atributos y sus Nombres.

         Allah, entonces, por esencia, en su esencia, quiso proyectar fuera de Sí para ver su Felicidad suprema, su Amor en el aislamiento para  hablarle.

 

         Contempló en la pre-eternidad y sacó de la Nada una imagen, imagen de Sí mismo, de todos sus Atributos, de todos sus Nombres: el Antropos Celeste, el Adam espiritual.

         Lo saludó, lo glorificó, lo eligió  y como irradiaba por ella y en ella, esa figura creada no era otro que Él mismo” (Traducción de Massignon).

 

         Esta misma idea, al-Hallâŷ la cantó en un célebre poema: “Alabanzas a quien manifiesta su humanidad como misterio de gloria de su trascendencia brillante y aparece en el estado visible de su criatura, bajo la forma de uno que come y bebe” (Traducción de Corbin).

 

         Ibn ‘Arabi -el gramático de la sabiduría musulmana- sabrá comentar, aún mejor todavía, la maravillosa intuición de al-Hallâŷ, y nos permitirá penetrar en el misterio del Antropos Celeste.

 

         En su sistema cosmogónico, el Maestro precisa que los mundos fueron concebidos por Allah como espejos a través de los cuales se proyecta su gloria. Allah quiso que esos espejos fueran perfectos para que su contemplación de Sí mismo fuera tan pura y trasparente como el cristal y con ese designio creó al Hombre. La aparición del hombre en el seno del cosmos es la consecuencia de la voluntad de Allah de asociarlo íntimamente al misterio del Ser. Es por lo que todo lo que existe en tanto que aspecto de la perfección universal en estado separado en los mundos, existe sintéticamente en el hombre. Virtualmente, en el hombre común, y realmente en el hombre perfecto.

         El edificio humano, según nuestro Shayj, está compuesto de cuatro partes que constituyen la unidad ontológica de su existencia: el espíritu divino insuflado en él; la Inteligencia que lo relaciona al Intelecto supremo; el Alma que forma parte de la naturaleza universal; y finalmente el cuerpo que proviene del mundo elemental. Es gracias a ese complejo, a esa estructura totalizadora, la cual no se encuentra en las demás criaturas, por lo que el hombre es el más apto  para representar a Allah sobre la tierra, tal como afirma el Corán. Comprendemos con ello por qué el Hombre real, es decir, el Hombre Perfecto, sea, por una parte, el secreto de Allah y, por otra, el corazón y el sentido del cosmos.

 

         Pero, se dirá, ¿cómo conciliar a la vez el enunciado de esta enseñanza profética y la seductora perspectiva abierta por los grandes místicos del Islam como al-Hallâŷ e Ibn ‘Arabi, con lo que sabemos de la doctrina islámica fundamental sobre la absoluta trascendencia de Allah? Digamos inmediatamente y con mucha brevedad que el enunciado de esta enseñanza profética que, si bien resulta dudosa en su forma textual para los garantes de la ortodoxia en el Islam, no es contestada por nadie en cuanto a su contenido, considerado como conforme al espíritu mismo del Corán. Además, la idea maestra que se deriva de esta enseñanza profética está en relación con la noción de Luz Muhammadiana, a saber: la permanencia de la realidad esencial del mensaje profético transmitido a lo largo de los siglos. Esta noción es reconocida a la vez por los doctores de la Ley del Islam, los místicos y los shi‘íes.

 

         En cuanto a la doctrina islámica sobre la trascendencia absoluta de Allah, será evocada y desarrollada más adelante. Lo que nos interesa ahora es saber de qué manera y en qué sentido los metafísicos del Islam han comprendido y meditado el misterio del Antropos Celeste y sus relaciones con Allah. Es un punto capital  que vale la pena, si no de ser tratado, al menos de ser recordado aquí. Es cierto que la noción de Atropos tal como es presentida por los metafísicos del Islam evoca la doctrina del Logos y de la Encarnación en el cristianismo. A propósito, recuerdo la reacción de un amigo cristiano cuando leyó el pasaje de al-Hallâŷ y su célebre poema mencionado más arriba. Exclamó: “Es exactamente nuestra doctrina sobre el dogma del Verbo y su Encarnación”.

 

         El paralelismo entre esas dos nociones es evidente, incluso chocante, pero existe una diferencia radical de perspectiva. Para el Islam, en efecto, el Antropos, tanto en lo que concierne a su realidad arquetípica como a su manifestación temporal, no es concebido ni como una hipóstasis divina, ni como una encarnación de la divinidad sino como una teofanía, el más alto modo teofánico de la dividad. Para asir la significación exacta de esta concepción y su alcance teológico es necesaria una breve puesta a punto del tema.

         La metafísica islámica distingue de una manera general dos formas de manifestación en el seno de Allah: su manifestación intrínseca (los Nombres y los Atributos); su manifestación extrínseca (los mundos con todo lo que comportan de evolución y diversidad desde la materia inerte hasta el Intelecto primero). En el primer caso, la relación ontológica entre la manifestación y el Principio es una relación de unidad: los Nombres de Allah y los Atributos participan de una Esencia única (tal o cual Nombre divino representando, o más exactamente personificando a Allah mismo bajo uno de los aspectos de su perfección infinita). En el segundo caso, la relación ontológica que se establece entre el Principio y la manifestación es una relación de unión. Los mundos ante Allah no son en efecto ni determinación, ni encarnación, sino una de las posibilidades del Acto creador. De este modo, se distinguen de su principio si bien dependen de Él. Si, al contrario, se considera el mundo como una determinación o encarnación de lo divino, se le identifica inevitablemente con Dios.

 

         Pero, ¿cuál será pues, en esta perspectiva, el estatuto teológico de una intervención sobrenatural de Allah en el tiempo? Esta intervención de Allah en el tiempo es posible en sí pues la creación del mundo no puede limitar la absoluta libertad de Allah de Allah. No obstante, esta intervención sobre natural, cualquiera que sea su forma, está siempre acompañada de un elemento extraño a la naturaleza divina. Tal es el caso de la Revelación por el texto, por ejemplo. El texto es el soporte creado de una Expresión increada. Lo mismo puede decirse en la intervención divina bajo forma humana. Esta última juega el papel de símbolo de la Presencia inefable de lo divino entre nosotros. La consecuencia de ello es que no puede haber relación de unidad, en el plano ontológico, en una intervención de ese género, sino sólo una relación de unión.

 

         pero hay una cierta unidad en la intervención sobrenatural tal como lo sugiere la afirmación islámica según la cual “el Corán es la Palabra Increada de Allah”, identificando así el texto revelado con el Verbo eterno. En la misma perspectiva se sitúan, entre otros, los pasajes coránicos siguientes: “El que obedece al Profeta, obedece a Allah”, y “los que hacen pacto con el Profeta, lo hacen con Allah. Y la mano del Profeta (sellando el pacto) es la Mano de Allah”. Esta unidad no se sitúa en el plano ontológico, sino estrictamente en el plano metafísico, el cual supera infinitamente la realidad temporal del soporte y su condición de ser.

 

         ¿Unidad metafísica, unidad ontológica? ¿Qué quiere decir? ¿Qué distinción se puede hacer entre ambos extremos? La unidad ontológica pertenece al dominio del ser -cualquiera que sea su estatuto, relativo o absoluto- como indica el término. Designa al ser en tanto que tal, despojado de todo atributo o calificación esencial o accidental. Por el contrario, la unidad metafísica supera infinitamente el dominio del ser. Pertenece exclusivamente al universo divino, pues Allah, en su misterio insondable, es a la vez Ser y Super-Ser. Digo Super-Ser y no No-Ser en su Esencia, puesto que ésta es, hablando rigurosamente, Inconocible, Inasible, Incomunicable. Toda aproximación de orden conceptual o espiritual a su misterio, a este nivel, debe hacerse por vía negativa.

 

         Pero, ese mismo Dios, Super-Ser en su esencia, es también y simultáneamente Ser o, mejor dicho, el Ser en su sentido absoluto por sus Nombres y sus Atributos. Estos, tal como acabamos de subrayar más arriba, son la Relaciones subsistenciales que personifican a Allah en tal aspecto de su Plenitud. Es por lo que -repitámoslo- la unidad que se instituye entre Allah y el Existir en el caso de una intervención sobrenatural se sitúan en el plano metafísico. Limitarse a concebir la unidad en el plano ontológico cuando se trata de hecho de una intervención sobrenatural es condenarse a ignorar la totalidad del misterio divino (el Ser y el Super-Ser) y por ello, acabar inevitablemente en una concepción panteísta tanto en el plano de la esencia como en el de la existencia.

 

         Tras esta incursión en el dominio de la teología, volvamos a observar de cerca ciertos datos tradicionales que conciernen a la realidad humana en su condición arquetípica. El Corán enseña que la estructura del hombre ha sido modelada según la forma más bella, y su naturaleza inicial ha sido hecha a imagen de la Verdad pura: “Eleva tu rostro como hanîf en dirección hacia la Religión primordial, conforme al diseño de Allah según el cual el hombre ha sido creado. Ninguna modificación es posible en la obra de Allah. Esa es la Orden inmutable” (XXX-30).

 

         En la perspectiva coránica, el hanîf designa al adepto que orienta su aspiración esencial hacia la religión eterna la cual mana de la fuente de la Verdad. Eso nos muestra que la sed de verdad anclada en todo ser encuentra su resonancia en la profundidad  de su naturaleza inicial, al modo de una luz exaltada por otra luz, como un espejo limpio refleja la Imagen arquetipo. La auténtica vocación del hombre en este cuadro es la de brillar en la plenitud, la de elevarse hacia su origen redescubierto y del que posee en sí una huella nostálgica.

 

         El hombre ha sido investido en la tierra con la función de representante divino y esta investidura hace de él se realiza la voluntad del Cielo. Participa estrechamente de la obra creadora en tanto que factor de progreso y evolución. El conocimiento de todos los Nombres, según declara el Corán, es la prerrogativa relacionada a la función del hombre en tanto que representante de Allah sobre la tierra. Es la recompensa suprema ofrecida a su alta dignidad.

 

         Pero, ¿qué significa exactamente que el hombre ostente el conocimiento de los Nombres? En las lenguas semíticas, el nombre es considerado como el símbolo de la realidad de las cosas. Conocer los Nombres es, pues, sondear la realidad profunda del ser, definirlo en su esencia. Los metafísicos del Islam van aún más lejos. No se trata simplemente de dar una definición de las cosas sino de ligarlas a su principio supremo, de suscitar entre el Principio y las cosas esa ‘simpatía’ gracias a la cual se opera la identificación en el Acto-creador. El conocimiento, en esta visión, es una obra verdaderamente salvadora. Es la clave que permite acceder al misterio del Ser.

 

         Entre las pesadas responsabilidades que el hombre aceptó asumir (de donde se puede desgajar los gérmenes de un particular humanismo en el Islam) figura, según el Corán, esa misteriosa carga a la que se da el nombre de Amâna (literalmente, confidencia, secreto íntimo, obligación, depósito). Esta Amâna fue propuesta a los cielos, a la tierra, a las montañas, que la rechazaron, aterrorizados ante la idea de cargar con un fardo tan pesado.  En realidad, la carga de la que se trata no es otra que el secreto divino que reside en el trasfondo del ser. Y ese secreto divino, dirá un maestro espiritual, “no es otra cosa que tú mismo”.

 

         En esta misma voluntad de preelección divina es donde el Verbo eterno, fuente de Vida, de Luz, de Verdad, ha sido comunicado al hombre. Pero lo que es interesante aquí, subrayémoslo, es la manera en que tal comunicación fue efectuada. El Verbo, en efecto, afirma el Corán, ha sido trasmitido al hombre de un modo didáctico de enseñanza e iniciación, lo que demuestra la sabiduría infinita de la economía divina en sus intercambios con el género humano: “El Compasivo, es Él quien ha enseñado el Corán. Es Él quien ha creado al hombre y le ha comunicado su Verbo (Bayân)” (LV-1/4). Hay que recordar el simbolismo del Cálamo, instrumento supremo con el cual el Maestro divino instruye al hombre: “Lee, con el nombre de tu Señor, que ha creado. Que ha creado al hombre a partir de un coágulo. Lee, en verdad tu Señor es el más generoso. Es Él quien enseña por medio del Cálamo, y enseña al hombre lo que el hombre desconoce” (XCVI-1/5).

 

         Pero la enseñanza (ta‘lîm), en su empleo coránico, no designa un simple saber exterior o parcial. Concierne a la realización integral del ser; es una iniciación recibida en las profundidades de la conciencia. La enseñanza que Allah prodiga al hombre lo eleva hasta la cima de la perfección. Todas las virtualidades que el hombre lleva en sí se convierten en acto puro a imagen de su Maestro celeste.

 

         Y para marcar el origen trascendente del ser humano, eL Corán declara que el espíritu fue insuflado en él. Ese espíritu vivificante, según precisa el Corán, emana de un mundo particular cuya naturaleza es la de orientar e imprimir a las cosas su movimiento y dándoles una significación plenaria. No hay que confundirlo con el mundo de la materia que se rige por las leyes del determinismo, sino que difiere de él enteramente. Gracias a su pertenencia a ese mundo el ser humano escapa a la rigidez de las leyes mecánicas que lo condicionan y puede acceder a la libertad de espíritu. El Corán designa ese mundo con un vocablo que expresa bien la originalidad de su terminología espiritual. Lo llama el Amr: “Se te interroga (oh, Muhammad) por el Espíritu. Respóndeles: El Espíritu emana del (universo del) Amr de mi señor” (XVII-85). Este enigmático pasaje ha sido meditado y comentado por numerosos teósofos del Islam desde al-Hallâŷ hasta nuestros días. Un pensador musulmán contemporáneo, Iqbal, analiza en estos términos la noción de Amr:

         “El Corán, para expresar los diferentes modos por los que la actividad creadora de Allah se revela a nosotros emplea dos palabras: Jalq y Amr. Jalq es creación, Amr es dirección. El pasaje coránico sobre el Espíritu que emana del Amr significa que la esencia del alma humana es directora puesto que procede de la energía creadora de Allah. Así, mi personalidad real no es una cosa, sino un acto”.

 

            Iqbal continúa diciendo:

         “Mi experiencia es solamente una serie de actos referidos mutuamente uno a otro y ligados juntos por la unidad del propósito directos. Mi realidad entera reposa en mi actitud directora. No podéis concebirme como un objeto en el espacio, o como una serie de experiencias en un orden temporal; debéis interpretarme, comprenderme, y apreciarme en mis juicios, mis actitudes de voluntad, mis fines y mis aspiraciones”.

 

         Otro pensador contemporáneo pakistaní, M. Brohi, precisa aún más:

         “Mi opinión es que el término Amr es el mundo del significante, el de la significación, y representa desde el punto de vista del hombre el movimiento interno de la potencia creadora de Allah. El resultado de la orden de Allah “Sé” es a la vez la creación y la significación; pero para el hombre, tal es el mecanismo de su percepción, el procedimiento adquiere un aspecto de cualidad con el resultado que su inteligencia separa el indivisible precedente creador en dos: de un lado el mundo de la materia, de la necesidad, y de otro, el mundo del espíritu, de la libertad. A fin de que el hombre pueda escapar a esta óptica de la realidad, debe hacerse más consciente del verdadero asiento de su personalidad, y es entonces cuando se libera de las leyes de la necesidad mecánica que gobierna la naturaleza y se ancla en el mundo del Espíritu. Visto abstractamente, el hombre es a la vez materia y espíritu, pero el lugar donde quiera enraizar depende de él. Es él el que debe encontrar su libertad fundamental”

 

         Por nuestra parte, y para concluir, estas dos interpretaciones de Amr se completan y juntan en un último análisis. En efecto, cada uno de estos dos pensadores ha entrevisto uno de sus aspectos o, más exactamente, en una de sus funciones esenciales. Mientras que Iqbal se fija más en el aspecto ético y dinámico, Brohi pone el acento en el aspecto noético y estático.

 

         Esas dos opiniones, debido a su importancia, exigen una cierta clarificación. En realidad, si bien el Corán emplea Amr y Jalq para designar los diferentes modos de la actividad divina, esos dos vocablos se relacionan a un “Sí” único que se diferencia según se trate del mundo de la materia o del mundo del Espíritu. Por otra parte, en el lenguaje coránico, el Amr se aplica a la vez al origen trascendente del espíritu humano, como acabamos de subrayar, y al principio de la Revelación, lo que nos muestra el origen común de esas dos nociones y la vocación escatológica del hombre.

 

         Si el Amr es dirección, como lo subraya Iqbal, esta dirección que constituye la esencia del alma humana, se orienta inevitablemente al más allá. Si el Amr es también significación, según Brohi, es una significación que aclara el origen trascendente de nuestro ser. Así entendido, el Amr del que emana nuestra alma precisa la verdadera naturaleza humana y su vocación particular. La tierra natal del hombre no debe ser buscada aquí abajo sino en el más allá, en la esfera celeste. Su misión sobre la tierra es cumplir la peregrinación de su alma reconduciendo cada cosa a su origen trascendente por el develamiento de su transparencia. El hombre se desarrolla en el campo de la libertad, se afirma por el conocimiento, resplandece en el amor pues el espíritu presente en él es una emanación del mundo del Amr, mundo hecho de libertad, de conocimiento y de amor.

 

         He aquí esquematizada en sus grandes líneas la realidad esencial del hombre en su origen arquetípico. Pero el ser humano en su condición superior no debe hacernos olvidar el aspecto concreto de su existencia terrestre que está hecha de miseria y de sufrimiento, y de la que el Islam nos da también su propia concepción. Pero antes de abordar la condición humana bajo este ángulo, permitidme proponer tres cuestiones que pueden surgir:

 

         1- Esta representación del ser humano ¿es para el Islam un ideal hacia el que tiende el género humano o es una realidad que tiene su ejemplificación en nuestra propia historia?

         2- Esta presentación del hombre en su condición superior, ¿puede ser conciliada con la doctrina fundamental del Islam sobre la absoluta trascendencia de Allah?

         3- Finalmente, el Islam habla del ‘pecado’, ¿entraña el ‘pecado’ un cambio radical en la naturaleza del hombre y sus relaciones con Allah?

 

         Estas tres cuestiones son interesantes porque permiten interpretar bien la concepción islámica del hombre y su devenir.

 

         El Problema que se suscita aquí es el siguiente. El hombre en su condición superior es el Hombre perfecto. ¿Quién es? ¿Cuáles son sus caracteres distintivos, su vocación real? Según el Islam, el Hombre perfecto es una realidad histórica. No deja de ser hasta el fin del mundo. Aunque es uno en su realidad esencial y en su origen arquetípico, se diversifica en su aparición temporal y su manifestación a través de la historia, de modo que se puede decir que a la vez es intemporal y temporal.

 

         En la escena de la historia, el Hombre perfecto está representado en la persona del Profeta y por la del walî; ambos son una realidad pues uno y otro se refieren al Antropos celeste. Sólo difieren en su persona histórica y su función respectiva. Esa diferencia es debida precisamente a la naturaleza de la manifestación divina, múltiple en sus posibilidades infinitas,  y también a la situación particular del hombre en su vida presente. Como resultado de su estado actual, el hombre tiene necesidad de una sharî‘a (ley) que lo dirija y de una haqîqa (verdad esencial) que de a sus actos y a su vida una significación superior. El Profeta es el anunciador de la Hora final. Es el signo de la resurrección y el mensaje que predica, la Ley sagrada que instaura tiene el objetivo de prepararnos para la venida del Tiempo de Allah, su reino, por la restauración de nuestro segundo nacimiento.

 

         En cuanto al walî, es el amigo humano de Allah y el amigo divino del hombre según una bella definición del Pr. Corbin. Es el anticipador de la Hora final que vivifica y ejemplifica en su figura de luz. Según el Islam, esta doble manifestación del Antropos a través de la persona histórica de los Profetas y de los walî forma dos ciclos en la historia espiritual de la humanidad, o más exactamente en la historia de las relaciones íntimas de Allah con el género humano. Un ciclo profético constituido por la serie de profetas, y un ciclo de la Wilâya constituido por la serie de los walî. Pero mientras que el ciclo profético ha sido cerrado en el tiempo con la venida del último Profeta Muhammad, el ciclo de la Wilâya continua hasta el fin de los tiempos donde es cerrado por la venida por el Sello de los Walî que cierra la era de nuestra existencia terrestre. Su aparición será entonces el signo de la resurrección universal.

 

         El Hombre perfecto, así concebido, expresa bien la idea del Islam acerca de la vocación escatológica del ser humano tal como acabamos de verlo. Pero esta presentación de la realidad esencial y permanente del hombre y sus relaciones con Allah sólo es concebible en un clima teológico y metafísico en el que la divinidad tiene relaciones efectivas y salvadoras con el ser humano. Pero es de uso considerar la divinidad en el Islam como inaccesible, incomunicables, aislada en una trascendencia absoluta. Más bien se trata de un juicio atrevido, una concepción muy superficial de los valores islámicos. De hecho, a excepción de la escuela mu‘tazilí, de tendencia netamente racionalista, la teología del Islam distingue tres planos en el ser de lo divino: El plano de la Esencia (plano del Super-Ser, Hadrat adz-Dzât) incondicionada, imparticipable, incognoscible; el plano de los Atributos (Hadrat as-Sifât), los cuales sonlas autodeterminaciones del Ser absoluto y la manifestación ab-intra de su Perfección infinita; finalmente, el plano de los Nombres divinos (Hadrat al-Asmâ) que personifican a Allah bajo tal o cual aspecto de su plenitud. Los Nombres y los Atributos, desde esta perspectiva, tienen una doble función: en Allah, son su manifestación intrínseca; en el universo, juegan el papel de motores, de formadores, siendo intermediarios entre la Esencia y su manifestación extrínseca.

 

         Si bien Allah, al nivel de su esencia, es inaccesible, no obstante entra en comunicación con el existir, tanto en el plano de la creación como en el de la salvación, por sus Nombres y Atributos. Gracias a esta visión totalizadora del universo divino la ligazón entre el Cielo y la tierra por el Hombre perfecto se hace posible y encuentra su fundamento teológico, su justificación plena. El misterio del universo divino, así presentido, ha permitido a los teólogos y místicos del Islam escapar a dos obstáculos con los que con frecuencia choca el pensamiento en su representación de Dios, a saber: el monoteísmo abstracto (es decir, la noción de un Dios sin ninguna relación con el mundo) y el panteísmo que confunde a Dios y su manifestación, tanto en el plano de la Esencia como en el de la Existencia.

 

         La actitud islámica (a excepción de la escuela mu‘tazilí) concerniente a la doctrina del Corán increado refuerza aún más la noción del Hombre perfecto y sus relaciones íntimas con Dios. En efecto, la idea del Corán increado implica necesariamente la noción de lo divino interviniendo misteriosamente en el destino del hombre. Y el fiel que medita esa Palabra increada, que modela su vida a la luz de la Sabiduría revelada, tiene efectivamente una experiencia real del Eterno.

 

         Finalmente, el problema del pecado no está ausente en la doctrina islámica. Está en la base del radical desnivel entre el plano del hombre en su condición superior y el plano del hombre en su estado actual, creando una escisión efectiva entre la era de la inmortalidad y la plenitud en la que se baña el Hombre primordial, y la era de lo perecedero en la que está sumergida la humanidad presente. Por tanto, el Islam no considera el acto de pecar como una ruptura fatal entre el hombre y Allah susceptible de alterar la naturaleza básica del hombre. El pecador, aunque se rebele ante una orden divina no por ello está menos sometido a la Ley universal, al Designio misterioso de Allah que abraza todas las cosas y en cuyo interior los actos del hombre, su bien y su mal, encuentran razón de ser.

 

         Dicho en otros términos, si hay una ruptura entre el hombre y Allah, en o a partir del acto del pecado, ésta se sitúa estrictamente, a los ojos del Islam, en el plano de la voluntad en lo que se refiere al hombre, y al nivel del ordenamiento ante Allah. No alcanza jamás el plano de la Ley universal, el del Designio divino. La ruptura entre Allah y el hombre no es total. Pues, de lo contrario estaríamos imaginando al ser creado como dotado de un poder casi divino capaz de oponerse no solo al ordenamiento de Allah sino a la Ley universal. En ese caso no estaríamos en presencia de un ser creado dependiente de su Creador, sino en presencia de un dios destructor que posee el poder de medirse con el Dios Creador. Es por lo que, en el Islam, el pecado no entraña, repitámoslo una vez más, una modificación radical de la naturaleza del hombre y de sus relaciones con Allah, ni provoca la ruptura de la armonía cósmica.

 

         La verdadera consecuencia del pecado del hombre es de otro orden y el Corán lo recuerda con insistencia: es la pérdida para el primer hombre, y en consecuencia para el resto de la humanidad, del estado paradisíaco que no es otra cosa que la inmortalidad de los cuerpos y de las almas y la contemplación directa de Allah, privilegios del Hombre primordial. Para que el hombre en su situación actual reintegre o se prepare para reintegrar su estado primordial que siempre está latente en él, la asistencia del Cielo es indispensable (en ello reside la vocación y la significación de la gracia). Pues el paso de un estado en potencia al estado de acto solicita siempre la intervención de un agente acto puro. esa intervención divina se efectúa en nuestra historia, según el Islam, bajo la forma de una Vía, de un Guía, de un Garante. Es una intervención con tres dimensiones que expresa bien la Plenitud divina y su amor infinito por el género humano. La Vía es la manifestación del Verbo divino. Al igual que el sol ilumina los objetos y l os hace visibles a nuestros ojos, del mismo modo el Verbo eterno manifestándose bajo la forma de una expresión revela la Vía íntima de Allah y hace accesibles a nuestros corazones sus misterios. En cuanto al Guía, es el profeta, receptáculo humano del Verbo divino y su testigo vivo. Es él quien predica la remontada hacia Allah a la luz de la Evidencia. Finalmente, el Garante es el walî, el amigo humano de Allah y el amigo divino del hombre. Con su presencia visible o invisible, revivifica y perpetúa el mensaje celeste a través de los siglos, abriendo así a nuestras almas el camino de la peregrinación hacia las Fuentes de la Verdad, de la Vida y del Amor: la Vía de la Liberación.

 

Osman Yahya