Rasûlullâh
(s.a.s.) tuvo varias nodrizas. La primera fue una esclava de Abu Lahab, llamada
Zuwáida, que sustituyó a su madre natural, a los nueve días después de nacer
Muhammad, ya que Amina contrajo una gran debilidad tras el parto. Esta mujer
también sería la nodriza de Hamça, su tío, que tenía su misma edad. Al poco
tiempo lo amamantaron tres mujeres de la tribu de los Banu Sulaym, las tres se
llamaban ´Atika; más tarde Rasûlullâh
(s.a.s.) diría: “Yo soy el Nabí verdadero, yo soy el hijo de ´Abd al-Muttalib,
yo soy el hijo de las ´Awátik (plural de ´Atika) de los Sulaym”.
Pero
la nodriza con la que estaría más tiempo sería Halima, una mujer de la fracción
de los Banu Sa´d (de donde viene su apellido as-Sa´día), nómadas
pertenecientes a la tribu de los Hawaçin. Muhammad (s.a.s.) le sería confiado
poco después de su nacimiento, y ella lo amamantó hasta haber cumplido la edad
de dos años. En Makka se estimaba que la vida en el desierto era más sana para
sus hijos, conviniendo apartarles en sus primeros dos años del tórrido calor
de la ciudad. Pero a solicitud de Halima, Muhammad (s.a.s.) permaneció entre
los beduinos hasta al menos haber alcanzado la edad de cinco años, visitando
periódicamente a su madre. Mucho más adelante, tras la batalla de Hunáin, el
Nabí honró a su hermana de leche, Shaimá, y respondió favorablemente a la
demanda de los hombres de Banu Sa'd que, negociando la vuelta de sus cautivos,
hicieron valer su parentela de leche con él. Hay muchas historias que relatan
su estancia en el desierto: Halima y su familia prosperaron durante el tiempo en
que Habibullah (s.a.s.) estuvo entre ellos, gracias al poder de su Báraka. Poco
antes de ser devuelto definitivamente a su madre tuvo lugar el acontecimiento
del Shaqq as-Sadr (la apertura del pecho, vease artículo publicado con
anterioridad).
Halima
contó más tarde todo lo que sucedió durante este periodo de su vida, y la
tradición musulmana lo relata del siguiente modo:
Los
Banu Sa´d éramos pobres, y de vez en cuando acudíamos a Makka en busca de niños
a los que amamantar en el desierto a cambio de un sueldo o de camellos. Uno de
esos años, me retrasé y cuando llegué a la ciudad todos los bebés ya tenían
nodriza. Alguien me dijo que sólo quedaba un huérfano de padre del que nadie
se quería hacer cargo, porque poca cosa obtendrían a cambio. Yo me dije: “No
puedo volver con las manos vacías, y quién sabe, tal vez haya Báraka en este
niño”. Lo subí sobre mi asno y salí de la ciudad con mis compañeras; el
asno, que antes no podía casi ni caminar, ahora iba veloz, y mis compañeras me
decían: “Oh Bint Abi Duáib, despacio que no podemos seguirte, ¿es éste es
mismo asno en el que viniste?” Y yo les respondí: “Si, es el
mismo”. Y ellas me decían: “Por Allah, que aquí sucede algo”.
Y llegamos a nuestro campamento de los Banu Sa´d: yo no conozco una tierra de Allah más seca y estéril que esa. Pero desde que llegó con nosotros Muhammad, mis corderos siempre encontraban hierba, y yo y mi esposo ordeñábamos todos los días y nos daban abundante leche, mientras que los demás del campamento no lograban sacar una gota a sus ovejas. La gente decía a sus pastores: “Seguid al hijo de Bint Abi Duáib” –pues Muhammad (s.a.s.), junto a mis hijos, pastoreaba para nosotros. Pero los demás rebaños siempre volvían hambrientos, mientras nuestros corderos engordaban. Muhammad (s.a.s.), creció fuerte entre nosotros, más que los demás niños. Cuando cumplió los dos años y lo desteté, se lo devolví a su madre, pero le dije: “Déjalo junto a mí algún tiempo más, pues temo las epidemias de Makka”. Insistí tanto que me dejó volver al desierto con él.