La
inexistencia de un discurso orientado a convencer a los árabes de la necesidad
y legitimidad de la guerra desatada contra Iraq delata la inconsistencia de
todas las justificaciones. No es que la opinión pública árabe haya sido,
simplemente, desatendida. En occidente es posible enfrascarse en una discusión
sobre los móviles de EE.UU. o cómo será el mundo post-Saddam, pero en el
conjunto arabo-islámico tal debate sólo puede girar en torno a la evidencia de
una agresión criminal y ciega desde la prepotencia. Únicamente la televisión
kuwaití se hace eco del nombre dado a la operación, pero ‘Libertad iraquí’
resuena en todas partes a cinismo añadido a la tragedia a la que ha sido
condenado el pueblo iraquí, una tragedia que está siendo vivenciada por todos
los árabes como jamás antes había ocurrido.
La
retrasmisión en directo de la guerra por las cadenas vía satélite árabes, en
especial al-Yazira, comunica a los espectadores una angustia absoluta. Cámaras
apostadas durante horas en Bagdad, Mosul o Basora, recogen los sonidos
aterradores de las explosiones, el sisear de los mísiles y los silencios
expectantes, y no escamotean las imágenes más crudas de las víctimas, el
miedo, la desesperación y la ruina. No se trata ahora de aparentes juegos
artificiales en medio de una noche verde. De forma permanente, reproduciendo la
situación que se vive en Iraq casi al minuto, los árabes están recibiendo una
información sobre la guerra que no consiste en simples resúmenes, ni en el
seguimiento de acorazados impersonales, ni pone todo el acento en el magnífico
equipo americano o el formidable adiestramiento de las tropas británicas. Por
primera vez, las víctimas tienen rostro y presencia más allá de una
referencia sumaria a los daños colaterales. En los zocos, la venta de antenas
parabólicas se ha disparado, e, incluso aquí, entre los inmigrantes, el interés
por seguir los acontecimientos se concreta en acaloradas tertulias en torno a
televisores que han pasado a ocupar el lugar central en improvisados cafetines.
Efectivamente,
ninguna de las excusas para el ataque puede tener eco entre los árabes y los
musulmanes, y EE.UU. se les presenta en la desnudez de sus intereses coloniales
y estratégicos en la región y en su insultante alianza con Israel. A ningún
árabe se le puede decir que el objetivo de la guerra es liberar Iraq de una
dictadura feroz cuando por todas partes se encuentra con tiranías alimentadas
en buena medida por gobiernos occidentales. Tampoco se le puede decir que Iraq
representa una amenaza para la paz internacional cuando EE.UU. respalda el
terrorismo sionista. El filantropismo americano nunca ha tenido demasiados
creyentes entre los árabes.
La
potencia mundial por antonomasia lleva años poniendo a punto su arsenal,
convirtiéndolo en el más sofisticado y destructivo de la historia, a la vez
que ha estado trabajando el terreno de su enemigo para reducirlo a la mayor de
las indefensiones, tanto militar como moralmente.
Hemos asistido al espectáculo de un debate mundial sobre la conveniencia
o no de atacar Iraq. Para justificar el crimen se ha acusado a Iraq de ser un
peligro potencial para la seguridad y la paz en el mundo, demonizando al enemigo
antes de pasar a su destrucción. Se nos ha puesto a todos, forzando y
violentando las conciencias, en la aberrante tesitura de tener que elegir entre
un déspota, Saddam, y una nueva forma de colonialismo con todos los visos de
ser el más depredador de la historia, como si no hubiese más salidas. Todo
ello con urgencia, para que pasen desapercibidas la voracidad de las
multinacionales, los intereses estratégicos, los deseos morbosos de dominación
y el planteamiento de un futuro en el que el unilateralismo de EE.UU. quede
definitivamente consagrado.
No
obstante, se nos dice que el pueblo de Iraq se ha preparado con resignación
para lo que entonces se consideraba una guerra inevitable, y hoy es una realidad
dramática. La gente, en Iraq, está acostumbrada a ser sobresaltada en la noche
por sirenas que anuncian ataques aéreos, está acostumbrada a la penuria y al
terror. Nosotros, no. Resignación e indefensión; curiosamente, todo el mundo
sabe o intuye que los iraquíes, a los que se acusa de tenencia de armas de
destrucción masiva, sólo oponen algunas armas rudimentarias a los mísiles
norteamericanos. Curiosamente, se da poca importancia a este hecho, como si no
delatara nada.
¿Cómo
se siente la guerra en el resto del mundo árabe? Esta vez, al principio, casi
ni ha habido manifestaciones de repulsa en comparación con las movilizaciones
que en circunstancias parecidas han puesto el contrapunto al imperialismo
norteamericano. Mientras que millones de personas han salido a las calles en
Europa y América, los árabes, esta vez, han callado. Pero era un silencio
tenso e inquietante, que amenaza con destaparse algún día en una oleada de
furia. No se debía a la indiferencia o a la insolidaridad ni al miedo, ni era
el fruto de las amenazas. La impotencia preludiaba la rabia que ya está
empujando a miles de jóvenes a optar por acciones más radicales. Una opinión
muy generalizada apoya esa elección. La frustración, la rabia, el desamparo,
son también experiencias de las que carecemos en el occidente civilizado. ¿Cómo
calibrar, pues, desde aquí, las pasiones que se desatan en el mundo árabe en
situaciones críticas como las actuales? ¿Cómo entender cabalmente las
reacciones cuando faltan en la conciencia los estímulos que las activan? Sin
embargo, el intento de acercamiento a la vivencia de la crisis en ese otro
mundo, lejano y enigmático, puede ayudarnos a intuir el alcance de un conflicto
cuyos factores son complejos.
Cuando
se deja de lado por un momento todo discurso oficial sobre el conflicto, cuando
se evita caer en la trampa de los malabarismos y eufemismos que disimulan las
verdaderas intenciones, entonces se puede centrar la atención en el telón de
fondo que las actuaciones teatrales no dejan ver. No se trata sólo de averiguar
las intenciones o los intereses en juego, sino la denuncia que formula la
percepción misma del conflicto en sí. Los árabes están sintiendo en sus
propias carnes el drama que vive el pueblo iraquí. Sólo si nos da igual la
consecuencia humana de todo este montaje podemos abandonarnos a la frivolidad de
los análisis en la distancia. Todo esto hemos podido constatarlo aquí, en la lógica
con la que la gente ha condenado, sencillamente, la guerra, frente a la retórica
de la prepotencia. Esta guerra está creando una connivencia de pueblos por
encima de las justificaciones con las que se juega a defender lo indefendible.
Es
importante destacar esto último. Somos conscientes de que la oleada de
protestas contra la guerra está creando un nuevo clima en occidente en el que
empieza a vislumbrarse la importancia y fuerza que tendrá en poco la opinión pública.
Ésta ha empezado a expresarse no sólo en las urnas sino en constantes
ejercicios de libertad y participación gracias a las nuevas tecnologías que
permiten sincronizar aspiraciones y movilizaciones. Pero desde el mundo
arabo-islámico esa solidaridad con Iraq ha supuesto un revulsivo que aleja por
el momento el fantasma de una pugna de culturas o religiones. El masivo
cuestionamiento de la política norteamericana está sirviendo, afortunadamente,
para diluir polarizaciones y maniqueísmos. Abundar en esta reflexión es vital
para un futuro en el que no triunfen las manipulaciones ni los sectarismos.
En
su momento, los estados europeos, en medio de las necesidades que imponía las
trasformaciones industriales, quisieron explicar sus ansias de dominio sobre el
mundo como expresión de un deseo por extender la civilización, la justicia y
otros tópicos de la revolución francesa. El supuesto monopolio sobre la
civilización argumentó en favor el imperialismo, como si el ser civilizado
diera patente de corso. Hoy, el imperialismo integrista norteamericano se escuda
tras la salvaguardia de la democracia para derribar tiranías y dictaduras o
ahuyentar supuestas amenazas terroristas, como antaño la civilización permitía
conquistar las tierras de nadie arrebatándoselas sin más a un puñado de
salvajes. Uno de los problemas es que los valores democráticos quedan así
profundamente devaluados. El juego de EE.UU. atenta gravemente contra esos
valores y los desacredita incluso ante muchos de los árabes que hasta ahora
defendían la necesidad de imitar el modelo occidental.
Volvemos
a encontrarnos, como antaño, con el recurso a ‘notables tribales’, elegidos
ahora entre opositores desacreditados, que representen los intereses de la metrópolis,
en Afganistan y en el futuro Iraq. No se trata un simple anacronismo; al
parecer, la política americana está firmemente orientada en esa dirección que
revive lo peor de las tradiciones imperialistas. Retrocedemos así,
descaradamente, dos siglos atrás. Occidente sigue siendo, para los árabes, el
lugar de procedencia de las agresiones, el soporte de las tiranías, el garante
de un futuro cada vez peor y más indigno, y hoy en día, Estados Unidos
encarnan Occidente. Aznar, al menos, piensa que es así, ¿por qué los árabes
iban a creer lo contrario?
Hoy
en día, el mundo arabo-musulmán es uno de los escenarios en el que se
enfrentan descarnadamente diferentes intereses. Puesto que es el campo de
batalla, es donde la codicia y la rapiña hacen sus estragos. Las dictaduras,
los regímenes militares, la opresión que viven los pueblos árabes y
musulmanes no son resultado de elecciones propias ni tienen correspondencia con
una forma de ser que los demanda, como en ocasiones se suele afirmar. El
supuesto espíritu totalitario del Islam tiene tanta entidad como cuando se
hablaba de la necesidad natural que tienen los españoles de ser gobernados por
una dictadura con mano de hierro. Al contrario, los pueblos árabes ven en esos
gobiernos la encarnación de la ilegitimidad. Son mafias y gobiernos aliados al
enemigo, subordinados a las multinacionales o asociados a los negocios e
intereses del imperialismo. Esta es la opinión extendida entre la gente, al
menos entre los más críticos, y es una poderosa intuición entre los demás, y
son convicciones que se van revelando capaces de movilizar a los pueblos contra
situaciones cada vez más insoportables.
Ibn
Jaldûn analizó los mecanismos de la cohesión de los grupos humanos y les dio
el nombre genérico de ‘asabiyya. Para Ibn Jaldún, la ‘asabiyya es el espíritu
de parentesco y solidaridad en el interior de una familia, de una tribu o de
toda sociedad humana, es su lazo fundamental y la esencia motriz de la historia.
Es necesario aclarar que el término ‘parentesco’ no hace referencia
exclusivamente a una relación de consanguinidad ni tiene un trasfondo racial,
pues la coherencia de un grupo acepta agregaciones. Por otra parte, la
‘asabiyya se puede fundamentar sobre una misma sensibilidad capaz de respaldar
esa solidaridad natural.
Según Ibn Jaldûn, la ‘asabiyya, de carácter eminentemente igualitario, es la fuerza que empuja a los pueblos a afirmarse. Pero el grupo que, apoyándose en la ‘asabiyya, en esa coherencia interna del grupo, alcanza el poder, pronto se despega y sustituye el proceso que lo ha encumbrado por otros instrumentos que le aseguren el absolutismo, y ése es el comienzo mismo de la decadencia de la dinastía que ha tomado el poder. Su teoría la sustenta en el estudio de la historia de los árabes, tanto antes como después del Islam, y la aplicó a los bereberes y a otras naciones islamizadas.
La sugerente teoría de Ibn Jaldún bien puede servirnos para la comprensión del presente de los pueblos árabes, no obstante mucho más complejo porque entran en escena otros factores exteriores a lo que es el simple proceso interno de una sociedad. Los movimientos de independencia que lograron la creación de los actuales Estados árabes y musulmanes se sustentaron sobre el sentimiento de pertenecer a una gran familia que era el objeto de la agresión colonial. Cuando las organizaciones y movimientos que aprovecharon y se pusieron a la cabeza de ese sentir común consiguieron el objetivo -la independencia formal-, pronto se desligaron de la base misma de su fuerza, y la sustituyeron por mecanismos de dominación. El resultado de ese divorcio es la crítica situación actual, las contradicciones que deben afrontar los regímenes surgidos de las independencias. Para esos pueblos, como ha dicho Ben Bella, ex presidente de Argelia, la emancipación, en lugar de ser satisfactoria, no supuso más que la creación de un himno nacional y la invención de colores para banderas artificiales. A ello habría que añadir la suma de experiencias frustradas, los intentos de modernización fallidos, la constante traición a los pueblos, los forzamientos ideológicos, generadores de todo tipo de contradicciones y tensiones cuyos rastros podemos seguir por la caótica situación que se vive en muchos países.
Con esta referencia a la ‘asabiyya -que sigue siendo en el mundo arabo-musulmán, frente al individualismo, el principal elemento de cohesión- queremos apuntar hacia algo esencial. El profundo sentido de comunidad hace que la agresión que sufre el pueblo iraquí sea vivida como propio en todas partes. Ese sentido de comunidad es muy importante y determinante. Es más, la tendencia espontánea a asociarse de los musulmanes ya fue considerada peligrosa por los estrategas del colonialismo, que diseñaron políticas para dividir y triunfar. Para ello, era fundamental desestructurar completamente el mundo musulmán. En gran medida, la historia de esa etapa del Islam contemporáneo es la de la anulación progresiva de los elementos cohesionadores para dejar lugar al poder de las distintas administraciones.
Prohibir
la solidaridad es una constante seguida en la actualidad por los estados
surgidos de la descolonización. Baste citar un ejemplo. Turquía, aliada de
Estados Unidos en esta aventura genocida, prohibió a las ONGs locales y a las
asociaciones islámicas intervenir para asistir a los damnificados en el
terremoto que asoló el norte del país hace algunos años. Sólo se admitía la
ayuda internacional que solucionó la situación sin proponer alternativas. La
solidaridad interna, vista como un peligro, es amordazada. A muchos niveles,
esos estados dictatoriales siguen la misma táctica del colonialismo depredador.
Pues bien, esos mismos estados se unen hoy a Estados Unidos en su lucha contra
Iraq, lo cual debería hacernos reflexionar. Constantemente se nos bombardea con
informaciones sobre el Eje del Mal. Habría que lanzar también una mirada hacia
los componentes del Eje del Bien, los socios de EE.UU., Reino Unido y España en
esta aventura desafortunada.
Estados Unidos y sus aliados quieren que creamos en un espíritu
altruista que les guía contra dictaduras indeseables. Nadie puede poner en duda
que el régimen de Bagdad es una tiranía. Pero no se trata de despotismo asiático
ni algo inherente a una forma de ser, ni el resultado fatal de su condición árabe,
que es con lo que, subliminalmente, se nos quiere confundir a la hora de
analizar el régimen de Saddam, tan funesto, sin duda, para su pueblo como para
sus vecinos. El Iraq actual, tal como todos sabemos, es el fruto de una historia
de la que los mismos EE.UU. no salen limpios. También deberíamos preguntarnos
cómo justifican ante sus pueblos su participación sumisa al lado de Estados
Unidos en la guerra esas otras dictaduras árabes. ¿Puede Kuwait decir que se
lanza a una cruzada por los Derechos Humanos? Los dictadores árabes, en estas
circunstancias, prefieren callar y acallar en lo posible, y esperar que pase la
tormenta sin que soliviante demasiado a sus súbditos y no acabe por
desacreditarlos definitivamente. Pero en estos últimos años han cambiado mucho
las cosas.
Ya
no existe la desinformación que permitía desmanes que gozaban de absoluta
impunidad. Los medios de comunicación, la existencia de canales de televisión
vía satélite que siguen una política más abierta en medio de una competencia
enorme, Internet, etc., empujan a debates muy interesantes que están teniendo
un enorme calado social y ponen en tela de juicio la opresión, la tortura, la
corrupción, que son cartas corrientes en el llamado tercer mundo. La actitud crítica
frente a los gobiernos está enraizando y se alzan voces que antes no eran oídas.
Cuando se sondean esos medios, se observa que esa gran información, en medio de
situaciones límite, cuando no hay salidas, puede alimentar los radicalismos.
Pero también, sin duda, promociona la emergencia de una opinión pública árabe
muy crítica y, a la vez, muy necesaria y que no se está limitando a repetir
las consignas del poder ni a hacerse eco de las imposiciones culturales que
llegan de occidente.
Uno de los temas más recurrentes es el constante llamamiento al Yihad desde instancias cada vez más autorizadas como la Universidad al-Azhar de El Cairo. Ya no se trata de la invocación desesperada de unos exaltados. La presencia cada vez más notable de un islamismo militante despierta recelos e inquietudes entre los occidentales, pero es el recurso interno más poderoso en medio de la situación actual. Las soluciones externas han fracasado, y el carácter aglutinante del Islam resurge suscitando temores porque inmediatamente viene la mente del ciudadano occidental el fantasma del terrorismo y las imágenes estereotipadas de árabes lanzados a la conquista del mundo organizando escabechinas. Pero sería saludable recordar que con ese llamamiento se está apelando a la resistencia efectiva contra una agresión desmedida, y el Yihad y el sentimiento de identidad islámica son capaces de ofrecer el trasfondo sobre el que sostener la insumisión frente a un futuro determinado por el imperialismo. Los ulemas, mucho más que los intelectuales, cuando no son simples funcionarios, aparecen como eficaces agentes sociales y en todas partes la gente se vuelve hacia ellos y escucha con respeto sus dictámenes, y estos movilizan a los sectores más dinámicos. El carácter incendiario de algunas de esas proclamas puede que resulte preocupante, pero lo cierto es que el llamamiento al Yihad ha sido tradicionalmente la garantía de un profundo sentido de independencia.