LOS ‘ABBÂSÍES

 

 

Los ‘Abbâsíes (o Banû l-‘Abbâs) fueron la dinastía califal que estuvo a la cabeza del Islam durante la época del oro de su historia, de 132h./750 d.J. a 656h./1258 d.J. La dinastía toma nombre de su antepasado, el tío del Profeta, al-‘Abbâs b. ‘Abd al-Muttalib b. Hášim.

 

         La historia de los orígenes así como de la naturaleza del movimiento que derribó el califato omeya y fundó la dinastía ‘abbâsî fueron mucho tiempo conocidas por la versión muy retocada que fue publicada cuando la dinastía hubo tomado el poder y se había convertido en un objeto de respeto. Una versión más crítica ha sido propuesta por G. van Vloten (De opkmost der Abbasiden in Chorasan, Leiden 1890, y Recherches sur la domination arabe, le chiitisme et les croyances messianiques sous le califat des Omayyades, Amsterdam 1894), y desarrollada por J. Wellhausen (en el último capítulo de su obra Das Arabische Reich und sein Sturz, Berlín 1902, trad. inglesa, Calcuta 1927). Sus descubrimientos, un poco modificados, han sido confirmados por investigaciones ulteriores, y muy especialmente por los nuevos materiales puestos al día estos últimos años, relativos a la historia de las sectas shî‘íes primitivas (ver en particular los Firaq aš-šî‘a de Nawbjtî -ed. H. Ritter, Istanbul 1931). Ibn Jaldûn avanzó algunos de esos descubrimientos de una manera destacable en su historia.

 

         El partido ‘abbâsî que arrebató el poder de las manos de los omeyas era conocido bajo el nombre de Hâšimiyya. Según las crónicas tardías, ese nombre hacía referencia a Hâšim, ancestro común de al-‘Abbâs, de ‘Alî y del Profeta, y había sido escogido como símbolo de su pretensión a la sucesión del Profeta, en virtud de un parentesco con él. De hecho, ese nombre tenía una significación muy diferente: revela muy claramente los verdaderos orígenes del partido ‘abbâsî. Durante el periodo omeya, el gran número de sectas y de partidos šî‘íes y pro-šî‘íes que florecieron en diferentes lugares del imperio, pero sobretodo en ‘Irâq meridional, puede ser dividido de un modo muy general en dos grupos principales. Uno de ellos, siguiendo los pretendientes de la línea de Fâtima, era en general de tendencia moderada, y se apartaba de la ortodoxia principalmente por el favor que concedía -por razones de legitimidad- a las reivindicaciones políticas de la familia de ‘Alî. La otra se manifestó por primera vez durante la revuelta de Mujtâr, que se rebeló en 66/685 en nombre de Muhammad, hijo de ‘Alî y de una mujer hanafî. Durante los sesenta o setenta años que siguieron, las reivindicaciones de Muhammad b. al-Hanafiyya y de sus sucesores fueron expuestas por una serie de sectas de carácter más extremista cuya fuerza radicaba en mawâlî-s descontentos e imperfectamente islamizados, e incorporaron a sus doctrinas varias ideas aportadas por esos conversos, derivadas de sus religiones anteriores. Tras la muerte de Muhammad b. al-Hanafiyya en 81/700-1, sus sectarios se escindieron en tres grupos principales: uno de ellos siguió a su hijo Abû Hâšim ‘Abd Allâh, y en consecuencia recibió el nombre de Hâšimiyya. A la muerte de Abû Hâšim, desaparecido en 98/716 sin posteridad, sus partidarios se subdividieron una vez más en un cierto número de grupos, uno de los cuales sostenía que Abû Hâšim había legado el imâmato a Muhammad b. ‘Alî b. ‘Abd Allâh, inmediatamente antes de morir en la casa del padre de Muhammad b. ‘Alî en Palestina. Esta fracción continuó siendo conocida bajo el nombre de Hâšimiyya, y también bajo el de Râwandiyya (S. Moscati, Il testamento di Abû Hâšim, 1952). Se constata así de pasada que la doctrina de la transmisión hereditaria o la transferencia del imâmato a otra persona no es, en absoluto, rara en el šî‘ismo primitivo.

 

         Que la historia del legado de Abû Hâšim sea o no una invención, el hecho esencial sigue siendo claro: Muhammad b. ‘Alî retomó a su cuenta las pretensiones de Abû Hâšim, y a la vez la organización del grupo hâšimî y su propaganda. Finalmente, hizo de ella el instrumento del partido ‘abbâsî. Las informaciones proporcionadas por los historiadores sobre las primeras misiones ‘abbâsîes son incompletas y en parte contradictorias. De un modo general, indican que la propaganda intensiva comenzó alrededor de 100/718. Desde su cuartel general de Kûfa, los Hâšimiyya enviaron a Jurâsân emisarios, uno de los cuales, Jidâš, tuvo un éxito considerable, pero fue ejecutado en 118/736 tras ser prematuramente desenmascarado. Los Šî‘a moderados, cuyo apoyo Muhammad buscaba siempre, fueron indispuestos por el carácter extremista de las doctrinas predicadas por Jidâš, y tras la muerte de este último, Muhammad juzgó prudente desaprobarlo y poner la organización que había instalado en Jurâsân bajo el control del jefe de misioneros šî‘îes, Sulaymân b. Katîr. Siguió un periodo de inacción en el curso del cual murió Muhammad en 125/743. Su hijo Ibrâhîm le sucedió y fue adoptado por los adeptos de Jurâsân, entre los que estaba Sulaymân b. Katîr. Con Ibrâhîm, comenzó una nueva fase activa. En 128/745-6, Ibrâhîm envió a su mawlà Abû Muslim como representante personal a Jurâsân. Las fuentes no están de acuerdo sobre el origen de Abû Muslim, si bien están de acuerdo en hacer de él un persa y un manumitido de Ibrâhîm. El empleo de la kunya era, sin embargo, un privilegio del que disfrutaban raramente los no-árabes, y el uso que hicieron de él los emisarios persas de los ‘abbâsíes como Abû Muslim, su lugarteniente Abû Ŷahm y su rival Abû Salama al-Jallâl es bastante significativo. A la luz de ciertas informaciones que afirman que Abû Muslim reclamaba la cualidad de miembro de la familia ‘abbâsí (o bien, que había sido gratificado con ello), se está en el derecho de considerar este hecho como una manifestación de la práctica corriente entre los Šî‘a extremistas que consiste en conceder a los adeptos preferidos la cualidad de miembro de la familia del Profeta, y, por tanto, de la comunidad árabe. Un aspecto de este método de adopción fue, en consecuencia, parte de la política dinástica de los califas ‘abbâsíes.

 

         La misión de Abû Muslim en Jurâsân tuvo un éxito rápido y resonante. Si bien el reclutamiento se hizo principalmente entre los mawâlî persas, encontró también un apoyo considerable entre los árabes yemeníes, y se dice que ganó para su causa a numerosos dihqân-s zoroastrianos y budistas, convirtiéndose así algunos de ellos por primera vez al Islam. Las opiniones divergen en lo que concierne a la naturaleza de las doctrinas de Abû Muslim. Dos cosas están claramente establecidas: era un agente fiel de los Hâšimiyya y estos formaban parte del ala extremista de la Šî‘a. Es, pues, verosímil que las doctrinas que predicaba eran del tipo de las que se enseñaba corrientemente en los medios šî‘íes extremistas, mezcladas con elementos persas, y en consecuencia bastante asimilables en los medios a los que se dirigía. La exhibición de estandartes negros, adoptados más tarde como emblemas por la casa de ‘Abbâs, tenía entonces una significación mesiánica. Los estandartes negros figuraban entre los signos y los presagios enumerados en las profecías escatológicas corrientes en esa época; ya habían sido utilizados como emblemas de revuelta religiosa por los rebeldes anti-omeyas. Su utilización por Abû Muslim constituía, pues, un estímulo para los ánimos mesiánicos. Su actividad encontró alguna oposición entre los Šî‘a árabes moderados conducidos por Sulaymân b. Katîr, pero un retiro táctico de Abû Muslim fuera de Jurâsân bastó para demostrar que ningún movimiento eficaz era posible sin él y su política; a su vuelta, apareció como jefe incontestable de la misión. En ramadân de 129/mayo-junio 747, Abû Muslim ya estaba preparado para pasar a la acción. El momento y el lugar eran propicios. Los dos principales movimientos de oposición anti-omeya, el de los šî‘íes moderados y el de los jawâriŷ, habían fracasado, el primero en el curso de los levantamientos de 122/740 y 126/744, el segundo en el curso de la revuelta de 127/745.  Esos levantamientos contribuyeron a la vez al debilitamiento del régimen omeya, y por su fracaso, a la eliminación de adversarios posibles de la sucesión hâšimí. ‘Irâq, centro principal  de los movimientos anti-omeyas anteriores, estaba agotado y era el objeto de una vigilancia especial por parte de los omeyas. Concentrando su atención sobre Jurâsân, los ‘abbâsíes explotaban un terreno nuevo. Su elección fue buena. La población persa, activa y belicosa, imbuida de tradiciones religiosas y militares de la frontera, estaba muy descontenta con las desigualdades impuestas por el régimen omeya. El ejército y los colonos árabes, medio iranizados por una larga permanencia, estaban profundamente divididos entre ellos, e incluso durante el avance triunfal de Abû Muslim se les vio dispersar sus propias energías y las del gobernador omeya Nasr b. Sayyâr en querellas tribales. Pronto, Abû Muslim estuvo en condiciones de tomar Marw, y, después, eficazmente secundado por su general Qahtaba, un árabe de la tribu de Tayy, pudo sustraer todo el Jurâsân a la tambaleante dominación omeya. Desde Jurâsân, las fuerzas ‘abbâsíes avanzaron hasta Rayy; tras ello, habiendo derrotado un ejército omeya enviado en refuerzo de Kirmân, entraron en Nihâwand. La ruta hacia ‘Irâq  estaba abierta. En 132/749, el ejército ‘abbâsí atravesó el Éufrates unos 50 o 60 km. al norte de Kûfa, y derrotó a otro ejército omeya mandado por Ibn Hubayra. Qahtaba cayó en el campo de batalla, pero su hijo al-Hasan b. Qahtaba tomó el mando y, explotando la victoria, tomó posesión de la ciudad de Kûfa. El imâm Ibrâhîm había caído en manos del califa Marwân en 130/748, y murió poco después. Entonces, su hermano Abû l-‘Abbâs fue saludado como califa por las tropas hâšimíes en Kûfa en 132/749 con el sobrenombre de as-Saffâh. La ascensión del primer califa ‘abbâsí estuvo marcada por una primera ruptura con los rebeldes cuando el misionero Abû Salama fue muerto en circunstancias oscuras, acusado de haber intentado reemplazar a los ‘abbâsíes por los ‘alíes. Mientras tanto, otro ejército ‘abbâsí, conducido por Abû ‘Awn, llegó a Nihâwand en dirección hacia Mesopotamia. En 131/749, en la proximidad de Šahrâzûr, al este del Pequeño Zâb, inflingió una derrota aplastante a un ejército omeya bajo las órdenes de ‘Abd Allâh, el hijo del califa Marwân. Este último entró personalmente en campaña y atravesó el Tigris en dirección hacia el Gran Zâb para atacar al ejército de Abû ‘Awn, quien había trasmitido el mando a ‘Abd Allâh, tío de as-Saffâh, que había llegado de Kûfa con considerables refuerzos. La batalla del Gran Zâb, en 132/750, provocó el fin de la dinastía omeya. Marwân, vencido, huyó hacia Siria donde intentó en vano organizar un nuevo frente de resistencia. Las tropas ‘abbâsíes victoriosas atravesaron Harrân, residencia de Marwân, ocuparon Damasco, después persiguieron a Marwân por Egipto donde fue matado. Su cabeza fue enviada a as-Saffâh a Kûfa. La autoridad del nuevo califa ‘abbâsí estaba ya extendida por todo el Oriente Medio.

 

         Se ha escrito mucho sobre la significación histórica de la revolución ‘abbâsí, que los historiadores han considerado con razón como algo más que un simple cambio de dinastía. Muchos orientalistas del siglo XIX, influidos por las teorías raciales de Gobinau y otros, vieron en esta lucha un conflicto entre el Irán ario y la Arabia semita, con el resultado de la victoria de los persas sobre los árabes, la desaparición de lo que Wellhausen llamaba el ‘Reino Árabe’ de los omeyas y el establecimiento de un nuevo imperio iranio bajo la fachada de un Islam iranizado. A primera vista, esta opinión parece muy defendible: puede observarse el papel incontestable de los persas en la revolución misma, la situación privilegiada de ministros y cortesanos persas bajo el nuevo régimen, y los elementos persas sólidamente enraizados en el gobierno y en la cultura ‘abbâsí. No es sorprendente encontrar ciertos datos de tendencia análoga en las fuentes árabes. Escritores más  recientes, sin embargo, han aportado modificaciones importantes a la teoría de la victoria persa y de la derrota árabe. El šî‘ismo, mucho tiempo tenido por emanación de la ‘conciencia nacional iraní’ era de origen árabe y tenía su centro principal en un conglomerado de poblaciones árabes, arameas y persas en ‘Irâq meridional. Fue exportado hacia Persia por árabes y fue en Irán en entornos árabes como Qumm donde siguió siendo más fuerte. La rebelión de Abû Muslim estaba dirigida contra la dominación omeya y siria más que contra la dominación árabe en tanto que tal, y se benefició del apoyo de numerosos árabes, en particular entre los yemeníes. Incluso, había numerosos árabes entre sus animadores, entre los que hay que contar al irreductible Qahtaba. Aunque los antagonismos raciales hayan jugado algún papel en el movimiento, y aunque los persas fueran mayoría entre los vencedores, servían sin duda a una dinastía árabe y, como lo muestra la suerte de Abû Muslim, Abû Salama y los barmakíes, se veían eliminados si se revolvían contra sus amos. Numerosas altas funciones fueron, en principio, reservadas a los árabes; el árabe fue siempre la única lengua oficial; el territorio de Arabia siguió viéndose privilegiado desde el punto de vista fiscal; finalmente, la doctrina de la preeminencia árabe seguía siendo lo bastante fuerte como para incitar a los persas a inventar para sí mismos genealogías árabes, provocando, por otro lado, la reacción nacionalista de la Šu‘ûbiyya. Lo que los árabes habían perdido fue el derecho exclusivo de disfrutar de las ventajas del poder. Tanto los persas como los árabes acudían a la corte ‘abbâsí, y era el favor del amo, expresado con frecuencia por la ‘adopción’ en el seno de la casa reinante, lo que servía de trampolín hacia el poder y los honores, más que la pura ascendencia árabe. Si hay que determinar un final a la ‘monarquía árabe’ conviene hacerlo coincidir con la supresión gradual de los subsidios y las pensiones atribuidas antes como un débito a los guerreros árabes y a sus familias, y con la ascensión al poder de la guardia turca, a partir del reino de al-Mu‘tasim.

 

         El verdadero sentido de la victoria ‘abbâsí debe ser buscado en los cambios efectivos que la siguieron, más que en hipótesis débilmente forjadas sobre los movimientos que la hicieron posible. El primero y más espectacular de esos cambios fue la transferencia del centro de gravedad de Siria a ‘Irâq, núcleo tradicional de los grandes imperios cosmopolitas de Oriente Medio en la antigüedad, y cuna de la civilización que Toynbee ha calificado de ‘siriaca’. El primer califa ‘abbâsí as-Saffâh instaló su capital en la pequeña ciudad de Hâšimiyya que él construyó sobre la orilla derecha del Éufrates, cerca de Kûfa. Más tarde, la trasladó a al-Anbâr. Fue su hermano y sucesor al-Mansûr, verdadero fundador del califato ‘abbâsí a más de un título, quien estableció la capital definitiva del Imperio en una nueva localidad, sobre la orilla izquierda del Tigris, no lejos de las ruinas de Ctesifón y en la intersección  de varias rutas comerciales. Su nombre oficial fue Madînat as-Salâm, pero es conocida comúnmente por el nombre de la pequeña ciudad que ocupaba ese lugar anteriormente: Bagdâd.

 

         Desde esa ciudad y sus alrededores, la dinastía ‘abbâsí gobernó primero y después reinó sobre la mayor parte del mundo islámico durante cinco siglos. El periodo de su dominación, que recubre la gran época de la civilización islámica clásica, puede ser dividida en dos partes, para la comodidad de la exposición. La primera, de 132/750 a 334/945, vio el declive progresivo de la autoridad califal y la subida de jefes militares que gobernaban gracias a su tropas. En el curso de la segunda parte, desde alrededor de 334/945 a 656/1258, los califas, con una sola excepción, conservaron una soberanía puramente nominal, mientras que el poder real, incluso en Bagdâd, era ejercido por otras dinastías soberanas dentro del califato.

 

         Los principales acontecimientos de esos dos periodos serán tratados bajo los nombres de los diferentes califas, dinastía, lugares geográficos, etc. Nos contentaremos aquí con trazar un esquema general de los acontecimientos, intentando definir las principales características de cada periodo.

 

 

Primer periodo

132/750-334/945

 

 

         El califato ‘abbâsí, durante el periodo que siguió a su fundación, debió parecer claudicante a los ojos de sus contemporáneos. Hubo rebeldes que se sublevaron contra él en todas partes y, durante mucho tiempo, cada nuevo califa tuvo que reprimir esos levantamientos, tanto en el interior como en el exterior de la provincia metropolitana de ‘Irâq. En Siria, partidarios árabes de los omeyas suplantados fomentaron revueltas y encontraron ánimos en la leyenda cada vez más difundida del Sufyânî, una figura mesiánica de la familia omeya que rivalizaba con los ‘alíes para ganar el favor de los descontentos. Los ‘alíes mismos, provisionalmente desorganizados por su decepción y mantenidos bajo una estrecha vigilancia, sufrieron un eclipse, pero entraron pronto de nuevo en escena y se convirtieron en lo más peligrosos y más resueltos oponentes de la dominación ‘abbâsí. También los Jawâriŷ siguieron siendo una fuerza de oposición activa, aunque de menor importancia. Los partidarios declarados de la dinastía no estaban enteramente seguros. En esta atmósfera de desconfianza constante, sólo los miembros de la familia ‘abbâsí fueron alzados a puestos claves. Pero cuando Abû l-‘Abbâs as-Saffâh murió y su hermano Abû Ŷa‘far le sucedió con el título de al-Mansûr, su tío ‘Abd Allâh b. ‘Alî, jefe de las tropas y los cuerpos expedicionarios, de rebeló y se proclamó califa. El mérito de haber frustrado esa seria amenaza se debió en gran parte a Abû Muslim. Pero quedaba el problema de Abû Muslim mismo y de los Hâšimiyya. Los ‘abbâsíes, como los que, antes y después que ellos, han llegado al poder por un movimiento revolucionario, se encontraron pronto desgarrados entre los principios y los objetivos del movimiento, por una parte, y las exigencias del gobierno y del Imperio, por otra parte. Los ‘abbâsíes eligieron la continuidad, y debieron afrontar la decepción amarga de algunos de sus partidarios. Abû Salama ya había sido suprimido. También Abû Muslim fue muerto cuando al-Mansûr se sintió lo suficientemente fuerte como para prescindir de su creciente presencia. Esa ejecución, así como la neutralización de la fracción más constante de los Râwandiyya, implicó la defección de los partidarios extremistas de los ‘abbâsíes; algunos encontraron diversión en una serie de revueltas político-religiosas en Irán, mientras que otros se unieron a las filas de los Ismâ‘îlíes, ala extremista de los Šî‘a Fâtimíes que se desarrolló en el curso del siglos II y III de la Hégira. Pero, al mismo tiempo, ese cambio de política atrajo a algunos sunníes, quienes ayudaron a al-Mansûr a hacer frente al doble peligro de la revuelta y la guerra exterior, y durante su largo y brillante reinado, a asentar las bases del gobierno ‘abbâsí. En esa empresa, y sobre todo en la elaboración de una estructura administrativa centralizada, al-Mansûr fue eficazmente secundado por una familia que habría de jugar un papel capital durante el primer medio siglo de la dominación ‘abbâsí. Los Barmakíes son habitualmente considerados como persas, pero eran muy diferentes de los rebeldes jurâsâníes que siguieron a Abû Muslim. Su religión antes de convertirse al Islam no era ni el zoroastrismo, ni ninguna de las herejías que derivaban de él, sino el budismo, y ellos pertenecían al clero aristocrático de propietarios de la ciudad de Balj, en Asia Central, una antigua capital cuyas tradiciones imperiales y comerciales se mantenían sólidamente entre la clase dirigente de sus habitantes. Tras la fundación de Bagdâd, Jâlid al-Barmakî apareció como el brazo derecho de al-Mansûr. A partir de entonces, él y sus descendientes dirigieron la administración del Imperio, hasta la caída dramática y aún inexplicada de los Barmakíes bajo Hârûn ar-Râšid en 187/803. Con la transferencia de la capital hacia el este, y la supresión del monopolio aristocrático árabe de las funciones importantes y el establecimiento sólido de los Barmakíes en el poder, las influencias persas se hicieron cada vez más fuertes. En la corte y en el gobierno, se seguía el ejemplo de los persas sâsâníes, y los persas comenzaron a representar un papel creciente en la vida política y cultural. Este proceso de iranización de siguió bajo los reinados de al-Mahdî y al-Hâdî y el prejuicio contra el empleo de los mawâlî en las altas funciones se desvaneció gradualmente. Para reemplazar el lazo de la nacionalidad árabe, que tendía a relajarse, los califas pusieron el acento cada vez más en el sunnismo, intentando cimentar la unidad de su imperio heterogéneo sobre la base de una fe común y un modo de vida único. La denuncia por al-Mansûr de los orígenes heterodoxos del movimiento ‘abbâsí fue seguida bajo sus sucesores por una política deliberada de adulación hacia los teólogos ortodoxos. Esta política, confrontada con la vida disoluta llevada por numerosos califas y sus cortesanos, dio lugar a la acusación de hipocresía, pero por lo general se vio coronada por le éxito. Meca y Medina fueron reconstruidas, la peregrinación organizada sobre una base regular. Durante un cierto tiempo, se hizo una tentativa por imponer la doctrina mu‘tazilí, que, si la seductora hipótesis de H. S. Nyberg es verificada, fue un ensayo oficial de compromiso ‘abbâsí con los Šî‘a. A partir del reino de al-Mutawakkil, la tentativa fue abandonada, y a partir de entonces los ‘abbâsíes apoyaron, al menos teóricamente, al sunnismo.

 

         El reinado de Hârûn ar-Rašîd es generalmente considerado como el apogeo del poder ‘abbâsí, pero ya en esa época aparecieron los signos precursores de la decadencia. En Persia, la serie de revueltas religiosas que había seguido al martirio de Abû Muslim se hizo cada vez más amenazante y puso en jaque a la autoridad ‘abbâsí en las provincias del Caspio y Jurâsân. En occidente, la autoridad ‘abbâsí fue casi enteramente aniquilada. Al-Andalus había rechazado obedecer y se había hecho independiente bajo un príncipe omeya desde 136/756. Tras la muerte de Yazîd b. Hâtim, que fue prácticamente el último gobernador ‘abbâsí de África del Norte, en 170/787, dinastías independientes surgieron primero en Marruecos, después en Túnez, y la autoridad de Bagdâd no fue jamás efectiva más allá de Egipto. Los Aglabíes de Túnez, ejerciendo un gobierno hereditario e independiente bajo la soberanía nominal del califa, sirvieron de ejemplo a toda una serie posterior de gobiernos hereditarios locales, acabando por reducir la soberanía del califato a ‘Irâq central y meridional. Otro signo inquietante reveló la debilidad de las defensas del Imperio. Durante el periodo ‘abbâsí, las fronteras del Islam estuvieron más o menos estabilizadas. Las únicas guerras extranjeras de una cierta importancia tuvieron lugar contra los bizantinos, e incluso éstas parecen haber sido más espectaculares que eficaces. Las campañas poco concluyentes de Hârûn fueron las últimas ofensivas de envergadura lanzadas contra Bizancio por el califato. El Islam pasó a estar a la defensiva. Ejércitos bizantinos buscaron los puntos débiles en Siria y en Mesopotamia, mientras los invasores Jazar penetraban en territorio musulmán en el Cáucaso y Armenia. Pero el factor más serio de debilidad fue esa misteriosa convulsión interior que alcanzó su punto culminante cuando los Barmakíes fueron liquidados, y Hârûn, con una competencia discutible, asumió en persona el ejercicio del poder. Este hecho parece haber comprometido la alianza con la fracción persa aristocrática del movimiento que había llevado a los ‘abbâsíes al poder: esa alianza había sido salvaguardada por los primeros ‘abbâsíes durante mucho tiempo tras la eliminación de los elementos más extremistas. Tras la muerte de Hârûn, la sorda rivalidad que existía entre sus hijos al-Amîn y al-Mâ’mûn degeneró en guerra civil. La fuerza de al-Amîn residía principalmente en la capital y en ‘Irâq, y la de al-Ma’mûn en Persia. La guerra civil ha sido interpretada como un conflicto nacional entre árabes y persas, sellado por la victoria de esos últimos. Puede hacerse a esta explicación la misma objeción que a la teoría correspondiente concerniente a la revolución ‘abbâsí misma. Más probablemente, la guerra civil fue la prolongación de las luchas sociales del periodo inmediatamente precedente, complicadas por un conflicto regional más que nacional entre Persia e ‘Irâq. Al-Ma’mûn, sostenido por los elementos orientales, pensó un momento en transferir su capital de Bagdâd a Marw, pero, algún tiempo después de su victoria, decidió sabiamente volver a la ciudad imperial. A continuación, las aspiraciones persas aristocráticas y regionales encontraron una derivación en las dinastías locales. En 205, Tâhir, general persa de al-Ma’mûn, se hizo virtualmente independiente en Jurâsân y fundó una dinastía. Su ejemplo fue seguido por otros que, aunque la mayor parte de ellos reconocían aún la soberanía de los califas, les arrebataron toda autoridad efectiva en la mayor parte de Persia.

 

         Mientras que la autoridad de los califas en las provincias se veía reducida gradualmente a la simple expedición de diplomas de investidura a los gobernadores de facto, su poderío disminuía en ‘Irâq mismo. Una  corte pródiga y una burocracia devoradora provocaron un desorden financiero crónico, agravado por la desaparición de los ingresos provinciales y, accesoriamente, por el agotamiento o la perdida de las minas de oro o de plata como consecuencia de las invasiones. Los califas encontraron un remedio en el arrendamiento de los ingresos del Estado a los gobernadores locales. Esos granjeros-gobernadores acabaron convirtiéndose en los verdaderos jefes del Imperio, sobre todo cuando el arrendamiento de las tasas y el gobierno pasaron a manos de jefes militares, que eran los únicos lo bastante poderosos como para imponer obediencia. A partir de los reinos de al-Mu‘tasim y de al-Wâtiq, los califas fueron los juguetes de sus propios generales, quienes con frecuencia tenían las claves para la elección o la destitución de los califas a su antojo. Generalmente se considera que al-Mu‘tasim fue quien introdujo la práctica consistente en utilizar a turcos de Asia central como soldados y como oficiales; a partir de su reinado, la casta militar gobernante era esencialmente turca. En 221/836, construyó una nueva residencia en Sâmarrâ, a unos 100 km. al norte de Bagdâd. Sâmarrâ fue la residencia imperial hasta 279/892, fecha en la que al-Mu‘tamid regresó a Bagdâd. La fundación de Sâmarrâ materializó el foso que se abría cada vez más entre el califa y sus pretorianos por una parte, y el pueblo de Bagdâd por otra parte. Las concepciones artísticas y arquitectónicas que presidieron su edificación ilustran el nacimiento de una nueva casta dirigente con gustos y tradiciones diferentes. Bajo al-Wâtiq, el poder de los turcos se acrecentó aún más. Un esfuerzo considerable por restaurar la supremacía del califato fue intentado por su sucesor al-Mutawakkil, que quiso quebrar el poderío de los grandes turcos buscando un apoyo contra ellos entre los teólogos y la población civil; se esforzó por ganarse a estos últimos denunciando y aboliendo las doctrinas mu‘tazilíes de sus predecesores. Su tentativa acabó en fracaso. La muerte de al-Mutawakkil en 247/861 fue seguida de un periodo de anarquía. En el intervalo de nueve años, cuatro califas se sucedieron, pero todos fueron incapaces en manos de los grandes turcos, que controlaban cada vez más la corte y la capital, mientras que las provincias caían en la anarquía, o, en los casos más favorables, recuperaban la autonomía. En ‘Irâq meridional, una revuelta estalló entre los esclavos negros llamados Zanŷ que trabajaban en las lagunas saladas de los alrededores de Basra. Pronto constituyó una grave amenaza para el Imperio. El jefe zanŷ, que desplegó brillantes cualidades militares, desafió a varios ejércitos imperiales y estuvo en condiciones para establecer un control efectivo sobre la mayor parte de ‘Irâq meridional y del sudoeste de Persia. Las vías de comunicación que ligaban Bagdâd con Basra, el Golfo Pérsico y la ruta comercial de oriente, fueron cortadas, y hacia 264/877, grupos de Zanŷ llegaron a 27 km. de la misma Bagdâd. Pero, entre tanto, una periodo de una mayor estabilidad había comenzado en la capital. El califa al-Mu‘tamid,que subió al trono en 256/870, no ejercía ninguna autoridad efectiva, pero su hermano al-Muwaffaq se hizo el verdadero dueño de la capital, y en el curso de los veinte años de su gobierno hizo mucho por restaurar la tambaleante autoridad de la casa de ‘Abbâs. Su primer trabajo fue restablecer el orden y la estabilidad en Bagdâd, después se consagró a los problemas suscitados por los Zanŷ y las usurpaciones de las dinastías provinciales, en particular los Saffâríes en Persia y los Tûlûníes en Egipto y en Siria. Hacia 269/882, expulsó a los Zanŷ de todas sus conquistas, y en 270/883 los aplastó definitivamente. Si bien no pudo eliminar a los Saffâríes y a los Tûlûníes, consiguió poner coto a sus ambiciones y facilitó la labor a sus sucesores. A la muerte de al-Muwaffaq en 278/891, su hijo al-Mu‘tadid lo sucedió en tanto que soberano verdadero, y fue oficialmente califa a la muerte de al-Mu‘tamid. Al-Mu‘tadid y su sucesor al-Muktafî fueron ambos gobernadores capaces y enérgicos. En Persia y en Egipto, la autoridad del califato fue restablecida por un tiempo, dejando manos libres al gobierno para hacer frente a la amenaza del šî‘ismo renaciente bajo una forma militante y extremista. Tras la entrada en escena de los ‘abbâsíes y la desaparición de la línea de pretendientes Hanafíes que fue su corolario, fue la línea de los imâmes fâtimíes la que se benefició del apoyo de la mayor parte de los Šî‘a. Tras la muerte de Ŷa‘far as-Sâdiq en 148/765, los Šî‘a se habían escindido en dos grupos, de los cuales uno, llamado Ismâ‘îlí, heredó una parte del papel y muchas de las doctrinas y de los adeptos de los Hanafíes desaparecidos. La evolución del califato en el curso del siglo VIII y IX de estadio de Estado agrario y militar al de imperio cosmopolita con una vida comercial e industrial intensa, el crecimiento de las grandes ciudades y la centralización del capital y del trabajo, sumieron la estructura social del Imperio en una grave tensión y engendró un descontento general.  Los progresos rápidos de la vida intelectual del Islam y el choque de culturas y de ideas resultantes de influencias exteriores y del desarrollo interior prepararon de nuevo el terreno a los movimientos heréticos que, en una sociedad teocrática, eran la única expresión posible del desacuerdo moral o material con el orden establecido. Los desórdenes endémicos y las sublevaciones de fines del siglo IX y comienzos del siglo X agravaron considerablemente la situación. Los califas se vieron frente a una serie de desafíos que iban de la violencia revolucionaria de los Qarmatas en Bahrayn, en Siria-Mesopotamia y en Arabia del Sur, a las críticas más sutiles, pero a fin de cuentas más eficaces, de los moralistas y de los místicos pacíficos en Bagdâd mismo. Al-Mu‘tadid murió tras haber sido vencido por los Qarmatas, pero su sucesor al-Muktafî consiguió aplastar la revuelta qarmata en Siria y Mesopotamia; en el momento de su muerte en 295/908, conducía una contraataque victorioso contra los bizantinos que había buscado explotar la anarquía del Imperio musulmán. Pero el peligro šî‘í estaba lejos de haber desaparecido. Tras una breve lucha por el poder, al-Muktafî fue reemplazado por su hermano al-Muqtadir, un niño de trece años. Durante su minoría de edad, y durante el largo reinado ineficaz que la siguió, los factores de destrucción, ralentizados por el regente al-Muwaffaq y sus dos sucesores, reaparecieron. Los Qarmatas retomaron sus actividades, y, desde sus bases en Bahrayn, amenazaron las arterias vitales del califato, mientras en occidente otra rama del movimiento Ismâ‘îlí fundaba un anti-califato fâtimí en Túnez. La dinastía beduina de los Hamdâníes se instaló en Siria del Norte; en tanto, en Persia, otra familia šî‘í, los Bûyíes, fundaba una nueva dinastía que pronto amenazó a ‘Irâq. En la capital, el desorden y la confusión crecientes alcanzaron su punto culminante a la muerte del califa, sobrevenida mientras luchaba contra su general Mu’nis. Bajos sus sucesores al-Qâhir y ar-Râdî, el declive de la autoridad del califato se hizo más evidente. El acontecimiento que generalmente se considera como el símbolo de esta evolución es la promoción del gobernador de ‘Irâq, Ibn Râ’iq, al rango de amîr al-umarâ’ -general de generales. Ese título, aparentemente para subrayar la primacía del jefe militar de Bagdâd sobre sus colegas de otros lugares, sirvió al mismo tiempo para reconocer formalmente la existencia de una autoridad suprema al margen del califa. Dicha autoridad ejercía efectivamente el poder político y militar, no dejando al califa más que la dirección nominal del Estado en tanto que representante de la unidad del Islam. En 344/945 se dio el golpe final, cuando el general bûyí Mu‘izz ad-Dawla entró en Bagdâd. El título de amîr al-umarâ’, y con él el control efectivo sobre la ciudad de los califas, pasaron a las manos de una dinastía šî‘í.

 

         Cerca de dos siglos habían pasado desde el advenimiento de as-Saffâh y la entrada en escena de Mu‘izz ad-Dawla. Si bien la mayor parte de ese periodo aún está en falta de investigaciones con profundidad, se puede al menos discernir las grades líneas del desarrollo de la situación. En política gubernamental, los primeros califas ‘abbâsíes siguieron la vía de los últimos omeyas, con mucha menos solución de continuidad de lo que se creyó en un momento. Algunas modificaciones esbozadas bajo la dinastía precedente se continuaron a un ritmo acelerado. Al principio, el califa era como un šayj mayor que gobernaba con el consentimiento intermitente de la aristocracia árabe, pero acabó siendo un autócrata cuya autoridad apoyaba en la fuerza y la ejercía a través de una organización burocrática cada vez más desarrollada. Más fuertes desde este punto de vista que los omeyas, los ‘abbâsíes eran, sin embargo, más débiles que los antiguos déspotas orientales en el sentido en que les faltaba el sostén de una casta feudal establecida y de una jerarquía eclesial; ellos mismos estaban sometidos a la Ley, de la que su propio estado constituía la suprema personificación. Con la transferencia de la capital hacia el este, y la entrada de un número creciente de persas al servicio de los califas, las influencias persas se reforzaron en la corte y en la administración, que fue organizado en una serie de dîwân-s o ministerios bajo la máxima autoridad del wazîr. El gobierno de las provincias era ejecutado conjuntamente por el amîr (gobernador) y el ‘âmil (intendente de las finanzas), bajo el control general de la capital, asegurado por los agentes del sâhib al-barîd (director de correos y del servicio de informaciones). En el ejército, el elemento árabe perdió gradualmente su importancia, y las pensiones primitivamente concedidas a los árabes fueron suprimidas, salvo para los militares en servicio. El núcleo del primer ejército ‘abbâsí estaba compuesto de jurâsâníes, término que debe ser entendido en un sentido regional más que nacional, y recubriendo a la vez a árabes y a persas de Jurâsân. En un momento dado, cedieron el paso a tropas de esclavos turcos quienes, a fechar desde el reinado de al-Mu‘tasim, se convirtieron en el elemento principal del ejército, y en consecuencia la fuente principal del poder político de los diversos amîr-s y generales cuya autoridad sustituyó a la de los califas.

 

         Los ‘abbâsíes fueron llevados al poder por un movimiento religioso, y buscaron en la religión la base de la unidad y de la autoridad en el imperio que gobernaron. Si bien ese designio se vio considerablemente coronado por el éxito, tuvieron que contar siempre con una serie de movimientos de oposición y con el desafío o la reserva de los elementos más conscientes entre los jefes sunníes.

 

         La crisis política de los siglos IX y X, que se tradujo en la usurpación del poder en el Imperio de un modo general, y en un momento dado por el declive y el derrumbe de la autoridad en la capital, no tuvo ningún efecto lamentable sobre la vida económica y cultural del califato. El acceso de los ‘abbâsíes al poder fue seguido de un gran despegue económico, fundado en la explotación industrial y comercial de los recursos del Imperio y el desarrollo de una vasta red de relaciones comerciales tanto en el interior del territorio como con el mundo exterior. Esos cambios tuvieron importantes consecuencias sociales. La casta de guerreros árabes fue descartada y reemplazada por una clase dirigente de propietarios de tierras y burócratas, de militares de carrera y letrados, de mercaderes y hombres de ciencia. La ciudad islámica, de ciudad de guarnición que era, se trasformó en una plaza de mercado e intercambios, y, en un momento dado, en un centro de cultura urbana floreciente y multiforme. La literatura, el arte, la teología, la filosofía y la ciencia de esa época, serán examinadas en artículos especiales. Nos contentaremos con señalar que fue el periodo clásico del Islam, en el que una civilización nueva, rica y original, nacida en la confluencia de numerosas razas y tradiciones, alcanzó su madurez.

 

 

Segundo periodo

334/945-656/1258

 

 

         Durante el largo periodo que va de la ocupación bûyí hasta la conquista de la ciudad por los mongoles, el califato fue una institución puramente nominal, representante de la dirección del Islam sunní, y que servía para legitimar la autoridad de numerosos gobernadores seculares que ejercían la soberanía efectiva tanto en las provincias como en la capital. Los mismos califas, si se exceptúa un breve renacimiento hacia el final, estaban a la merced de los gobernadores que los nombraban y los destituían. Uno solo de entre ellos, an-Nâsir, ha dejado alguna huella en la historia. El reconocimiento de Ibn Râ’iq como amîr al-umarâ’, fue el primero de una larga serie de reconocimientos, y marcó la legitimación formal del oficio de la soberanía de los gobernadores.

 

         En el curso del segundo cuarto del siglo X, un cierto número de príncipes de la familia persa šî‘í de Bûya (o Buwayh) originaria de las montañas de Daylam, extendieron su dominación sobre la mayor parte de Persia occidental y obligaron a los califas a concederles la investidura. En 334/945, el príncipe bûyí (o buwayhí)  Mu‘izz ad-Dawla entró en Bagdâd y arrancó al califa al-Mustakfî el título de amîr al-umarâ’. Durante más de un siglo, los califas fueron obligados -suprema humillación- a sufrir a esos ‘alcaldes’ de palacio šî‘íes como señores absolutos. En detrimento de su šî‘ismo, los bûyíes no hicieron ninguna tentativa por instalar un califa ‘alí -el duodécimo imâm de los šî‘íes itnâ ‘ašariyya (duodecimanos) había desaperecido 70 años antes. Públicamente, los bûyíes rindieron homenaje a los ‘abbâsíes, a quienes conservaron como parapeto de su propio poder y como instrumento de su política en el mundo sunní. Los šî‘íes extremistas eran el verdadero peligro para los ‘abbâsíes. En 356/969, los fâtimíes de Túnez conquistaron Egipto y pronto estuvieron preparados para extender su dominación sobre Siria y Arabia. Por primera vez, una dinastía independiente y poderosa gobernaba Oriente Medio sin reconocer la soberanía nominal de los ‘abbâsíes. Al contrario, había fundado su propio califato, disputando así a los ‘abbâsíes la dirección de todo el mundo musulmán. El poder político y militar de los fâtimíes estaba apuntalado sobre una organización sólida, teniendo a sus órdenes una multitud de agentes, propagandistas y simpatizantes en las provincias ‘abbâsíes, y también en una hábil política económica que pretendía desviar el comercio oriental del Golfo Pérsico hacia el Mar Rojo y reforzando así Egipto y debilitando así ‘Irâq. Es probable que la dispersión de las energías šî‘íes debida al predominio de los bûyíes en el este sea uno de los factores que salvaron al califato ‘abbâsí de la ruina en esa época.

 

         El imperio bûyí acabó por dividirse en un cierto número de pequeños Estados bajo gobernadores bûyíes u otros, mientras que en Persia, el poder de una nueva dinastía, los selŷuqíes, no cesaba de crecer. Hacia mediados del siglo XI, el poderío bûyí había llegado a su término, y un general turco, de nombre al-Basâsîrî, pudo ocupar Bagdâd y pronunciar la jutba en nombre del califa fâtimí. En 447/1055, el selŷuqí Tugrul Beg entró en Bagdâd y se hizo proclamar sultân. Este título con frecuencia es atribuido por los cronistas a los gobernadores anteriores que ejercieron una soberanía poco diferente a la de los selŷuqíes. Los sultânes selŷuqíes de Bagdâd parecen, sin embargo, haber sido los primeros en utilizar oficialmente este título y hacerlo figurar en sus monedas. En realidad, el Gran Sultanato selŷuqí que duró alrededor de un siglo, fue el desarrollo lógico del oficio de amîr al-umarâ’, y el título es desde entonces utilizado siempre para el que ostenta el poder supremo después del nominal de los califas. Los selŷuqíes introdujeron algunos cambios importantes. A la inversa de sus precedentes, eran turcos y sunníes, y con su advenimiento, el poder de los turcos, que había aumentado de una manera intermitente desde la época de al-Mu‘tasim, se encontró definitivamente establecido. Desde entonces, los turcos de Oriente Medio ya no fueron solamente esclavos o soldados manumitidos importados de Asia Central; tribus enteras de turcos nómadas comenzaron a emigrar hacia el oeste, jugando un papel cada vez más importante y acabaron modificando la configuración étnica de Oriente Medio. El reemplazo de un gobernador šî‘í por uno sunní acrecentó el prestigio, pero no el poder, de los califas, y también la extensión de la dominación del gobierno central, y, por tanto, de la soberanía nominal de los califas sobre numerosos países hasta entonces independientes. El periodo de los selŷuqíes y de las dinastías selŷuqíes y atâbeg que siguieron al derrumbamiento del Gran Sultanato introdujo dos cambios mayores. Uno fue la normalización de los cambios económicos y sociales que habían tenido lugar en el periodo precedente y la elaboración de un nuevo orden social y fiscal de carácter casi feudal; otro fue la campaña contra el peligro šî‘í, y, en el plano intelectual, por la creación de una red de madrasas que sirvieron de centro para la definición y la defensa del sunnismo contra la propaganda šî‘í. Esas dos innovaciones suscitaron una vigorosa reacción en la persona de los Asesinos, movimiento revolucionario enérgico y activo surgido de las ruinas de la da‘watimí, que sostuvo una lucha enconada y permanente contra la dominación selŷuqí y el sunnismo. Los Asesinos fracasaron finalmente, y el šî‘ismo dejó de ser un factor político importante hasta el advenimiento de los Safawíes.

 

         Tras el derrumbamiento del Gran Sultanato, ‘Irâq cayó en manos de una dinastía local de príncipes selŷuqíes el último de los cuales fue Tugrul II (573-590/1177-1194). El desplome de su poder y la ausencia de otros aspirantes permitieron al califa ‘abbâsí an-Nâsir hacer un último intento de restauración de la antigua autoridad del califato. El momento era favorable. Las dos principales dinastías de Oriente Medio estaban ocupadas en la guerra, los ayyûbíes de Egipto y de Siria contra los cruzados, el Jwuârizm-Šâh, al este, contra otras dinastías turcas, después contra los mongoles. Teniendo así las manos libres, an-Nâsir intentó crear una especie de Estado califal en Bagdâd y en ‘Irâq, y de reafirmar su autoridad buscando el apoyo popular por medio de las organizaciones de futuwwa y sacando partido de los sentimientos pro-‘alíes. No obstante, fue la diversión creada por la amenaza mongol en el este lo que lo salvó de la destrucción por los Jwârizm-Šâhs. Los sucesores de an-Nâsir fueron débiles e incapaces, y cuando el general mongol Hûlâkû, tras haber conquistado Persia, se presentó ante Bagdâd en 656/1258, el último califa al-Musta‘sim fue incapaz de ofrecer una resistencia seria.

 

         La conquista de Bagdâd por los mongoles y la destrucción del califato son considerados generalmente como la mayor catástrofe en la historia del Islam. Es cierto que marcaron el fin de una época, no solamente en lo que concierne a la forma exterior de gobierno y de soberanía, sino también en la civilización islámica en sí misma, que, tras la trasformación impuesta por la gran ola de la invasión tátara, entra en una nueva vía, diferente de la de los siglos precedentes. Pero los efectos morales inmediatos de la destrucción del califato han sido sobrestimados. El califato había dejado de existir mucho antes en tanto que institución de hecho, y los mongoles sólo enterraron el cadáver de un muerto. A la organización real del poder temporal, las invasiones mongolas aportaron pocas modificaciones. El único cambio fue que el Sultanato recibió desde entonces el reconocimiento de jure, y que los sultanes comenzaron a atribuirse los títulos y las prerrogativas reservadas antes a los califas.

 

 

El califato ‘abbâsí de Egipto

 

         La instalación por Baybars de un califato ‘abbâsí fantoche en El Cairo en 659/1261 ha sido interpretada por R. Hartmann de la manera siguiente: la desaparición del califato de Bagdâd abrió un vacío político que no afectó tanto a los pensadores musulmanes como a los soberanos seculares, quienes se resintieron aún de la necesidad de una autoridad legitimante. Abû Numayy, el šarîf de Meca dio su reconocimiento formal al soberano hafsí de Túnez Abû ‘Abd Allâh, que había tomado el título de califa, con el sobrenombre de al-Mustansir en 650/1253. Ese título, tomado antes de la caída de Bagdâd, no tenía el sentido jurídico sunní de la palabra jalîfa, sino el que tenía en África del Norte, condicionado por las reivindicaciones y las prácticas almohades. Adquirió un nuevo valor con el reconocimiento de Abû Numayy, confirmado por el gesto del soberano mamlûk que envió a Abû ‘Abd Allâh un informe sobre la victoria de ‘Ayn Ŷâlût, calificándolo de amîr al-mu’minîn -comendador de los creyentes. Baybars, más fuerte que su predecesor, prefirió no reconocer un vecino poderoso y eventualmente peligroso, sino que resolvió los problemas de legitimidad y de continuidad instalando como califa en El Cairo a un refugiado ‘abbâsí con el mismo sobrenombre real de al-Muntasir.

 

         Durante los dos siglos y medio que siguieron, una serie de príncipes ‘abbâsíes se sucedieron como califas de título bajo la soberanía de los sultanes mamlûk-s de El Cairo. Salvo durante un breve interregno en 815/1412, cuando el califa al-Musta‘în terció durante seis meses en una querella entre pretendientes rivales al sultanato, los califas de El Cairo carecieron de toda autoridad. No eran de hecho más que oficiales de corte con rango inferior y no teniendo más función que la de figurar en las  ceremonias de entronización de un nuevo sultán. Las tentativas de los sultanes mamlûk-s para utilizar a sus protegidos como medio para atraer hacia su órbita otras regiones del mundo islámico obtuvieron un éxito limitado, en particular en la India y en el Imperio Otomano, cuando Bâyezid I solicitó del califa de El Cairo en 1394 un diploma concediéndole el título de Sultân.

 

         En 1517, el último califa al-Mutawakkil fue depuesto por Selîm I, el conquistador otomano de Siria y Egipto, y el califato ‘abbâsí fantasma fue abolido. La historia según la cual al-Mutawakkil habría transferido su título a Selîm, y a través de él a la familia otomana, fue publicada por primera vez por Mouradgea d’Ohsson en 1788 (Tableau général de l’Empire Ottoman, I, 269-70) y obtuvo un gran crédito. Pero Barthold ha demostrado que esa historia está desprovista de todo fundamento, y es generalmente rechazada por los especialistas.