LA LENGUA ÁRABE Y EL SALÂT

 

         El Salât es la práctica espiritual por excelencia en el Islam. Consiste en un profundo recogimiento ante Allah que manifiesta una absoluta subordinación a Él. Consta de movimientos corporales concretos, recitaciones del Corán y una actitud del corazón abierta a Allah. Todo ello debe ser ejecutado de acuerdo a reglas estrictas, y aquí surge un problema que nos ha sido propuesto por varios visitantes de Musulmanes Andaluces.

 

         Puesto que repetidamente se nos dice que el Salât es la ‘oración’ de los musulmanes, que los musulmanes ‘rezan’ cuando hacen el Salât, esto impone unas comparaciones de las que resulta que el modo de rezar de los musulmanes es una mera y fría formalidad. Si rezar es hablar con Dios, el Salât, que es extremadamente rígido en sus formas, no posibilita ese ‘diálogo’ con la divinidad. No sería más que un ritual vacío de contenido.

         Además, durante el Salât, se pronuncian fórmulas en árabe, y se recita también el Corán, siempre en árabe. ¿Qué pasa con los que no son arabófonos? ¿Están condenados a no entender a Dios, a no poder hablar con Él en su propia lengua, con naturalidad? ¿El Salât impone una molesta sumisión a lo ‘árabe’ que puede llegar a ser indignante?

 

         Todas las reflexiones anteriores provienen de una mal interpretación de lo que es el Salât. El Salât no es rezar, ni hablar con Dios, ni entrar en comunicación con Él. En el Salât no hay dualidad. Para comprender lo que es en realidad el Salât deberemos desechar de entrada las comparaciones que lo homologan a la oración, y que falsean completamente la significación y alcance de uno de los más importantes pilares del Islam.

 

         En primer lugar, tenemos que diferenciar entre el Salât y el Du‘â, la Invocación dirigida a Allah. Todo musulmán debe practicar el Du‘â, que sí consiste en dirigirse directamente a Allah, e incluso intimar con Él (en el número anterior de Musulmanes Andaluces ofrecimos el texto de una Munâÿâ, una conversación confidencial con Allah, escrita por el Sháij Sidi Ahmad al-‘Alawi). En el Du‘â (y más cuando tiene la forma de una Munâÿâ) el musulmán se sienta y alza sus manos, se reconoce ante su Señor y lo reconoce a Él, habla y sus palabras son atendidas por Quien escucha todos los susurros y ante Quien ninguna lengua es desconocida. El Du‘â no tiene formas estrictas, ni se exige que sea hecho en árabe. Pertenece al ser humano, y éste le da la forma que crea más conveniente (si bien se aconseja seguir en ello el ejemplo del Profeta, por cortesía hacia él y para no caer en formas de expresión groseras). Pero el Salât es más elevado y más grande.

 

         El Salât es otra cosa. El Salât no es del ser humano, es de Allah. El Salât consiste en olvidarse por un momento de sí mismo, en dejar atrás el ego, en sumergirse en lo que significa la palabra Allah. Sus reglas estrictas permiten precisamente eso. Ejecutándolas correctamente podemos, gracias paradójicamente a ello, olvidarlas, despreocuparnos de todo y hundir el corazón en la Inmensidad. El Salât es, así, un acto radical que devuelve las cosas a su raíz. Lo circunstancial es relegado para que el corazón sea libre.

 

         El Salât es de Allah. Por ello, durante él todo se doblega ante la Verdad. El cuerpo se sujeta a unos gestos concretos que simbolizan la absoluta subordinación de lo creado a su Creador. Hasta la lengua renuncia a sus palabras para pronunciar las de Allah, y lo hace tal como Él quiere. El corazón se propone desnudarse por completo para coger lo que viene de Allah, que es un sabor de eternidad. Como hemos anunciado, todo queda atrás, todas las circunstancias se desvanecen, y también deben quedar atrás los prejuicios. El Salât es una rendición incondicionada, un instante necesario de ‘ausencia’ en Allah. El Salât es donde realmente el musulmán calibra a Allah, reconoce su Inmensidad, se sumerge en su Grandeza, se olvida de todo porque su Señor lo reclama con todo su Ser.

 

         Además, a todo lo anterior habría que añadir la importancia que tiene en sí, dentro del Islam, la lengua árabe. El Corán mismo se define como ‘árabe’, es decir, es un texto que está ‘en árabe’, en un ‘árabe claro’. Sólo el Corán en su versión original es Corán. Ninguna traducción, por buena que parezca ser, es el Corán, y ninguna le rinde justicia. Puesto que se nos ha ordenado recitar el Corán durante el Salât, sólo puede hacerse en árabe. Por ello, los musulmanes han preservado el texto en que fue revelado el último Mensaje dirigido a la humanidad. Jamás se han conformado con ninguna deformación ni con ningún sucedáneo. Los musulmanes no se han rendido a las ‘necesidades’ de la gente, y han impuesto la fidelidad a Allah. Todo musulmán, ya sea o no árabe, debe memorizar al menos algunos breves textos que le permitan ejecutar correctamente el Salât. Y ese esfuerzo es ineludible. Es más, en realidad lo exigible es aprender de memoria el Corán entero, convirtiéndose cada musulmán en receptáculo y garante del Corán, y también su trasmisor porque el Corán ha sido revelado para ser comunicado, y los musulmanes hemos heredado esa responsabilidad.

 

         La importancia que el Islam da a la lengua árabe es reveladora de su interés por mantenerse fiel a su fuente, combatiendo todo tipo de alteraciones y corrupciones. Nadie tiene autoridad para cambiar lo más mínimo de lo dicho por Allah. Sólo en el Corán en árabe tenemos lo que Allah ha dicho, es su Palabra, y al pronunciarla nosotros es Él el que habla. Cualquier licencia que nos permitiéramos sería una falta a la Verdad. Gracias a todo ello, el Islam se ha mantenido fiel a sí mismo, y, generación tras generación, el Mensaje ha sido comunicado lealmente sin escatimar el esfuerzo que supone hacerlo en una lengua que, tal vez, ni se conoce. Pero es que todo eso tiene un inmenso valor en sí mismo, y es indicio de muchas cosas, de una lealtad inquebrantable, de un gran amor a Allah, de una seriedad que ha impedido que el Islam sea falseado por cualquiera, etc. Estos son algunos de los sentidos de la ‘severidad’ con la que el Islam hace sus exigencias.

 

         Desgraciadamente, estamos contaminados por prejuicios que no tienen nada de islámicos. La espiritualidad ha sido devaluada a base de concesiones que, en realidad, lo desvirtúan todo. El sentido de la trascendencia de los musulmanes es profundo, radical, y ellos saben poner todo su ser ante Allah. Y ello, hecho así, es el síntoma de una sinceridad que no necesita de concesiones a la facilidad. El Salât de los musulmanes -formalmente severo y rígido- es un acto pleno, de una profundidad abismal. Sus reglas no entorpecen la espontaneidad, porque, al contrario, liberan al espíritu, lo hacen alzarse por encima de todas las cosas. Sus normas no son un inconveniente sino, al contrario, una garantía contra la frivolidad, la comodidad, la pereza.

 

         Nos venden religiones fáciles. Pero el Islam no está en las estanterías de ese mercado. El Islam es para quienes buscan sondear las raíces de espíritu, no para quienes desean entretener sus inquietudes religiosas con cosas que no les creen problemas ni les exijan grandes esfuerzos ni los confronten con nada, y menos consigo mismos.