EL DESTINO

 

           Una de las claves más importantes dentro de la cosmovisión (‘aqîda) de los musulmanes es el Destino (al-Qadâ wa l-Qádar) como trasfondo de la existencia y entramado de la vida. Todo ha sido predeterminado, nada ocurre si no es sabido y hecho por Allah. Sin embargo, a la vez, el hombre elige libremente, es soberano (jalîfa), y por tanto es responsable de sus acciones. Esta aparente contradicción ha suscitado grandes debates dentro del Islam, y el Corán parece como si a veces afirmara la existencia del Destino y otras se pronunciase a favor del libre albedrío (al-ijtiyâr, la libre elección). También la Sunna va de un extremo a otro. Estas vacilaciones han proporcionado argumentos a favor o en contra del Destino. Se llama qadaríes a los que rechazan la existencia del Destino, y ÿabríes a los fatalistas. La postura de los Ahl as-Sunna, la inmensa mayoría de los musulmanes, consiste, como hemos dicho, en la afirmación simultánea del Destino y el libre albedrío.

 

         A la hora de explicar en qué consiste el Islam es muy importante insistir en el significado del Destino, porque es una gran clave para interpretar la existencia. Es importante porque sirve para desmantelar el mundo de ídolos que el Islam combate. Hay una gran resistencia a entender lo que es el Destino porque implica otra forma de situarse en el mundo. No es elucubración. La íntima comprensión del alcance de este  tema es radicalmente conmocionadora, y por ello opera una trasformación en el ánimo, imprescindible para sondear lo que significa que Allah es Uno y que todo lo demás es circunstancial y secundario.

 

         Un cúmulo de tópicos y trabas impide a los occidentales una comprensión sana de lo que implica el Destino. De entrada, diremos que no conduce en absoluto al fatalismo (más bien, como veremos, sucede todo lo contrario) ni implica que el Determinante de la Realidad sea arbitrario o injusto.

 

         Para entender a qué se refieren los musulmanes cuando hablan del Destino, primero hay que saber a quién se refieren cuando hablan de Allah, el Señor de los Mundos. Allah no es Dios ni es un dios. Un dios es un ser poderoso, más que cualquier ser humano, y el Dios de los monoteístas no es más que la sublimación de un dios entre los dioses, pero sin huir del dualismo camuflado entre los pliegues del concepto ‘dios’. El Tawhîd, el Sentido de la Unidad dentro del Islam, va mucho más allá de todo lo relacionado con los dioses. Esto es difícil de comprender para quien no supera las simples apariencias. Identificar de entrada a Allah con Dios es negarse a la posibilidad de comprender su verdadero sentido entre los musulmanes. Allah no es un ser a parte, poderoso, misterioso e invisible (y por tanto refutable). Para los musulmanes Allah es la Verdad que articula todo lo real, es el misterio o la profundidad de todo lo que hay. El mundo constantemente nos habla de Él, nos dice que es Poderoso, Creador, Sabio, etc. Su trascendencia no es invisibilidad sino grandeza y majestad porque no es abarcado por nada. Por ello, entre los musulmanes no hay ateos (salvo por contagio cultural y de modo muy artificial).

 

         La diferencia que establecemos entre Allah y Dios no es un ejercicio de retórica. Entendemos que, en el fondo, hay diferencias abismales que estructuran mundos de representación distintos. Insistir en la diferencia es resaltar las claves que hacen tan distintas las espiritualidades cristiana y musulmana. Para los occidentales, la espiritualidad es un consuelo, una huida, mientras que en el Islam es descubrimiento e iluminación, es la Paz en la Verdad.

 

         El occidental -el cristiano en general- no puede evitar imaginar a su Creador como un dios, como un ser supremo, a parte de la realidad, como un ‘otro’ con el que relacionarse, y lo somete a su imaginación, a su facultad para idealizar. Y quiere que su dios sea de un modo determinado y cuando defrauda sus expectativas, lo niega. Puede hacerlo porque dios es un ‘objeto’ de su discurso, una premisa que puede ser válida o falsa, y nunca es tenido como algo anterior al discurso. Elucubra sobre su dios y elabora una teología y una mitología en torno a Él. Todo ello está descartado en el Islam. Los musulmanes sustituyen la teología -la especulación- por el rigor. Las especulaciones de ese tipo están condenadas, no por miedo a la reflexión -que nada tiene que ver con laberintos teológicos-, sino porque precisamente impiden un desarrollo saludable del ánimo. El rigor consiste en descubrir las Cualidades de Allah tal como Él se manifiesta a través de sus Signos, que son el mundo y la Revelación. Debemos aprender lo que es Allah de lo que nos dicen el mundo y la Revelación y no de lo que nos gustaría que fuese dios. Sólo así puede haber un pensamiento iluminado.

 

         El fundamento del Islam es lâ ilâha illâ llâh, no hay más verdad que Allah.   Quiere decir que todo es creado y regido por la Verdad Única. Allah infinito es el soporte de la realidad, lo que se manifiesta en cada realidad. Nada hay fuera de Él. Esta es la clave para entender lo que es el Destino para los musulmanes. Esto plantea un problema moral: ¿es Allah creador del mal? Claro que sí: Allah es el Creador de aquello a lo que llamamos mal, porque no hay más Creador que Él. Dentro del Islam, pensar que el hombre crea sus propios actos independientemente de Allah es Kufr, es estar fuera del Tawhîd, es hacer del hombre un dios, es volver a la idolatría.

 

         ¿Puede Allah juzgarnos por nuestros actos cuando Él los ha determinado? Con esto entramos en el segundo de los fundamentos del Islam: Muhámmadun rasûlullâh, Muhammad es el Mensajero de Allah. El hombre, en medio del Océano de la Unidad, es un ser soberano (jalîfa). El hombre, en tanto que criatura consciente de sí, está ‘separado de Allah’. Allah lo ha creado a Su Imagen, es decir, ha hecho que cada ser humano sea ‘singular’, ‘único’. De ahí que el hombre tienda a endiosarse, por lo que hay en él de su Señor. El hombre -sujeto a Allah- es, a la vez, absolutamente libre. Es libre en medio del Destino: todo está predeterminado y, a la vez, el hombre hace lo que quiere. ¿Cómo conciliar esto? Es muy difícil a nivel de discurso, pero es que se trata de un reto poderoso capaz de trasfigurar a quien empieza a descubrir su alcance. Es la clave del Islam, la rendición a Allah, la vuelta a Él, la reintegración de cada cosa en su Fuente.

 

         Lo fácil es elegir un extremo u otro: los qadaríes niegan el Destino y hacen del hombre un ser completamente independiente, lo condenan a su aislamiento, lo embrollan en el moralismo, en el valor de sus acciones,... Los ÿabríes, los fatalistas, son tontos porque niegan la evidencia: constantemente eligen, actúan libremente, no son criaturas mecánicas a merced del Destino. La Realidad es que Allah es Uno, el que vertebra la existencia es el Uno Trascendente, y, a la vez, cada realidad es autónoma como signo de esa Verdad Absoluta. La dependencia del hombre es infinita y su libertad es infinita. Esto es lo que enseña la síntesis de los Ahl as-Sunna, la inmensa mayoría de los musulmanes, capaces de hablar de los dos extremos a la vez, sin exceptuarse, sin exclusiones. Reconocen a Allah en todo y ven en cada cosa la manifestación de la absoluta libertad del Señor de los Mundos. A esto se le llama Tawhîd, Reunificación.

 

         Al occidental -al cristiano- le repugna imaginar que dios es creador del mal. Prefiere pensar que su dios prefiere el bien y da a elegir al hombre. Dios no crea el mal, sino que lo permite, para no negar al hombre su libertad y para no acusar a dios de injusto. ¡Vaya consuelo! Tan delito es cometer un crimen como consentirlo, y la justicia humana castiga al que, pudiendo, no socorre a alguien que sufre una agresión o a quien esté en peligro. De ahí las infinitas crisis espirituales de los occidentales. Estos líos vienen de no poner las cosas en su sitio.

 

         A la vez que el hombre se endiosa, conforme se va concibiendo a sí mismo como algo absoluto, a la vez absolutiza y diviniza también sus creencias y valores. El hombre imagina que el bien es absoluto y que el mal es absoluto, y su dios debe someterse a esos criterios. Dios es bueno si hace el bien y es malo e injusto si hace el mal, tal como los concibe el hombre. Para un musulmán, el bien y el mal no son absolutos, sino juicios de Allah. Es bueno lo que Allah declara bueno y es malo lo que Allah declara malo, todo depende del juicio de Allah: la Misericordia estriba en que Allah ha declarado bueno lo que beneficia al hombre y malo lo que le daña. Por tanto, Allah no está sometido al bien y al mal, sino que Él los crea y su Misericordia los hace coincidir con el beneficio y el daño, pero en Sí Él es Libre y Anterior. Y Allah es justo porque se atiene a sus Medidas, que son las que han forjado el universo. Todo ello nos debiera invitar a relativizar todas nuestras cosas y asomarnos a algo más grande, descontaminado de nuestros a prioris. Pero es difícil, porque es renunciar a nuestra condición de ‘dioses pequeños’, y el común de la gente no está preparado para ello. Preferimos medir las cosas con nuestros criterios y olvidar que nuestros criterios no han creado los cielos y la tierra, que la Verdad está mucho más allá de nuestra escasez.

 

         El Islam es majestuoso. No hace concesiones. Es exigente. El Islam es recuperar lo esencial: a Allah como trasfondo de la realidad y al hombre como califa. El Islam nos habla de Allah arrojándonos a un Océano de Unidad, y nos habla del hombre exigiéndole el Yihâd -no el fatalismo-. Le exige una acción incontenible. El musulmán claudica ante Allah para recuperarse, para descubrir su propia inmensidad y realizarla en medio del secreto de la existencia. Eso es el Islam, síntesis de Destino y Libertad, síntesis de Verdad esencial y Acción desbordante, a imagen del Creador y la Creación.