SUFISMO Y CIENCIAS OCULTAS

 

Pierre Lory

Las sendas de Allah

 

 

         Llamamos “ciencias ocultas” a una serie de prácticas muy heterogéneas, que van de la astrología a la magia pasando por la alquimia y varias formas de adivinación. La propia expresión se remonta al siglo XVII, o quizás un poco antes -el De occulta philosophia de Cornelius Agrippa de Nettesheim data de 1533-, y en la actualidad no goza de buena reputación debido a la adopción del término “ocultismo” para designar una serie de enseñanzas esotéricas occidentales recientes de un valor bastante dudoso. Pero no es inadecuado. El sustantivo “ciencia” sugiere construcciones doctrinales con una coherencia interna global, y el adjetivo “oculta” refleja bien el doble encubrimiento de unas disciplinas que pretenden ser discretas, esotéricas, ocultas para el común de los mortales, y al mismo tiempo son rechazadas del ámbito del pensamiento por la razón ideológica y científica oficial.

 

         La presencia de estas “ciencias ocultas” en los países del área islámica está atestiguada desde la Edad Media, aunque no existiera un término científico para designar estas creencias y actividades como tales (la lengua árabe clásica posee una nomenclatura muy rica para designar con precisión cada rama de la magia o la adivinación, pero los apelativos genéricos como ‘ulûm jafía o ‘ulûm bâtinía -lit. “ciencias ocultas”- son calcos recientes de expresiones europeas). La actitud del Islam ortodoxo ante ellas se parece bastante al de la Iglesia católica. Las autoridades religiosas oficiales, los ulemas, en general admiten la existencia y la eficacia de algunas prácticas mágicas, aunque previenen contra la posible inclusión de ilusiones, mentiras y peligros morales. En efecto, en varios pasajes del Corán se menciona la existencia de un mundo sobrenatural, y en especial la presencia de ÿinn, cuyos actos pueden interferir en los de los hombres, como por ejemplo en las prácticas de adivinación. Aunque el texto sagrado denuncia la duplicidad y el engaño de los magos y adivinos, no niega categóricamente la eficacia de su arte, aunque éste pierde la pierde ante la revelación: así, los magos de la corte de Faraón se inclinan ante los poderes de Moisés y se convierten a supredicación. Las autoridades religiosas musulmanas desaconsejan formalmente dedicarse a la magia, que representa una inclinación a la idolatría -puede ser castigada con pena capital en caso de culto a los demonios o de blasfemia, incluso implícita- y ocasiona muchos males en la sociedad. También condenan los intentos de conocer los sucesos futuros mediante prácticas de adivinación.

 

         Ghazali (m. 1111) fue quien formuló con más amplitud esta actitud, concluyendo que el buen musulmán debe abstenerse del estudio de estas ciencias, aunque a veces pueden ser de provecho, porque no le ayudan a salvarse sino que, por el contrario, introducen muchas tentaciones y asechanzas en su vida moral y religiosa. De todos modos, el debate sigue abierto entre los teólogos musulmanes. Fajr ad-Dîn Razi (m. 1209) pensaba que el musulmán sabio debía conocer esas disciplinas, porque toda adquisición de conocimientos es útil y permite conocer mejor la verdad. Pero cualesquiera que fueran las opiniones de los doctores de la Ley, las prácticas mágicas se propagaron con rapidez en la vida concreta de las comunidades musulmanas, so pretexto de su carácter defensivo (lucha contra los maleficios, contra el mal de ojo, etc.).

 

         Evolución histórica:

         De entrada no tiene por qué haber ningún vínculo especial entre el sufismo y las ciencias ocultas. Los que se dedican a la magia, la alquimia o la astrología no tienen por qué estar relacionados con una cofradía sufí. Y a la inversa, adentrarse en una senda sufí y llegar a ser un maestro espiritual no supone estar en posesión de conocimientos o poderes preternaturales. No obstante, estas dos actividades están muy relacionadas entre sí, de resultas de un proceso histórico.

 

         Los primeros sufíes conocidos (siglos II-III de la hégira, es decir, siglos VIII-IX de nuestra era) eran ascetas piadosos. Se dedicaban sobre todo a una estricta práctica religiosa, con privaciones materiales muy severas, y solían despreciar abiertamente las dotes paranormales que, según la literatura hagiográfica, tenían a veces, porque en el fondo las consideraban un ardid de Dios para poner a prueba la rectitud de su inclinación hacia Él. Por ejemplo, cuando Nuri (m. 907) vio que las dos orillas del Tigris se acercaban para permitirle que lo cruzara, rechazó este favor y prefirió pasar en la barca. Y eso que en estos casos se trataba de gracias divinas. En esta época el descrédito de las ciencias ocultas propiamente dichas se debía a que se consideraban residuos del paganismo, o por lo menos prácticas sospechosas de estar relacionadas con él. Cabe destacar que si tanto el teólogo como el historiador distinguían entre el prodigio concedido por la gracia divina del que responde a una “técnica” de orden mágico, la conciencia popular asimiló con facilidad estos dos órdenes de causalidad.

 

         En efecto, históricamente  la cuestión es de los más complejo, y a veces la separación entre los místicos puros y los practicantes de ciencias ocultas es sumamente imprecisa. A partir del siglo III/IX a los grandes maestros sufíes les atribuyeron toda clase de prodigios. Los principales doctrinarios del sufismo clásico, en su afán por no salirse de la corriente ortodoxa del Islam y evitar que les acusaran de aspirar a una dignidad profética o teofánica, quisieron dejar claro que no se trataba de milagros (mu‘ÿiçât, propios de los profetas), sino de simples favores divinos (karâmât) concedidos por Dios, en ocasiones, a algunos de sus piadosos servidores.

 

         No obstante, estas reservas doctrinales no bastaron para conjurar la confluencia entre la senda mística, por un lado, y por otro los fenómenos paranormales y las ciencias ocultas, sobre todo en la conciencia popular. Ciertas prácticas como la magia o la adivinación, que para los “piadosos antepasados” eran actividades sospechosas, no musulmanas o incluso satánicas, acabaron asumiendo un carácter honorable, y hasta sagrado. En los círculos sufíes se extendió la idea de que el santo (traducción aproximada de wali, en plural awliyâ) es el verdadero continuador de la actividad sagrada del Profeta, e incluso el depositario de una ciencia oculta que Muhammad transmitió por vía esotérica a un reducido número de discípulos. Por lo tanto, estos últimos eran los únicos que habían entendido y practicado cabalmente el Islam.

 

         Bastaba entonces demostrar que las ciencias ocultas eran un elemento de ese saber esotérico para convertirlas en disciplinas sagradas, reveladas por ángeles a los principales Enviados, y los awliya sufíes tenían el privilegio y el deber de practicarlas en benéfico de los hombres. La alquimia habría sido revelada al profeta Idris (Enoch), y la oniromancia sería una ciencia propia del profeta José; la magia basada en el dominio de los ÿinn se atribuía a Salomón; la curación por la palabra a Jesús, etc. Cabe destacar el carácter ambiguo de la acción “oculta”, que en este caso no es el resultado de una mera acción divina arbitraria (como en el caso del Tigris que se estrecha para que pase Nuri), sino de una enseñanza inciática, de un saber adquirido, aunque la eficacia del rito no puede prescindir de la fuerza invisible, la báraka, que Dios concede a sus protegidos.

 

         Esta integración de varios elementos de las ciencias ocultas en la espiritualidad musulmana debió producirse por mediación del movimiento shií. A finales del siglo I de la hégira (principios del siglo VIII), en círculos shiíes de Iraq e Irán empezó a circular la idea de que los Imames, desposeídos del poder político, eran depositarios de un saber esotérico recogido en unos libros secretos. Este saber concernía a la adivinación (en una visión colectiva, escatológica), pero también a la magia y la alquimia. El Sexto Imam, Ya‘far as-Sâdiq, está considerado como el iniciador del inmenso corpus alquímico que lleva el nombre de Yâbir ibn Hayyân. De hecho, estos conocimientos y poderes concedidos a los Imames no eran sólo un favor divino, sino que derivaban directamente de su función de representates del poder divino en la tierra. En el siglo III/IX se produjo el paso de estas creencias al sufismo sunní, y entonces los grandes maestros se atribuyeron esta misión de continuadores de la acción espiritual del Profeta Muhammad.

 

         En esa época antigua (siglos III.IV de la hégira), estas ideas apenas tenían resonancia fuera de los propios medios sufíes, y podían escandalizar a los musulmanes más convencionales, provocando a veces reacciones violentas. Un ejemplo destacado es el del gran místico Hallâÿ, que murió en 922 ejecutado de forma espectacular tras un proceso largo y controvertido. Le acusaron de aspirar a un poder, o a una condición ontológica, de origen divino.

 

         Si la analizamos bien, su doctrina no es tan excéntrica comparada con la de otros maestros sufíes que sostenían haberse unido a su Señor, de modo que sus palabras y actos procederían del propio Dios. Pero Hallâÿ, a diferencia de los demás místicos, era un predicador activo, y reforzaba su mensaje realizando prodigios. Leía los pensamientos, curaba las enfermedades graves y repartía comida en abundancia sacándola de su ropa o del aire que le rodeaba. Los aspectos taumatúrgicos de su predicación, presentados por él como prueba del origen divino de su acción, tuvieron mucho que ver con su prendimiento y procesamiento. Sus adversarios le acusaron a porfía de ser un charlatán, un mago que tenía comercio con los ÿinn o que había aprendido sus trucos durante su viaje a India.

 

         Sus discípulos, por el contrario, lo veían como un hombre habitado por la Presencia y la báraka de Dios, un santo perfecto “amo del tiempo”. A uno de ellos, que había asistido a un reparto milagroso de pasteles, le asaltó una duda y al rato volvió al lugar del prodigio. Entonces una voz sobrenatural le dijo: “Oh, tú, ¿habéis comido dulces en el monte Qâf, y vienes aquí a buscar las migas? Podías tener mejores sentimientos. Porque este jeque no es otro que elángel de este mundo y del otro mundo”. Hallâÿ representa toda la ambigüedad de las relaciones entre el sufismo y las ciencias ocultas en la época antigua.

 

         La situación evolucionó mucho a partir del siglo XII de nuestra era, cuando los sufíes empezaron a formar grandes cofradías y su influencia social fue mayor. La mayor parte de las cofradías atribuían su legitimidad esotérica a una cadena detallada de transmisión iniciática que se remontaba al Profeta Muhammad, y a la existencia -en su época- de una jerarquía espiritual que dirigía el mundo y tenía su máximo exponente en un Polo (Qutb), rodeado de cierto número de dignatarios que ocupaban varias “grados”. Se consideraba que estos grandes awliya administraban los asuntos del mundo según directrices celestes, intercedían por los hombres y aplacaban la ira divina gracias a su santidad. Según los textos sufíes estos jerarcas vivían de forma discreta, o incluso pasaban totalmente inadvertidos, pero generalmente en las cofradías los discípulos de un gran maestro le consideraban un Polo, o al menos uno de sus asesores. Dentro de esta concepción de la vida espiritual, las ciencias ocultas practicadas por los maestros podían integrarse de una forma natural como uno de los aspectos de la ciencia iniciática transmitida y un elemento del papel benéfico de los awliya de Dios. Estamos ante un fenómeno de un alcance histórico considerable, porque este aspecto carismático y taumatúrgico del sufismo de cofradías contribuyó a mantener la cohesión del tejido social musulmán en los periodos de crisis. Gracias a él, pueblos enteros, sobre todo en Asia, se islamizaron, pues el sufismo popular permitía el paso sin traumas de las costumbres chamánicas, muy impregnadas de magia, a un Islam más estrictamente legalista.

 

         Ciencias ocultas y espiritualidad:

         Fue así como la vida de las cofradías asumió ciertas prácticas ocultas. El observador exterior tratará de buscar diferencias entre una práctica de magia o adivinación realizada por un dignatario sufí y la realizada por un simple “laico”, profesional o no. Pero es difícil marcar estas diferencias.

 

         En efecto, por un lado muchos magos y adivinos profesionales suelen remitirse a tradiciones prestigiosas de origen sufí. Es característica al respecto la lista de las transmisiones iniciáticas para la ciencia de las letras y la magia talismánica citadas por el ocultista al-Buni (siglo XIII) al final de su gran tratado Shams al-Ma‘ârif. En ella aparecen los principales nombres del pensamiento religioso y la mística musulmana, aunque no hay ningún indicio de que al-Buni fuera miembro de una cofradía.

 

         Por otro lado, en la conciencia popular el hecho de que una persona posea una ciencia y unos poderes ocultos es una señal evidente de que pertenece al mundo de los santos, los awliya, lo mismo que los sufíes afiliados a una orden. Esta posibilidad de acceder a la condición de santidad sin iniciación humana -el iniciador invocado puede ser un profeta o un sufí de tiempos pasados que se aparece en sueños o en visiones, o incluso un ángel- complica las pistas y borra singularmente las fronteras oficiales del sufismo, así como el alcance de las propias ciencias ocultas.

 

         Pero las ciencias ocultas distan mucho de ser abordadas en el mismo grado y de la misma forma. Por ejemplo, la astrología está muy presente, pero por lo general como simple ciencia de apoyo: por ejemplo, en la confección de talismanes, para elegir el momento de ciertas prácticas. Porque si los astros (es decir, los ángeles que los habitan y les confieren su influencia) han sido colocados por Dios para regir el mundo natural, no son más que simples intermediarios de un destino que los trasciende y, en definitiva, se les va de las manos.

 

         En cuanto a la alquimia, práctica ardua y elitista donde las haya, sólo aparece de vez en cuando en los textos y las actividades de los sufíes. En uno de ellos se cuenta que Sahl Tustari (m. 896) fue a la celda de su cofrade sufí Ishâq ibn Ahmad después de su muerte, y descubrió unas botellas de elixir que permitía la trasnmutación de los metales en plata y oro, así como unos lingotes de metales preciosos que atestiguaban el éxito del difunto en sus indagaciones alquímicas. Tustari le ordenó a su discípulo que hiciera desaparecer todo eso, y al preguntarle el discípulo por qué Ishâq, que estaba abrumado por las deudas, no había recurrido a esa riqueza, Tustari le contestó simplemente: “Temía por su fe”. Pero los retos espirituales de la alquimia acabaron siendo una de las zonas más secretas del esoterismo sufí. Los alquimistas, por su parte, buscaron a menudo el patronazgo de los grandes místicos. Prueba de ello son los tratados sobre la Gran Obra atribuidos -seguramente sin razón- a maestros como Hasan Basri, Dzû n-Nûn Misri, Hallâÿ, etc.

 

         Lo que pedían los simples creyentes era sobre todo curación corporal y adquisición de bienes materiales o afectivos, de modo que las “ciencias” más practicadas por los maestros o sus discípulos aventajados fueron la magia talismánica y las distintas formas de adivinación. Pero es interesante destacar la peculiaridad de estas prácticas que, en la época de madurez del sufismo, incorporan ritos y procedimientos profundamente islamizados. La magia de origen antiguo practicada en los primeros siglos del Islam se basaba en la manipulación de las propiedades naturales ocultas de las sustancias y los astros. La talismánica sufí se elaboró en los siglos posteriores a partir de un tratamiento “cabalístico” de la palabra pronunciada o escrita, sobre todo de la palabra coránica.

 

         La inspiración coránica es muy clara. El Islam como tal se basa en la revelación divina por medio de la palabra. Dios, incognoscible e inaccesible en sí mismo, da a conocer su mensaje por medio de un Libro, de una Recitación dictada al Profeta Muhammad. De modo que cada aleya, cada palabra, cada letra de este texto tiene para el musulmán creyente un carácter sagrado de teofanía. No es extraño, pues, que algunos de ellos, sobre todo en las corrientes esotéricas, pretendieran descifrar secretos metafísicos en la textura del verbo coránico, o que otros atribuyeran virtudes profilácticas, curativas o adivinatorias a tal o cual aleya.

 

         Estas consideraciones piadosas sobre el valor sobrenatural de las aleyas coránicas que fueron articulando una doctrina filosófico-mística dotada de cierta coherencia. Un ejemplo muy claro -y antiguo- de esta evolución nos lo proporciona el Tratado de las letras (Risâlat al-Hurûf) de Sahl Tustari (siglo IX). El autor describe el proceso de la creación del mundo a partir de la Palabra (divina) explicando cómo las letras primordiales constituyen las partículas primeras y la energía original de todos los seres; cómo se articulan para engendrar y formar, uno tras otro, el mundo celeste y el terrestre, según modalidades análogas a las de la gramática (árabe) y al orden del texto coránico; y cómo este mismo orden cosmo lingüístico se encuentra también en el componente humano. El propio Tustari sugiere que esta triple analogía cosmos-lengua-hombre podría servir de base a una teoría y una práctica de la magia musulmana fundada en el verbo. En un anexo a su tratado hace un desarrollo sobre los poderes extraordinarios atribuidos a la azora 36 (Yâ Sîn), que incluiría el Nombre Supremo de Dios, y afirma que “aquél que invoque a Dios con ese Nombre será atendido, ya sea justo o pecador”.

 

         Estas ideas expuestas por Tustari fueron recogidas y ampliadas por las generaciones posteriores, y alcanzaron su expresión más perfecta en la vasta síntesis realizada por Ibn ‘Arabi (m. 1124), que dedicó el segundo capítulo de sus Iluminaciones en la Meca al esoterismo de las letras que articulan el universo. Al mismo tiempo, la mayoría de los textos mágicos se inspiraron en esta cosmología y el consiguiente tratamiento de la lengua coránica. La suma de las ciencias ocultas más conocida y leída, el Shams al-Ma‘ârif de al-Buni, está dedicada sobre todo a la construcción de cuadros mágicos y talismanes, y a invocaciones basadas en los Nombres divinos y ciertas aleyas coránicas, según distintos procedimientos cabalísticos (en especial isopsefia). Los capítulos sobre astrología, alquimia y geomancia tienen mucha menor extensión.

 

         La síntesis más homogénea de estas concepciones mágicas y las corrientes sufíes es el fenómeno que se ha dado en llamar “marabutismo”, observado sobre todo en el norte de África y Sudán. El maestro sufí, que guía a sus discípulos por la vía mística de unión con Dios proponiéndole ritos, plegarias o practicas ascéticas, es un fabricante de talismanes, un curandero, un adivino, y al mismo tiempo un árbitro, un jefe de comunidad, a veces un representante político, al que van a consultar y prometen lealtad no sólo sus discípulos, sino también regiones o grupos sociales enteros... Esta integración de lo mágico en lo religioso, lo místico y lo social no es exclusiva del África musulmana. También la encontramos, en distintos grados, en India o Indonesia (o actualmente en la región parisina). Los simples creyentes no tienen dificultad para imaginar que un maestro sufí, que sepasa la mayor parte del día y de la noche repitiendo sin parar palabras sagradas, impregnándose del verbo divino, acabe compenetrándose con la Presencia divina y siendo portador, incluso contra su voluntad, de la báraka bienhechora. Nada más normal, pues, que en él se manifiesten los conocimientos y dones maravillosos propios de la santidad, la walaya, y que se le tome por guía o por jefe.

 

         ¿Qué significado hay que dar a esta práctica de las ciencias ocultas en los movimientos sufíes? Podemos distinguir tres aspectos:

         -En el aspecto social, lo maravilloso sufí ha tenido una importancia fundamental en el imaginario colectivo del Islam popular. El santo sufí representa la compensación, la revancha del pueblo llano ante la dureza de su destino y la insensibilidad de los gobernantes. Este santo reparte milagrosamente comida, cura a los enfermos más desesperados y mata al gobernante inicuo con una sola palabra o una sola mirada. Aunque tiene un poder inmenso, vive en la pobreza y la renunciación. En un conocido relato, un hombre piadoso le lleva comida a un negro miserable que vive en unas ruinas, cerca de una gran ciudad. Cuando el negro ve la limosna se echa a reir y, haciendo una señal con el dedo, convierte en oro las paredes de su tugurio; el visitante se atemoriza y huye. ¿Hay mejor ilustración de la impresión que suscita el poder oculto del santo en la imaginación del pueblo llano?

 

          -Para los propios sufíes, miembros de cofradías en varios grados, el saber y los poderes preternaturales de su maestro son de alguna manera el signo eficaz del acceso a otras dimensiones que propone la senda mística. Cuando los miembros de la orden Rifa‘ía, durante los ritos extáticos, caminan sobre el fuego, tragan brasas o se atraviesan el cuerpo con alfileres, el significado espiritual de estas prácticas parece dudoso; pero son un indicio sensible de que el espíritu impone su ley al cuerpo del místico, y de que el orden natural deja de ser apremiante para el que sigue la senda de Dios.

 

         -Para los propios maestros sufíes, según los comentarios que nos han llegado en sus obras escritas, o sus enseñanzas orales, los poderes proporcionados por el conocimiento de las leyes ocultas del mundo tienen otro significado. Porque la santidad coloca al maestro en una situación paradójica: es capaz de realizar prodigios sin límite, de dar la vida o la muerte a voluntad, y al mismo tiempo obedece en todo a la voluntad divina. De hecho, para él no existe contradicción, pues al igual que en el estado de unión mística la conciencia del sufí se une a la conciencia universal de Dios, su voluntad y su poder son meras prolongaciones de la voluntad y el poder divino. De este modo participa en la continuación de la acción creadora. Para él -repiten con frecuencia los textos sufíes-, la invocación “en nombre del Misericordioso” equivale a la palabra creadora “¡sé!”. El sufí se ha convertido en un órgano de Dios en la tierra. Entonces la magia ya no es una ciencia secundaria, y se convierte en uno de los principales medios por los que Dios ordena y realiza la trasformación del mundo.