Carta de un judío americano a los europeos
NORMAN BIRNBAUM
(Norman
Birnbaum es catedrático emérito de la
Universidad de Georgetown)
La comunidad judía europea tuvo buenos motivos para acoger la Ilustración de buen grado. Ciudadanía y universalidad, racionalidad crítica y pluralismo secular, prometían transformar la existencia judía. Las naciones de residencia tratarían a los judíos como seres humanos con derechos inalienables, no como parias.
El final del siglo XIX demostró que la Ilustración se había pospuesto
indefinidamente. El sionismo fue tanto una respuesta parcial a la convicción de
que la Ilustración era imposible como un derivado de ella. Los judíos también
tenían derecho a un territorio y a un Estado. Pocos de los primeros sionistas
pensaron en el problema que tortura al actual Estado judío: la presencia de
otro pueblo. Era una cuestión que rara vez se planteaba en los primeros años
de existencia del Estado de Israel, la única preocupación era la seguridad de
un pueblo diezmado por el holocausto. Los europeos consideraron que lo mínimo
que podían hacer tras el asesinato de los judíos europeos era apoyar a Israel,
e ignoraron la suerte de los árabes.
Mientras los judíos europeos se hallaban en el infierno del fascismo, la comunidad judía estadounidense se encontraba en vías de su actual poder y prosperidad. El New Deal de Roosevelt incorporó a los judíos al Gobierno. Es cierto que en los EE.UU. de los años treinta y cuarenta había mucho antisemitismo y que los judíos estadounidenses no podían lograr asilo para muchos de sus familiares europeos en peligro, pero, tras 1945, la repulsión hacia el holocausto lo enterró. Los judíos avanzaron hasta las primeras filas de los negocios y las finanzas, de la cultura y la ciencia, del gobierno y la política. La apertura de la sociedad estadounidense, su concepción de la ciudadanía, les permitió considerarse plenamente estadounidenses.
Muchos se identificaron con el
progresismo y las tradiciones radicales de nuestra democracia.
¿Dónde
si no en una sociedad de iguales podían estar seguros los judíos? Juristas y
legisladores, pensadores y escritores judíos hicieron grandes aportaciones a la
construcción del Estado de bienestar. En los años sesenta, muchos de ellos
apoyaron la lucha de los negros por sus derechos civiles. La presencia judía
fue notable en los movimientos de los sesenta: la protesta antiimperialista de
la guerra de Vietnam, los experimentos de la cultura pos-materialista y el
feminismo. Los judíos estadounidenses (y muchos estadounidenses no judíos)
consideraban a Israel como una sociedad democrática moderna, sitiada, pero
triunfante.
Pero en los años setenta los judíos ya no estaban
comprometidos tan ardientemente con el progresismo, habían dejado de
considerarse unos intrusos. Para muchos, las reivindicaciones de negros e
hispanos de su derecho a la educación y el empleo sonaban amenazadoras.
Olvidando el hecho de que ellos habían utilizado en el pasado el sistema legal
para eliminar las barreras civiles que les impedían el acceso a la educación,
el empleo y la vivienda, los judíos alegaron que lo habían conseguido por méritos
propios, y declararon que los demás deberían hacer lo mismo. Por supuesto,
estos puntos de vista fueron expresados también por decenas de millones de
otros estadounidenses.
La guerra de 1967 agudizó aún más la crisis del
progresismo entre los judíos estadounidenses. Consideraban que los que
criticaban la ocupación del territorio árabe ponían en peligro la victoria de
Israel. Los grupos estadounidenses que expresaban su simpatía por los árabes
-los negros, las iglesias y los intelectuales radicales- eran con frecuencia los
mismos que criticaban sistemáticamente a la sociedad estadounidense, en la que
los judíos estaban tan bien integrados. Para muchos, la solidaridad con Israel
era su principal vínculo con su propia historia. Cuanto más rutinaria se hacía
su religión, más lejano les era el acervo del judaísmo y más importante el
Estado judío. Tras las décadas de pos-guerra, en las que el dolor impedía
hablar del holocausto, éste se convirtió en básico para la conciencia de sí
de los judíos estadounidenses. Una comunidad a la que una casualidad histórica
había salvado de compartir el destino de la comunidad judía europea asumió el
eslogan de Israel: nunca jamás.
Identificar a los palestinos con los antisemitas de
Europa es absurdo, y más aún teniendo en cuenta que Israel los trata de forma
colonialista e incluso racista. Pero para muchos judíos estadounidenses este
absurdo es una cuestión de fe. Muchos de los colonos de Cisjordania son judíos
estadounidenses, que consideran que el mundo de los gentiles es hostil sin
remisión. Y los judíos estadounidenses a los que no se les ocurre ni en sueños
abandonar Estados Unidos, apoyan a otros judíos que han abandonado sus hogares
por temor a los pogromos. Pero esta contradicción es reflejo de otra mucho
mayor. Los judíos estadounidenses, que disfrutan de una ciudadanía gracias a
las normas universales de la democracia estadounidense, ignoran estos valores y
apoyan a un Estado étnico que oprime a otro pueblo. Un número considerable de
ellos se ha visto abocado a replantearse lo que en tiempos fue una afinidad casi
instintiva con las ideas de igualdad y justicia.
Este tipo de problemas morales no preocupa
excesivamente a las élites que hacen la política exterior estadounidense. Un
país que se proclamó abanderado de la libertad, reclutó como aliados a
Franco, Pinochet y Salazar, a los generales brasileños, griegos, indonesios,
coreanos, paquistaníes y turcos, al sha de Irán y, tras su destitución, al
enemigo de la revolución iraní, a Sadam Husein. En semejantes compañías,
Sharon es un personaje secundario. Israel fue un aliado militar muy estimado en
la guerra fría, sus Fuerzas Armadas probaban los sistemas de armamento, y sus
servicios secretos llevaban a cabo operaciones que la CIA no podía emprender.
El que entonces era enemigo de la influencia soviética en Oriente Próximo
ahora es un adversario de las variantes de panislamismo y arabismo.
No hay partidarios más firmes de la alianza con Israel
que los burócratas, ideólogos y funcionarios estadounidenses que consideran un
deber de EE.UU. la hegemonía imperialista. La mayoría de ellos no son judíos,
aunque algunos están influidos por el respeto calvinista hacia el pueblo del
Antiguo Testamento (los estadounidenses más acérrimos defensores del Gran
Israel son algunos de los integristas protestantes). Incluso los magnates
tejanos del petróleo, ahora instalados en la Casa Blanca, molestos por las
impertinencias de la familia real saudí y por las quejas de los emires,
consideran a Israel un aliado indispensable. El 11-S ha fortalecido la cooperación
de la comunidad judía con los más partidarios del uní lateralismo de la política
exterior estadounidense. Los esfuerzos de
En su esfuerzo por estabilizar las relaciones con la U.R.S.S, Kissinger y Nixon fueron objeto de la más acérrima oposición por parte
del lobby israelí, que insistía en que la libertad de emigración para
los ciudadanos judíos soviéticos fuera una prioridad de la política exterior
estadounidense. Richard Perle fue uno de los arquitectos de esa campaña y un
enemigo decidido de los acuerdos para el control de armas. En su calidad de alto
consejero del Gobierno, hoy define como 'terroristas' los movimientos y regímenes
que Israel pretende eliminar. Y en esta ocasión, un Gobierno republicano es muy
receptivo a estas ideas, porque pretende separar a los votantes judíos de
California y Nueva York del Partido Demócrata. Este partido es prácticamente
esclavo del lobby israelí, una de sus principales fuentes de financiación.
Lo que constituye uno de los factores de su incapacidad para ofrecer una
alternativa al proyecto de Bush de expansión ilimitada del poder
estadounidense. Un número significativo de demócratas han abandonado la
tradición del New Deal y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson. El movimiento para
la regulación social de la globalización económica, la defensa del
estadounidense de a pie frente a las depredaciones del mercado, no levantan ya
sus pasiones. El cambio en el carácter distintivo social de la comunidad judía
estadounidense tiene importancia en este proceso. Piensen en el principal político
judío de la nación, el senador de Connecticut Joseph Lieberman, que se presentó
a la vicepresidencia con Gore. Dejando al margen sus exhibiciones públicas de
piedad, está al servicio de las grandes empresas financieras concentradas en su
Estado, y ha exigido abiertamente la guerra contra Irak. El que sea un firme
candidato demócrata a la presidencia en 2004 prueba la división de la unión
que se daba en el siglo XX entre la reforma social estadounidense y el acervo
judío.
Sólo un historiador con acceso a archivos y
expedientes que hoy no son públicos podrá valorar en el futuro la influencia
exacta del lobby israelí. Baste ahora con decir que no es pequeña. Su
eficacia en el Congreso, en los medios de comunicación y en las universidades
es considerable. A sus detractores se les suele tachar de antisemitas si no son
judíos, o de aversión a su propia identidad si lo son. Su actual influencia se
debe a la coincidencia de sus objetivos con los de la élite imperial. Afirmar
que estos objetivos no redundan en beneficio de la nación estadounidense
asombraría a la mayoría de los estadounidenses, en el caso de que llegaran a oírlo
alguna vez. Una cuestión que el lobby israelí no se plantea es si el
papel que se ha asignado a Israel como instrumento de la política exterior
estadounidense beneficia a los intereses del Estado israelí.
Los europeos demostrarían que se toman en serio su
responsabilidad en el holocausto insistiendo en que Israel abandone su marcha
hacia la autodestrucción. Si Israel prosigue su campaña contra los palestinos,
sin duda se desencadenará una violencia incontenible y la posterior expulsión
de los árabes de Cisjordania. Eso engendrará una guerra permanente entre
Israel y los Estados árabes y musulmanes. De momento, y a pesar del heroísmo
moral de los objetores de conciencia israelíes uniformados, Israel no es capaz
de variar de curso. Uno entiende por qué tantos israelíes con estudios y
talento planean emigrar. Lamentablemente, Masada no es sólo un lugar turístico:
el mito se ha hecho realidad.
Lo primero que los europeos necesitan para ser eficaces
en Oriente Medio es independizarse de Estados Unidos. Patten y Solana, de la Unión
Europea; los ministros de Asuntos Exteriores británico, francés, alemán, español
y sueco, y el primer ministro francés han criticado a Estados Unidos en las últimas
semanas. (El canciller alemán, en una entrevista con The Washington Post,
secundó con tanta ceremonia la política estadounidense que sonaba a ironía).
La retórica se va haciendo cada vez más fuerte, pero nadie ha tenido el valor
de proponer el cierre del espacio aéreo y del acceso a las bases europeas si
Estados Unidos ataca a Irak. Mientras los europeos no den muestras de seriedad,
Estados Unidos los tratará con desdén paternalista.
En la reciente reunión de ministros europeos de
Exteriores, celebrada en España, se pospusieron las propuestas para el
reconocimiento de un Estado palestino, para la celebración de elecciones
palestinas y para una nueva conferencia de paz sobre Oriente Próximo, siguiendo
el consejo de Estados Unidos. El Gobierno de Bush ha dado a Sharon el poder de
veto sobre la propia política norteamericana:
¿también
los europeos aceptan ese sometimiento? Los europeos rechazaron la vana idea de
que Arafat debía ser eliminado, pero no han ejercido ninguna presión efectiva
sobre Israel para que cambie de comportamiento. La Unión Europea es el mayor
socio comercial de Israel. (Una cosa es Masada, y el déficit del comercio
exterior otra muy distinta.) A la UE se le debe una indemnización por la
destrucción a manos de Israel de la infraestructura palestina pagada por ella.
Los ciudadanos de Israel viajan libremente a los países de la UE, mientras que
los palestinos tienen dificultades para moverse dentro de su propio país. Los
ejércitos de la UE mantienen relaciones con el de Israel, que actúa en
Cisjordania como las tropas de Milosevic en Kosovo.
¿Carecen
verdaderamente los europeos de la capacidad de convencer a Israel de que su política
tiene un coste?
Hay un número considerable de israelíes que se niegan
a aceptar que la lección del holocausto sea que la moralidad en la política es
una debilidad propia de sentimentales. Piensan, con razón, que una política
darwiniana nos condena a todos a la noche moral eterna. Acogerían de buen grado
una iniciativa europea inequívoca en Oriente Próximo. Incluso podría animar a los estadounidenses que critican la cínica explotación
que Bush hace del conflicto, entre ellos muchos judíos, a abandonar su actual
pasividad. Sería de ayuda resucitar los antiguos proyectos para la reconstrucción
social y económica de Oriente Próximo. En ese contexto, se podría pedir a la
comunidad judía estadounidense que hiciera su aportación para compensar a los
árabes desplazados. Hay incontables iniciativas más que son plausibles,
incluida la ampliación del papel de Naciones Unidas. La mera discusión acerca
de una fuerza de paz internacional en Cisjordania tendría consecuencias
positivas. Los europeos tienen recursos económicos y políticos que no han
estado muy dispuestos a emplear. Por encima de todo, tienen que hacer un
esfuerzo de imaginación moral y política. Cuando los autodenominados realistas
engendran un aumento del caos y la muerte, una visión de transformación
radical puede ser la más realista de las políticas.
(El País, 21-02-2002)