TAWHÎD
Y CALIFATO
Resumen
de la primera conferencia del ciclo:
Introducción
a la espiritualidad islámica
(Córdoba)
Cuando alguien quiere
saber qué es el Islam, con frecuencia se le responde enumerando los pilares que
lo sostienen. Se le dice que el Islam es sumisión a la voluntad de Dios, que el
Islam es estrictamente monoteísta, que consiste en realizar cinco oraciones
diarias, practicar la caridad, ayunar un mes al año y peregrinar, al menos una
vez en la vida, a Meca. Se le dice también que los musulmanes creen en un solo
Dios al que dan el nombre de Allah (Alá) y también creen que Muhammad (Mahoma)
es un Profeta, al que siguen. Se le repite que los musulmanes tienen fe en la
resurrección de los muertos y que Allah impartirá justicia en el más allá.
Este es el cúmulo de simplificaciones con el que se quiere explicar el Islam, y
ello cuando se quiere hacer con la mejor de las voluntades.
En
realidad, nada de lo anterior nos explica lo que es el Islam ni por qué los
musulmanes son como son. Nada de lo dicho trasmite el carácter absoluto que
tiene el Islam, nada nos dice de su ‘magia’, ni nos describe su
‘sustancia’. El Islam es infinitamente mucho más de lo que se puede decir
en palabras. Lo que da forma al Islam, lo que caracteriza a los musulmanes en
sus profundidades, son ideas-fuerza poderosas, configuradoras de entidad e
identidad. En esta charla queremos hablar de dos nociones básicas que están
entre los fundamentos y que son verdaderos vórtices de la conciencia más íntima
de los musulmanes.
Para empezar, Islam
no significa sumisión, porque este concepto sugiere insuficientemente la auténtica
actitud espiritual del Islam. Se trata de algo más radical:
significa absoluta rendición, claudicación sin condiciones a lo que es Allah. Y Allah es la Verdad Trascendente, el Uno-Único
que rige la existencia, el Creador y Señor de todos los seres, más allá de
toda formulación monoteísta, más allá de toda teología empobrecedora. Allah
no es concretable, no es un ídolo, no es un dios, no es un Ser Supremo. Es una
intuición profunda, un pálpito en el que los musulmanes vierten toda su
capacidad para imaginar y sentir la desmesura abismal de lo que nos hace ser.
Allah no es Dios, no es un ‘otro’ con el que mantener una relación de
sumisión, sino algo más profundo, auténticamente vertebrador de la
existencia, Creador y Señor, Principio y Destino, necesariamente Infinito y
Uno, necesariamente Poderoso y Amable, con el que la relación es la de inmersión
en su Significado y estricta obediencia a su Voluntad, realidad configuradora de
cada instante, una obediencia que en el fondo consiste en recuperar el ritmo que
nos mueve, en volver a sentir lo que nos hace ser.
La palabra Allah
no designa a Dios por que lo primero que sugiere a un musulmán es la idea de Radical
Unidad (Tawhîd), y no lo conduce a un debate metafísico ni lo introduce en
problemas relacionados con la fe, ni lo entrega a disputas entre jerarquías
religosas. El musulmán sabe que Allah es Uno y que unifica, y el musulmán
aspira a reunirse ante su Verdadero Señor, que está más allá de toda imagen,
de todo concepto, de toda formulación, y esto mismo es lo que agranda al musulmán,
lo que va borrando sus miedos y acrecentando sus horizontes. La palabra Allah
invita a una auténtica integración, a una síntesis suprema que realza al ser
humano, que lo hace califa (ser soberano y libre, sin dioses, ni ídolos). Con
esto enunciamos un segundo fundamento que nos describe al ser humano tal como lo
concibe el Islam: una criatura con un espíritu inmenso. Se trata del califato
(Jilâfa), término coránico con el que se designa la función del
ser humano, su situación preeminente en la existencia, la meta de su aspiración.
La palabra califato inmediatamente rememora la idea de soberanía, de
protagonismo en la realidad. El Islam aspira a hacer de cada musulmán un
califa, lo que es en su esencia cada ser humano, alguien que, al indagar en la
inmensidad de su Señor, se agiganta a sí mismo. Y lo mismo se proyecta en la
comunidad de los musulmanes, que debe ser un hecho soberano, una realidad
emancipada de toda idolatría.
Reflexionar en Allah,
asomarse a ese desafío con el que se rompe con el ‘mundo’, con el que se
derriba a dioses y límites, es una invitación a expandirse, incita a asumir el
califato, la verdadera posibilidad del ser humano. Sobre esa base se construyó
y se reconstruye cada día el Islam, profundizando en Allah y derribando dioses
para que fructifique el califa. Todo en medio de una tensión a la que llamamos
‘vida’.
El Islam ofrece el
Tawhîd a la conciencia del ser humano, le ofrece un océano de
intuiciones en la que desbaratar sus miedos y en los que deshacer sus complejos,
un océano infinito en el que diluir su egoísmo para agrandar su espíritu. Con
esa percepción de la existencia, el musulmán reconstruye su mundo (demolido
por el Tawhîd en tanto que universo cerrado y limitante, lleno de
fantasmas y quimeras) y en ese acto reconstructor desata su condición de
califa.
Tawhîd es esencia
(haqîqa) y Califato es ley
(sharî‘a). El Tawhîd es fuente de inspiración y sabiduría,
y el Califato es acción y desbordamiento. El Tawhîd es el espíritu de
cada musulmán y el Califato es su guerra, su esfuerzo, su senda. El Tawhîd
es dado al corazón y el Califato al cuerpo, y su síntesis es la plenitud.
Tawhîd y
Califato son las dos caras de una misma moneda, y están reunidas en la Shahâda,
en la declaración con la que cualquier persona se considera a sí misma
musulmana: lâ ilâha illâ llâh muhámmadun
rasûlullâh, No hay más Verdad que Allah y Muhammad es su Mensajero. Quiere
decir que no hay nada real más que la inmensidad Creadora, y Muhammad es su
traductor, que el ser humano es su manifestación cuando realiza en sí el rango
del califato, que corresponde a cada persona en su esencia misma. Muhammad
(s.a.s.) es el arquetipo de esa condición califal: fue Profeta, el más grande
de todos, es decir, anunciador fie en su extremo máximo de esa gran verdad, la
del Tawhîd, la de la Unidad y Unicidad del Creador, del Hacedor, de la
Razón de la existencia, y se convirtió, primero en su siervo (‘abd), es
decir, en alguien que se rendía por completo a esa Verdad, y al rendirse a
ella, al pertenecerle, la hacía suya, la integraba en su conciencia y se
sobredimensionaba en su significación profunda. Se convertía con ello en su
Mensajero, en su traducción, en su realización, en polo del califato.