Durante la investigación de las
masacres de París, se encontró un pasaporte sirio cerca de los
restos de uno de los kamikazes del Stade de France. Ya designado
por el presidente Hollande como responsable de los atentados, el
«Estado Islámico» reconoció ser responsable de esos
actos. Para el gobierno francés, que había declarado querer
intervenir en Siria contra el «Estado Islámico» –cuando
en realidad quiere hacerlo contra la República Árabe Siria y
contra su presidente constitucional Bachar al-Assad, de quien
sigue diciendo que «tiene que irse»– se trata de un
indicio importante destinado a justificar una operación militar.
Pero no es el gobierno francés
el único que recurre al procedimiento del doble discurso
apoyando una organización a la que se designa como enemigo y
nombrando terroristas a individuos a los que anteriormente
se designaba como «luchadores de la libertad».
La fabricación de su propio enemigo se ha convertido en el eje
de la estrategia occidental, lo cual nos confirma que en la
estructura imperial no hay separación entre el interior y el
exterior, entre el derecho y la violencia pura, entre la
ciudadanía y el enemigo.
En Bélgica, el predicador musulmán
Jean-Louis Deni está enfrentando acciones legales «por haber
incitado jóvenes a irse a la yihad armada en Siria», ya que
se sospecha que tuvo contactos con Sharia4Belgium, grupo
calificado como «terrorista», contactos que niega el
acusado. Su abogado destacó el doblepensar de la acusación
cuando señaló en su alegato ante el tribunal correccional de
Bruselas: «Se ha empujado a niños hacia los brazos del Estado
Islámico en Siria y son los servicios [de inteligencia] de
ustedes quienes lo han hecho» [1].
El abogado defensor apoyó sus acusaciones resaltando el papel
que ha desempeñado en el caso un agente infiltrado de la policía
federal.
El regreso del significante
En cuanto a las masacres perpetradas
en París, parecería que una de las primeras preocupaciones de
los terroristas es hacerse identificar lo más rápidamente
posible. Pero esa paradoja a penas nos sorprende. El documento
de identidad, hallado milagrosamente, que designa claramente
al autor de los atentados que acaban de cometerse, se ha
convertido en un clásico. Se ha hecho incluso repetitivo,
repetición que siempre designa a un culpable perteneciente a un
«movimiento yihadista».
En la versión oficial del 11 de
septiembre, el FBI afirmaba haber hallado el pasaporte intacto
de uno de los kamikazes cerca de una de las dos torres
pulverizadas por explosiones que desprendieron una temperatura
capaz de derretir el acero de las estructuras metálicas de
aquellos inmuebles pero que dejaron intacto un documento de
papel. La caída del cuarto avión, que se estrelló a campo
abierto en Shanksville, también permitió a la policía federal
encontrar el pasaporte de uno de los presuntos terroristas.
Ese documento, parcialmente quemado, permite sin embargo
identificar a su titular porque podían verse su nombre, su
apellido y su foto. Pero del avión no quedaba más que un cráter
de impacto, ni siquiera un pedazo de fuselaje, sólo este
pasaporte parcialmente quemado.
Lo increíble como
demostración de la verdad
En el caso de la masacre de Charlie
Hebdo, los investigadores encontraron el documento de
identidad del mayor de los hermanos Kouachi en el automóvil
abandonado en el noreste de París. A partir de ese documento, la
policía se da cuenta de que se trata de individuos ya conocidos
en los servicios antiterroristas, son los «pioneros del
yihadismo francés». Ya se puede iniciar la «persecución».
¿Cómo es posible que asesinos capaces de cometer un atentado con
una sangre fría y un control de sí mismos calificados como
dignos de profesionales cometan un error tan grande?
No “trabajar” con sus papeles de identidad a cuestas es una
regla elemental para el más simple ladronzuelo.
Desde el 11 de septiembre de 2001, lo
increíble se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad. Se
ha transformado en la base de la verdad. La Razón ha sido
expulsada de nuestro entorno. No se trata de creer lo que
se dice sino más bien de aceptar lo que dice la voz que habla,
sea cual sea el sin sentido que se enuncie. Mientras más
evidente sea ese sin sentido, más ciega tiene que ser la
creencia en lo que se afirma. Lo increíble se convierte así
en medida y garantía de la verdad.
Prueba del ello es el discurso sobre
los casos de Mohamed Merah o de Nemouche. Cercado por decenas de
policías, Merah supuestamente logró, burlar la vigilancia de las
fuerzas especiales, salir de su domicilio y regresar después a
ese lugar para que allí lo abatiera un «francotirador»
que supuestamente le disparó en «defensa propia» y con «armas
no letales». Merah supuestamente salió de su casa para
llamar desde un teléfono público, con intenciones de «esconder
su identidad», cuando reconoció su culpabilidad telefoneando
a una periodista de France24 [2].
En lo concerniente a Nemmouche, el
autor de la matanza del Museo Judío de Bruselas, este personaje
no se deshizo de su armamento porque… lo importante para él era
revenderlo. Y no se le ocurrió nada mejor que recurrir al medio
de transporte internacional más vigilado, transportando las
armas que ya había utilizado en un autobús de la línea
Ámsterdam-Bruselas-Marsella. Lo que supuestamente permitió
su arresto fue un «control de aduana inesperado».
El choque emocional como
recurso para construir «la unidad nacional»
En todos los casos, el carácter
totalmente increíble de lo que nos presentan nos hace incapaces
de reaccionar, nos petrifica, como la mirada de la Gorgona.
Nos muestra que hay algo que no funciona en el discurso. Exhibe
una falla cuyo efecto no es engañarnos sino fragmentarnos.
El relato del desarrollo de los atentados es una exhibición
impuesta al espectador. Escapa a toda representación y tiene un
afecto paralizante. Esta última resulta no tanto del carácter
dramático de los hechos como de la imposibilidad de descifrar
lo real. El espectador sólo puede entonces hallar una apariencia
de unidad acentuando su propia credulidad ante lo que se le
dice. Se produce entonces una fusión entre el espectador y quien
dice lo enunciado. Se hace conveniente renunciar a distanciarse
de lo que se dice y se muestra, hay que renunciar a preguntar o
a recobrar la palabra. La unidad nacional, la fusión entre
vigilantes y vigilados, puede entonces instalarse.
La exhibición de las fallas del
discurso sobre todos estos atentados tiene como efecto
el surgimiento y propagación de una sicosis y la supresión de
todo mecanismo de defensa, no sólo ante determinados actos o
declaraciones sino ante cualquier acción o declaración del
poder, por ejemplo ante leyes como la ley sobre la información
de inteligencia, que saca la vida privada de las libertades
fundamentales.
Un acto de guerra contra los
pueblos
La ley [francesa] sobre la información
de inteligencia, votada en junio de 2015, proyecto que ya tenía
más de un año, nos fue presentada como una respuesta a los
atentados perpetrados contra el semanario humorístico Charlie
Hebdo. Esa ley autoriza sobre todo la instalación de «cajas
negras» en los proveedores de acceso a internet para
capturar en tiempo real los metadatos de los usuarios. También
permite la instalación de micrófonos, de dispositivos de
localización, de cámaras y de programas informáticos espías.
Quienes se verán sometidos a esas
técnicas especiales de investigación no son los agentes de una
potencia extranjera sino la población francesa. Así pasa esta a
ser tratada como enemiga de un Poder Ejecutivo, que tiene en sus
manos el poder de decisión y el «control» de esos
dispositivos secretos. Utilizando como pretexto la lucha contra
el terrorismo, esta ley legaliza una serie de medidas que ya
venían aplicándose, poniendo así a la disposición del Ejecutivo
un dispositivo permanente, clandestino y prácticamente ilimitado
de vigilancia sobre la ciudadanía.
La ausencia total de eficacia en la
prevención de los atentados nos confirma que no eran los
terroristas sino, efectivamente, los pobladores de Francia
quienes estaban en la mirilla de esa ley. Al modificar la
naturaleza de los servicios de inteligencia, pasando del
contraespionaje a la vigilancia sobre la ciudadanía, esta ley es
un acto de guerra contra la población de Francia. Las masacres
que acabamos de ver en París son la parte real de esa guerra.