LA TRAICIÓN ÁRABE

 Abu Bakr Gallego

 

Uno  de los temas que más preocupa –y casi podríamos decir obsesiona– a los musulmanes  de todo el mundo es la ocupación israelita de Palestina. Sin embargo, detrás de esa inquietud que mueve cada día ríos de tinta y de sangre no hay sino un total desconocimiento de la historia. Todas esas intifadas, mártires, propuestas políticas, luchas… responden más a un romántico sentimiento patriótico que a una clara visión de los hechos.

 

La conocida Declaración Balfour.  fue la rápida consecuencia de otros dos acuerdos. En 1915 Gran Bretaña se comprometía ante Hussein (gobernador -sharif- de Mekkah) a apoyar un reino árabe independiente bajo su mandato a cambio de liderar una revuelta árabe contra el imperio otomano. Esta promesa estaba contenida en una carta fechada el día 24 de octubre de 1915 de Sir Henry McMahoun, alto comisionado británico en Egipto, dirigida al sharif de Mekkah. Por otro lado, tenemos el acuerdo Skies-Picot, al que se llegó el día 16 de mayo de 1916, según el cual Gran Bretaña alcanzaba un acuerdo secreto con Francia para dividirse las provincias del imperio otomano en áreas que en un futuro cercano controlarían. Cuando los bolcheviques sacaron a la luz este acuerdo, después del victorioso triunfo de su revolución en octubre de 1917, los árabes se sintieron consternados al darse cuenta de que habían sido traicionados y de que las promesas que se les habían dado de independencia y autodeterminación a cambio de cooperar con estas dos potencias contra el imperio otomano, no era sino un dulce caramelo que al morderlo mostraba su amarga realidad. 

 

Planteado el asunto en términos matemáticos, el resultado no puede ser más claro. Los árabes musulmanes traicionaron el Islam, traicionaron las ordenes y los consejos del Profeta Muhammad (s.a.s), quien les había exhortado encarecidamente a que nunca rompieran su unidad, y que obedecieran a sus autoridades mientras no ordenasen algo contra el Din de Allah; y traicionaron a esas mismas autoridades –autoridades otomanas– negociando secretamente con las potencias europeas que abiertamente les habían anunciado su objetivo de romper y descuartizar el imperio otomano, el califato, para lograr un absurdo y anti-islámico nacionalismo árabe. La idea de crear estados árabes independientes, idea que tan hábilmente les inoculó en sus extraviados corazones Lawrence de Arabia, les hizo perder la cabeza hasta el punto de no entender lo que era más que obvio. ¿Cómo Francia y Gran Bretaña, que abiertamente manifestaban su intención de acabar con el imperio otomano, iban a dar la independencia a la mayor parte de sus provincias, las provincias árabes?

 

Lo curioso del asunto es que  los árabes escuchan ya desde su infancia la alegoría de los tres toros y del león. Según este relato, había tres toros –uno blanco, uno pardo y otro negro, que siempre estaban juntos, y que por ello un león que hacía tiempo merodeaba por la zona no podía atacarles y comérselos, ya que los tres juntos suponían una fuerza demasiado poderosa para el felino. Un día, el león se acercó al toro pardo, que pastaba ligeramente retirado de sus dos compañeros, y le dijo: “Ese toro blanco es muy llamativo. Por su culpa los cazadores pueden dar con nosotros y matarnos. ¿Qué te parece si me permitís que me lo coma, y de esa forma los tres estaremos más seguros?” El toro pardo habló con el toro negro sobre el asunto, y ambos llegaron a la conclusión de que el león tenía razón. Así pues, se alejaron discretamente de la escena y el león se zampó al toro blanco.  Sin embargo, dos toros juntos todavía suponían una fuerza mayor que la de león. Por ello, éste se acercó al toro pardo y le dijo: “El color de tu piel es igual que el de la mía. Nosotros fácilmente pasamos desapercibidos, pero tu compañero, el toro negro, es muy diferente. Y lo más probable es que nos traiga problemas. ¿Qué te parece si me lo como y de esa forma tú y yo estaremos más seguros?” El toro pardo, después de ponderar las palabras del león, estuvo de acuerdo con él y, como ya había hecho en el caso del toro blanco, se retiró discretamente de la escena. El león entonces se abalanzó sobre el toro negro, lo mató y se lo comió. Unos días más tarde el toro pardo vio al león venir hacia él, pero esta vez no caminaba como antes, con amistosa sonrisa. El toro pardo entonces entendió que estaba solo. Había permitido que el león matase a sus dos compañeros que eran, precisamente, su fuerza y su protección contra el gran felino. El león no perdió tiempo con palabras ni con saludos. De un salto clavó sus afilados colmillos en la garganta del toro pardo.

 

Uno no puede, por menos, de preguntarse, cómo un pueblo que ha crecido escuchando esta tremenda sabiduría, una y otra vez ha permitido que el león se comiese a sus hermanos. ¿Qué habría pasado si el inmenso territorio árabe se hubiera mantenido unido bajo la autoridad del sultán de Estambul y de sus gobernadores -aún a pesar de que en algunas ocasiones hubieran actuado con extrema dureza? No creo que resulte difícil responder a esta pregunta. Habría pasado que tras la primera guerra mundial el bloque islámico habría salido fortalecido frente a una Europa desgarrada y en ruinas. Habría pasado también que nunca habría tenido lugar la segunda guerra mundial, y que Europa se habría tenido que conformar, en el mejor de los casos para ella, con mantener amistosas relaciones con el mundo islámico. Pero cada día comprobamos con absoluta desesperación cómo la historia se repite una y otra vez;  cómo una y otra vez los musulmanes arrojan a sus hermanos a las garras del león.

 

Hoy vivimos la misma situación que se vivió en 1914. Las mismas potencias europeas, Francia e Inglaterra, ahora fortalecidas con los Estados Unidos, vuelven a pedir a los árabes sunnis que les ayuden a derrocar al gobierno sirio para de esa forma poder controlar Oriente Medio; y todos los países árabes sunnis –Saudi Arabia, Emiratos, Qatar, Bahrein y –para colmo de paradojas– Turquía, han aceptado y de buen grado son ellos los que sufragan los gastos que esta guerra está generando.

 

Los árabes siguen afirmando que Arthur James Balfour., entonces Secretario de Estado británico, les traicionó, sin caer en la cuenta de que fueron ellos los que traicionaron al imperio otomano, los que traicionaron la estructura política y social del Islam que el Profeta Muhammad (s.a.s) estableció y exhortó a los musulmanes a que la mantuviesen a todo precio.

 

¿Podemos realmente acusar al león de haber traicionado a los toros? Sí, es cierto que les mintió, que les dio falsas esperanzas, pero ¿acaso no es propio de los felinos comer la carne de venado? ¿No estaba clara la intención del león? Más aún, ¿no sabían los toros que su única fuerza residía en mantenerse unidos, que uno a uno no podían hacerle frente?

 

 Lo verdaderamente terrible no es que ocurriera lo que ocurrió tras aceptar los árabes la propuesta de McMahoun y más tarde la Declaración Balfour. Lo realmente terrible es que hoy, apenas cien años después, vuelva a repetirse la misma lamentable y mezquina situación; la misma lamentable y mezquina traición.