CAPÍTULO 73: EL TAPADO 

SÛRAT AL-MÚÇÇAMMIL

revelada en Meca, 20 versículos  

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SEGUNDA PARTE

 

10. wa sbir ‘alà mâ yaqûlûn* wa hŷurhum háŷran ŷamîla*

¡Aguanta ante lo que dicen! ¡Apártate de ellos bellamente!...

11. wa dzarnî wa l-mukadzdzibîna ûlî n-ná‘mati wa máhhilhum qalîla*

¡Déjame a Mí con los desmentidores que disfrutan del favor! ¡Dales un poco de tiempo!

12. ínna ladainâ: ankâlan wa ŷahîman

Poseemos cadenas y un Fuego infernal,

13. wa ta‘âman dzâ gússatin wa ‘adzâban alîman

y alimento que se atraganta y un castigo doloroso,...

14. yáuma tárŷufu l-árdu wa l-ŷibâlu wa kânati l-ŷibâlu kazîban mahîla*

el Día que tiemblen la tierra y las montañas, y las montañas (se conviertan en) dunas de arena dispersada (por el viento)...

 

          Como ya hemos repetido en varias ocasiones, el Profeta (s.a.s.) se encontró con una enconada oposición desde el principio. Ese contexto es, sin duda, el trasfondo que debemos tener en cuenta a la hora de abordar los textos revelados en Meca. Sus conciudadanos, sorprendidos, se vieron ante un hombre que les merecía plena confianza, pero que les llegaba con un mensaje trastornador. Los invitaba a abandonar a sus dioses, a corregir su comportamiento, a dejar atrás tradiciones aceptadas, y a rendirse sin condiciones a la Verdad que les hacía ser. Y todo ello acompañado de una amenaza terrible que les urgía a tomar una decisión tajante: la inminencia de la muerte y la destrucción del mundo que colocarán al ser humano ante su Verdadero Señor, el cual ha de juzgar sus actos.

Sin duda, los árabes podían presentir que todo ello estaba en consonancia con una espiritualidad ancestral cuyo valor reconocían. En esos tiempos, seguramente, todos podían comprender las implicaciones de las palabras del Profeta. Sólo a nosotros, alejados ya de los sentimientos más hondos que anidan en lo esencial del ser humano y sumidos en idealizaciones, nos puede parecer una exigencia excesiva, pero la enseñanza de Muhammad (s.a.s.) debía resonar a algo familiar en los oídos de las gentes del desierto, donde la vida y la muerte tienen una contundencia tal que permiten vislumbrar la Realidad infinita y soberana en la que están albergadas.

          No fue la ignorancia lo que se movilizó contra el Profeta (s.a.s.), sino la confabulación de aquellos que no querían que su mundo se viese trastocado. Fueron los notables de la tribu, los jefes quraishíes (los que disfrutan de un favor o privilegio entre los suyos, los ûlû n-na‘ma) los que irían entretejiendo una estrategia contra el Islam. Cuando vieron que comenzaba a ser aceptado, se alarmaron porque sabían que esa radicalidad no se detendría en la conformación de una espiritualidad encerrada en sí misma sin mayores consecuencias, pues la simple afirmación de la Unidad de la Verdad tocaba el centro a partir del cual las cosas pueden cambiar y ser distintas. Precisamente, su correlato (la inminencia de la muerte y el fin del mundo) no permitía que la Declaración de Unidad se estancara en una mera ‘explicación del mundo’, y de ahí el acento que el Corán de Meca pone en la cuestión: el Tawhîd, la Unidad de Allah, adquiere toda su capacidad trasformadora en el Anuncio de la Hora. La primera actitud de los notables tribales fue el Takdzîb, es decir, declarar que el Profeta (s.a.s.) era un mentiroso (kâdzib).

          El Takdzîb consiste en negar que Muhammad (s.a.s.) fuese portador de un mensaje que le viniese de Allah. Puesto que eso era lo que él afirmaba, con ello se le calificaba de embustero. Ahora bien, el Profeta (s.a.s.) había sido engullido por la Verdad (al-Haqq, Allah Mismo). La Revelación suponía la desarticulación del hombre en el seno de la Inmensidad. Por ello, el desmentidor (mukádzdzib), sin darse cuenta, estaba declarando falsa a la Verdad que se había apoderado de Muhammad (s.a.s.), siendo esa Verdad el Señor de los Mundos, el Uno-Único. El que es incapaz de reconocer la Verdad y la confunde con la mentira se condena a sí mismo a su propia ilusión. Y eso es lo que sucedió en Arabia, y lo que sucede constantemente al hombre que se satisface en sus certezas siempre precarias en lugar de aventurarse a la Realidad, que sobrepasa infinitamente a toda criatura, y sin embargo es una intuición firmemente arraigada en el ser humano.

          La ‘lógica’ del Islam es aplastante. No se presenta con la intención de ‘convencer’, sino que contiene la simiente de un revulsivo. Lo que le confiere autenticidad es su fuerza. Una fuerza especial que recibe en el pensamiento islámico el nombre técnico de innía. La innía es la energía que hay en la afirmación que lo real hace de sí. Es un término derivado de una partícula árabe, ínna, intraducible al castellano (suele verterse de vez en cuando como ‘ciertamente’), y que sirve para dar solidez al sujeto de una frase. La innía, por tanto, es el argumento a favor de sí de algo verdadero que pone como prueba de ello su propia contundencia. Es el argumento de Allah, del Corán, del Profeta y del Islam. Son presencias reales, y por tanto innegables.

          Lo dicho arriba no desvalora la función de la razón capaz de esclarecer las cosas; se trata más bien la trascendencia que tiene la Verdad, y cuya objetividad no depende de nada. Por ello, el Takdzîb en el Corán es sinónimo de la locura y la miseria del ser humano, que declara falsa la Verdad para camuflar su percepción cuando lo que ve contraria sus expectativas (a ese ocultamiento se le denomina Kufr). El Islam aparecía exigiendo al ser humano coherencia con sus intuiciones, con su ‘saber’ en lo más profundo de sí, pero el mukádzdzib acudía a una estrategia, la de declarar farsante al Profeta, y con ello se aferraba a su mundo.

          El Takdzîb era, para el Profeta (s.a.s.), un grave insulto. Toda injuria hiere al ser humano, y más en una sociedad como la nómada, en la que la mentira está asociada a la cobardía y a la vileza. El noble y el valiente no necesitan mentir; no mienten, pues su valor y su generosidad los colocan muy por encima de toda traición. Por tanto, el Takdzîb incluía una amplia descalificación que no podía sino causar un gran daño al Profeta (s.a.s.), y Allah acude en su auxilio, primero dándole un consejo: wa sbir ‘alà mâ yaqûlûn* wa hŷurhum háŷran ŷamîla*, ¡aguanta ante lo que dicen! ¡apártate de ellos discretamente!... El Corán ordena al Profeta (s.a.s.) tener paciencia, aguantar y ser constante (sábara-sbir). El sabr, la paciencia, la constancia, la irreductibilidad, es una virtud que el Islam subrayará constantemente. Es definido como represión que se ejerce contra el ánimo cuando éste quiere derrumbarse. En los manuales de Ajlâq (el comportamiento del musulmán) se nos dice que el sabr es encerrar en una cárcel el deseo de abandonar aquello que se ha emprendido cuando se encuentran obstáculos y contrariedades.

          La invocación del sabr aparece, dentro del Corán, en el centro de muchos contextos. Por ejemplo, aquí, tras ordenar al Profeta (s.a.s.) -en la primera parte de la sura- mantenerse en vela buena parte de la noche concentrado en actos de devoción que fortalezcan su ánimo, para después enfrentarlo a sus conciudadanos. Tanto el primer extremo como el segundo necesitan, para su realización plena, de una firmeza cuya clave está en esta virtud a la que llamamos sabr, y que los árabes aprecian de forma singular (es la mérito del que vive en un medio inhóspito y debe resistir a toda suerte de inclemencias). El sabr, la paciencia, la constancia, la irreductibilidad, es el arma con la que el hombre aguanta ante las adversidades y continua su existencia. A un nivel más profundo, es la resolución de quien trasforma su universo interior en un combate contra todas sus inclinaciones a la comodidad, supremo escollo que derrota a los más audaces. En la hemeroteca de Musulmanes Andaluces podemos encontrar varios artículos sobre este tema, que pueden servirnos para completar la definición de este concepto capital.

          Allah ordena al Profeta (s.a.s.) que se contenga, que no se deje arrastrar por la sensación de disgusto ante el insulto, un malestar que, o bien podría hacerle abandonar su misión, o bien inducirlo a la búsqueda de venganza, y nada de ello es propio de un Elegido. Con ello, enturbiaría su verdad. Al contrario, debe apartarse de ellos (háŷara-yáhŷur, abandonar a alguien, alejarse) de una forma bella (ŷamîl), es decir, retirarse cortésmente de la reunión en la que se le insulta... Lo cual, a su vez, exige de un sabr añadido, de una paciencia que adopta una forma hermosa.

          ¿Qué significa en realidad todo lo anterior? Allah había elegido a Muhammad (s.a.s.) como trasmisor de un mensaje dirigido a la humanidad. La función de Muhammad (s.a.s.) consistía en poner en conocimiento de los seres humanos la Voluntad de quien los había creado, sin inmiscuirse. Al hacerlo así, el Profeta (s.a.s.) es plenamente trasmisor, y pone a Allah y al hombre en contacto. El Profeta (s.a.s.) desaparece de en medio: wa dzarnî wa l-mukadzdzibîna ulî n-ná‘mati wa máhhilhum qalîla* ¡Déjame a Mí con los desmentidores que disfrutan del favor! ¡Dales un poco de tiempo!...

          En medio de este contexto, este último versículo tiene unas resonancias descomunales. Al obedecer a Allah y retirarse de forma bella, sin dejar que su amor propio enturbiase el acontecimiento, el Profeta (s.a.s.) realiza a la perfección su papel y el desmentidor, sin darse cuenta, he aquí que se enfrenta en realidad a su Señor Verdadero, a Allah en medio de lo que está sucediendo. Creía, con su estrategia, poder anular al Mensajero y restar eficacia a sus enseñanzas, pero resulta que tiene ante sí a Allah, y su ceguera no le permite advertirlo. Su treta va a tener consecuencias fatales, pues ha tropezado con su Creador. En el momento en que Muhammad (s.a.s.) se retira -al renunciar a defenderse de la agresión a su orgullo-, Allah se muestra sellando el destino de los desmentidores: dzarnî, ¡déjame a Mí con ellos! Y Allah los llama desmentidores (mukadzdzibîn), y los califica de ulî n-na‘ma, los que disfrutan de un favor, siendo ese favor su posición social, la vida cómoda que llevan, su condición de jefes. Este matiz es importante: no se trata de gente sencilla a la que la ignorancia o las dificultades les impidan prestar atención al Profeta (s.a.s.). Los ûlû n-na‘ma han decidido oponerse a Allah y a Su Mensajero con mala voluntad, para proteger sus privilegios, y eso es lo que convierte su Takdzîb en una perversión máxima.

          Encontramos en todo ello, expresado en una imagen contundente, uno de los temas básicos del Islam. El Nafs, el ego, es la representación que una persona tiene de sí misma. Se trata de algo etéreo e inconsistente (el Nafs es aire). El hombre se ata a su Nafs, a su individualidad, y con ello se aparta de la Verdad. Queda sumido en su ensueño y pasa a existir en un mundo irreal que va construyendo con sus miedos, esperanzas y fantasías. Ese ego se va fortaleciendo y densificando hasta cegar definitivamente a su dueño, y ahí es donde pierde el contacto con la Verdad. El musulmán busca superar su ego para recuperar el vínculo que lo vuelve a sumergir en su Señor Verdadero. Cuando renuncia a su Nafs, cuando deja de depender de la imagen que tiene de sí mismo, he aquí que entronca con Allah, y su propia verdad pasa a ser infinita. Cuando Muhammad (s.a.s.) se dejó a sí mismo atrás, hizo que todo fuera trasparente, y Allah respondió por Él: “¡Déjame a Mí con los desmentidores!...”. Visto desde fuera, parece como si Allah fuera a vengar la afrenta cometida contra el Profeta (s.a.s.), pero la realidad es más honda. Lo que salía a relucir es la realidad sobre la que están entretejidas todas las circunstancias, y el Profeta (s.a.s.) -al retirarse- dejó paso a la expresión de la Verdad, y su ser diluido en su Señor se revistió de una grandeza infinita.

          Allah conmina a Muhammad (s.a.s.) para que se retire y lo deje a Él a solas con sus enemigos, los que lo habían injuriado: la Verdad soterrada en cada criatura emerge cuando el velo del ego se descorre. Y Allah aún insiste, y ordena a su Mensajero Evidenciador (Mubîn) que no se precipite: wa mahhílhum qalîla, ¡dales un poco de tiempo! El tiempo es la circunstancia en la que existen las criaturas y nosotros le damos una gran importancia, pero el tiempo, junto a Allah, no es nada. Todo ha de tener su realización en el instante que Allah quiera, al margen de las prisas del hombre. Por ello es necesaria la paciencia.

          Allah es el Creador de todo cuanto existe, y Su Abundancia que confiere vida y riqueza tiene razón de ser en Su Poder Absoluto. Ese Poder Absoluto, cuando el hombre se aparta de él, se desnuda de toda bondad y aparece en su estado prístino, convirtiéndose en pura fuerza doblegadora: ínna ladainâ: ankâlan wa ŷahîman, poseemos cadenas y un fuego infernal... Allah hable de Sí en plural, recordándonos Su Majestad, por un lado, y la infinitud de aspectos de Su Verdad, por otro lado, y nos dice que Él posee (que hay junto a Él, ladà) cadenas (ankâl), con las que ata a las criaturas, y un fuego infernal (ŷahîm) que devorará a las criaturas. Se trata de la ira de Su Poder rechazado.

          Nada escapa a Allah. Él es la razón de ser de cada criatura. Toda existencia está sujeta en su esencia a Allah, a la Verdad que configura cada instante y cada realidad. Al vincularse a Allah, el musulmán es acogido en la Rahma, en la Misericordia que da vida y se expresa con una exuberancia infinita. Al volverle la espalda a Allah, el kâfir se sumerge en la mentira de su ego, pasa a depender de sus propias insuficiencias y miedos, y su existencia es desolación. Su egoísmo destruye el mundo, y acaba destruyéndolo en lo infinito de su verdad profunda. Su destino es cadenas y fuego infernal: wa ta‘âman dzâ gússatin wa ‘adzâban alîman, y un alimento que se atraganta y un castigo doloroso... La vida de la que ha disfrutado, el favor (na‘ma) del que ha sido beneficiario, su existencia como alimento (ta‘âm), se convertirá en un nudo en la garganta (gussa), y su verdad será la de un castigo (‘adzâb) doloroso (alîm). Todo esto es el fruto del Takdzîb, la declaración que el kâfir ha hecho al decir que el Profeta (s.a.s.) es un embustero. El ego que le ha empujado a proferir semejantes palabras se convierte definitivamente en lo que es: frustración. Esa frustración tiene un correlato interior, que es lo que el Corán llama cadenas, infierno, nudo en la garganta y sufrimiento.

          En realidad, lo que el Corán está describiendo es presente. Todos estos elementos configuran el instante de las personas: el kâfir desmentidor está inmerso en esas esencias. Ahora bien, se manifestarán plenamente cuando la muerte invierta las cosas, y lo que ahora está disimulado ocupará el primer plano, y esas cadenas, fuegos, alimentos que se atragantan y castigo doloroso se apoderarán del hombre en lo infinito de la existencia tras la muerte (el mundo al que llamamos al-Âjira). Será entonces cuando el hombre descubra las esencias sobre las que ha instalado su existencia actual: yáuma tárŷufu l-árdu wa l-ŷibâlu wa kânati l-ŷibâlu kazîban mahîla, el Día que tiemblen la tierra y las montañas, y las montañas (se conviertan en) dunas de arena dispersadas (por el viento)...

          El Corán sella este breve pasaje retomando el tema del fin del mundo y la destrucción del universo (para los sufíes, también es la descripción de la muerte individual, siendo la tierra -ard- la carne del cuerpo, y las montañas -ŷibâl- los huesos que se pulverizan). Será entonces, en el seno de la muerte, donde se produce la inversión que hará de la paz de los musulmanes un Jardín, y la mentira del kâfir un infierno, ya en la eternidad. Ha de pasar un tiempo -el de esta vida-, y una vez consumido, las realidades adquirirán sus verdaderas proporciones en la realidad que está más allá de todo tiempo.

          Así, pues, cuando tiemble (ráŷafa-yárŷuf) la tierra (ard) y las montañas (ŷibâl), y estas se deshagan como si fueran dunas (kazîb) que el viento azotara hasta dispersarlas (mahîl), será cuando la Misericordia o la Ira de Allah emerjan apoderándose de cada criatura. Esa es la consumación que no debe precipitarse, mientras ha de seguirse con la existencia cotidiana sobre la que se va forjando el Destino, en consonancia con lo que Allah ha sellado en la Verdad.

          El destino de esos desmentidores (mukadzdzibîn) de Meca es conocido por todos nosotros. A pesar de su posición destacada, a pesar de todo el bien (na‘ma) del que disfrutaron, a pesar de su poder en la Ciudad, fueron finalmente derrotados por el Islam. Sucedió algo inconcebible: el da‘wa de Muhammad (s.a.s.), su Llamada dirigida a la humanidad, encontró ecos insospechados y se trasformó en un mundo mientras que las voces de los mukadzdzibîn se apagaron para siempre. Nada se sostiene frente a la Verdad, ni tan siquiera la tierra ni las montañas, todo queda engullido por la Inmensidad que hablaba por la boca del Mensajero.

 

 

CONTINUACIÓN