CAPÍTULO 90: EL PAÍS

SÛRAT AL-BÁLAD

Revelada en Meca, 20 versículos

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm.

1. lâ: úqsimu bi-hâdzâ l-báladi

¡No! ¡Juro por este país

2. wa ánta híllun bi-hâdzâ l-báladi

-y tú estás establecido en este país-

3. wa wâlidin wa mâ wálada

y por el padre y lo que ha engendrado!:

4. láqad jalaqnâ l-insâna fî kábad*

ciertamente, hemos creado al ser humano en el aprieto.

5. a yáhsibu an lan yáqdira ‘aláihi áhadun

¿Es que cree que nadie le puede?

6. yaqûlu áhlaktu mâlan lúbada*

Dice: “He gastado una riqueza considerable”.

7. a yáhsibu an lam yarahû: áhad*

¿Es que cree que no lo ve nadie?

8. a lam náÿ‘al lahû ‘aináini

¿Es que no le hemos dado dos ojos,

9. wa lisânan wa shafatáini

y una lengua y dos labios,

10. wa hadainâhu n-naÿdáin*

y no lo hemos guiado a las dos vías?...  

           

            Esta sûra -la número noventa del Corán- hace referencia a un gran número de temas esenciales. La capacidad de sugerir de sus palabras la hace extraordinariamente rica en matices, difíciles de reunir en un texto tan corto, y también difíciles de resumir en un comentario que sólo pretende ser una primera aproximación al Corán. Tiene veinte versículos que dividiremos en dos apartados. Comenzaremos con el análisis de las diez primeras frases de esta sûra llamada Capítulo del País (Sûrat al-Bálad), que fue revelada en Meca en los primeros tiempos del Islam.

            La sûra (capítulo) va encabezada por una negación inicial: , ¡no! Es una indicación del carácter rotundo del Corán. En su mismo principio hay fuerza, un ¡no! tajante que llama poderosamente la atención. Es como si el Libro Revelado dijera a la humanidad: ¡ya basta! El Corán nos invita a despertar, a abandonar la desidia y la estupidez en las que existimos, dejando atrás nuestros fantasmas, para empezar a prestar oídos atentos a palabras que nos vienen de lo más profundo, de Allah, el Creador de cuanto existe, el Señor de los Mundos. Se trata de un ¡no! que separa dos momentos y concentra las energías del ser humano -antes dispersas entre atracciones caóticas- en el sonido que a partir de ahora le llega desde el misterio insondable del Uno que conjuga toda la realidad en la intensidad de su imperativo.

            A continuación viene un juramento (qásam) para añadir severidad al texto. Allah jura (áqsama-yúqsim) diciendo: úqsimu bi-hâdzâ l-bálad, ¡Juro por este país... Se refiere a Meca, el País Prohibido (al-Bálad al-Harâm) en el que tiene lugar la Revelación, la tierra inviolable en la que está la Kaaba (al-Ka‘ba), la Primera Casa de la humanidad, donde está prohibida la violencia, y es desierto para la paz y la reconciliación, para el recogimiento y la contemplación, para la vivencia de la Unicidad que gobierna la existencia... y es la Casa reconstruida por Abraham (Ibrâhîm) y su hijo Ismael (Ismâ‘îl), padres de los árabes y de todos los musulmanes, reunificados bajo un ascendente común. Por sus connotaciones, Meca (el País, al-Bálad, por antonomasia) es un signo poderoso, una imagen vigorosa donde los musulmanes reconocen todas las significaciones y metas del Islam.

            Meca (Makka) es una ciudad en medio de la desolación de uno de los desiertos más inhóspitos. En el centro de esa ciudad hay una Casa (Báit, la Ka‘ba) extraña, misteriosa, deslumbrante, de forma cúbica, atemporal, vacía, que produce una sensación de irrealidad,... Esa Casa, oriente hacia el que los musulmanes dirigen su ser durante sus recogimientos, simboliza el centro de la tierra y el corazón del universo, y reproduce un modelo existente en el mundo del espíritu en torno al que giran los seres de luz (los Malâika). La Kaaba es la presencia en esta tierra de lo sutil, lo diáfano, lo transparente, lo ingrávido, tras lo cual se reconoce a Allah, el absolutamente Irrepresentable. Sólo la sensación de extrañeza y vértigo que produce la visión de la Kaaba es capaz de asomarnos a lo indecible de Allah, Uno-Único. La Kaaba es detonante de una aspiración a trascender que alza a los musulmanes proponiéndoles un universo donde todo es translúcido y deja ver la Verdad Determinante, con su fuerza creadora, y que late en todo.

            Allah interrumpe el juramento para dirigirse a Muhammad (s.a.s.), su Mensajero, y decirle: wa ánta híllun bi-hâdzâ l-bálad, -y tú estás establecido en este país-... Muhammad (s.a.s.) está firmemente establecido (hill) en ese país (bálad), que es Meca. Es el Profeta (s.a.s.) de la Kaaba, el Mensajero del Corazón, el que habla desde el núcleo de la existencia, el que lo resume y sella todo. Y ésa es su centralidad, su carácter de eje de la existencia, su atemporalidad. Él (s.a.s.) dijo en cierta ocasión: “Yo ya existía cuando Adán estaba entre el barro y el agua”. Al igual que el corazón, Muhammad polariza y acoge e integra en su universalidad a todos los profetas, a todas las tradiciones, a todas las manifestaciones del espíritu, a todos los pueblos. En otra parte, el Corán enseña que los profetas son una Nación,... y esa Nación es Muhammad (s.a.s.).

            Además, el término que emplea el Corán tiene más matices: hill, establecido -significa que Muhammad residía en Meca- también quiere decir ‘el que facilita algo que era complejo’, ‘el que desata un nudo’, ‘el que hace lícito (halâl) lo que estaba prohibido’. Muhammad (s.a.s.) es la clave que desentraña el secreto de la Kaaba, el País Prohibido: abrió lo que estaba cerrado y selló lo que le precedió, auxilió la verdad con la verdad, y guió a las gentes por el sendero recto de Allah. El secreto que Muhammad desató e hizo que se desbordara sobre la humanidad es el de la Unidad de Allah en su magnitud absoluta. Muhammad (s.a.s.), desde las profundidades del centro de la existencia, habla del Tawhîd, de la Unidad y Unicidad de Allah, y enseña el camino que conduce al saboreo de esa verdad esencial que todo lo reunifica. Muhammad (s.a.s.) es el Anunciador (Nabí) que, desde el Corazón que riega de vida la realidad y en torno al que todo gira, pronuncia las palabras de la Unidad Suprema que gobierna la existencia.

            Muhammad (s.a.s.) fue ennoblecido por Meca. Ella le transmitió la fuerza de su simbología. Pero él también ennobleció Meca: fueron dos centros que ocuparon un mismo lugar, y cada cual fue corazón del otro.

            El Corán inmediatamente retoma el juramento iniciado al principio y dice: wa wâlidin wa mâ wálad, y por el padre y lo que ha engendrado!... Esta es la segunda y última parte del juramento. Tras mencionar a Meca, Corazón de la existencia, Allah habla del padre (wâlid) y lo que ha engendrado (wálada-yálid). Según algunos comentaristas se refiere a Abraham y a su descendencia, la Nación del Tawhîd. Para otros autores, la significación del versículo es más general y alude a la importancia de la reproducción y la multiplicación en el mundo de los seres humanos. A partir de uno surge un infinito y desde un único núcleo eclosiona y se diversifica la existencia. Y este es el marco idóneo para empezar a hablar de la naturaleza del hombre.

            Todo el juramento anterior era para asegurar lo que sigue: láqad jalaqnâ l-insâna fî kábad, ciertamente, hemos creado al ser humano en el aprieto... Cada instante del ser humano (insân) es aprieto (kábad), es decir, ahogo, tensión, esfuerzo, violencia, empeño,... Así es, y esto es lo constatable, y por tanto así ha sido querido y creado por Allah (jálaqa-yájluq, crear). La holgura no caracteriza a la naturaleza humana, sino su contrario: la lucha, el apuro, la asfixia y la ansiedad constantes.

            Desde que el espermatozoide fecunda al óvulo en medio de una competencia feroz hasta la constitución de la primera célula que se debate por seguir adelante, todo es apremio, afán y esmero. Cada nacimiento es violencia, un estallido, que soporta el feto, indefenso en medio de agresiones y espasmos: separarse de la madre, comenzar a respirar, a digerir alimentos, a expulsar lo inútil y lo dañino, entre aprietos y penurias a los que se va amoldando el cuerpo,... todo es tensión a la que la criatura es sometida sin piedad, exigiéndole respuestas e improvisaciones. El recién nacido va abriéndose camino y superando trabas y obstáculos en una desazón inconsciente por sobrevivir. Y después, aprender a gatear y a dar los primeros pasos, tensando el cuerpo, adaptando músculos,... Y más tarde comenzar a hablar y a pensar superando dificultades y resistencias inimaginables. Esto es constante hasta alcanzar la edad adulta, donde siguen los desafíos, y muchos otros son añadidos por las aspiraciones del hombre y por su desmedido afán de siempre más. Unos comienzan a luchar para ganarse el sustento y los hay más ambiciosos que quieren enriquecerse o hacerse un sitio de prestigio, o alcanzar el poder, o para proteger a los suyos, o para adquirir el saber, o para satisfacer deseos o conquistar algo amado, o para desapegarse, o para perfeccionarse y crecer espiritualmente, o para librarse de una enfermedad, o para imponer un criterio,... todos soportan una dura carga, pugnan consigo mismos y con cuanto les rodea y viven en medio de conflictos y frustraciones, de metas cumplidas y otras muchas inalcanzables. Esto es el kábad, el aprieto, una tensa inquietud que forma parte de la naturaleza humana porque ha sido creada así por Allah, el cual ha sembrado el desasosiego como estímulo que empuje y active al hombre.

            La existencia del kábad debiera hacer reflexionar al hombre. ¿Qué es lo que ha querido la Verdad Absoluta al suscitar en el ser humano semejante inquietud? ¿Cuál es la meta del kábad en el infinito? ¿Cuál es su trasfondo más allá de toda circunstancia? El Corán nos enseña que el máximo deseo al que aspira el ser humano es la Inmensidad. Lo indeterminado del desasosiego de cada persona en su raíz sugiere ese horizonte infinito. La morbosa insatisfacción continua de la criatura humana delata la existencia de un desafío profundo que muchos ni tan siquiera llegan a intuir. Ese desafío acuciante en lo más secreto e impenetrable es Allah en Sí. El carácter insaciable del ser humano nos habla de lo inabarcable de su auténtica meta.

            Si alcanzar cualquier objetivo inmediato requiere de esfuerzo, la lucha por conquistar a Allah -el Infinito- deberá ser necesariamente infinita. Allah no tiene límite, y tampoco la senda ascendente que conduce hasta Él. Ésa es la gran exigencia y la razón de la insatisfacción del ser humano.

            Cuando el Profeta le comunica esto al hombre y le propone a su Señor, comienzan las excusas y los reparos. Uno de los primeros rasgos del ser humano en rebelarse y oponerse al desafío de Allah es la arrogancia: a yáhsibu an lan yáqdira ‘aláihi áhad, ¿es que cree que nadie le puede?... ¿Es que acaso el ser humano piensa (hásaba-hsib) que nada lo sobrepuja, que nadie le puede (qádara-yáqdir)? La arrogancia -nacida de la desidia y el olvido- niega la existencia de una meta por encima de sí misma, pero se trata tan sólo de una creencia, una simple justificación, porque en su desasosiego esencial el hombre sabe que hay alguien que está por encima de él, algo que lo doblega y lo atrae, y esa poderosa y suprema Incógnita es el Secreto que ha creado en el hombre la inquietud abrasadora a través de la que lo convoca, un deseo asfixiante que sólo Allah puede satisfacer con las inmensidades de su Ser Infinito, sosegando al hombre en la Paz de lo eterno.

            Después viene la pereza, que considera que ya ha hecho bastante: yaqûlu áhlaktu mâlan lúbada, dice: “He gastado una riqueza considerable”... La pereza nace de la avaricia, y dice (qâla-yaqûl) que ya ha hecho mucho, que ha consumido y agotado (áhlaka-yúhlik) todas sus energías, que ya ha invertido hasta la extenuación toda su riqueza (mâl), que ha empleado hasta el final una enorme cantidad de bienes (mâl lúbad) en la generosidad exigida por Allah y que abre las puertas de la satisfacción en medio de la Rahma, la sobreabundancia de Allah. Pero todo es todavía nada sobre la senda de Allah. Sobre ese camino se trata de dejar rienda suelta a la inquietud que anida en el ser humano, sin que la avaricia, la pereza o la cortedad le pongan límites a lo que no lo tiene de modo alguno.

            Por último, se alza la ignorancia: a yáhsibu an lam yarahû: áhad, ¿es que cree que no lo ve nadie?... ¿Es que acaso el ser humano piensa (hásaba-hsib) que nadie lo ve (raà-yarà), que nadie lo conoce? Pero Allah, Creador de lo más íntimo, lo sabe todo de su criatura, y la ve y está al tanto de ella en cada instante. Muhammad (s.a.s.) dijo: “La Excelencia es que reconozcas a Allah como si le vieras. Si no lo ves, has de saber que Él te ve”. La ignorancia del que se cree al margen de Allah es otra justificación que paraliza al hombre y le impide asomarse a la Grandeza de su Señor. El olvido, la arrogancia, la pereza, la avaricia y la ignorancia son rebeldías del ego que deben ser vencidas para llegar a Allah. He ahí una lucha en la que el hombre tiene que poner su empeño para alcanzar el verdadero objetivo que, en lo más profundo de sí mismo, le tiene marcado su desasosiego.

            El ser humano se independiza en su fuerza y en su riqueza, parapetándose detrás de lo que considera suyo. Busca emanciparse de su Señor, y lo sustituye desviando su inquietud espiritual hacia la consecución del poder, el saber o la perfección, como si no supiera que todo es realmente de Allah y a Él vuelve, y a parte de Él sólo está la frustración del Kábad, la inutilidad de los esfuerzos y el sin sentido de la desazón que le atosiga en sus entrañas. Allah le ofrece su Rahma, su Misericordia Fecunda, en la que todo es acrecentado y satisfecho infinitamente, pero el hombre se resiste debido a su soberbia, su desidia y su ignorancia y se condena al Fuego de la desolación en medio de su angustia insatisfecha. Por ello, a continuación Allah le recuerda al hombre la vanidad de sus pretensiones y que todo lo que tiene es resultado de Su Generosidad Creadora.

            En sí, el hombre está vacío, y todo lo que cree poseer como si fuera un mérito suyo es un don de su Señor: a lam náÿ‘al lahû ‘aináini wa lisânan wa shafatáini wa hadainâhu n-naÿdáin, ¿es que no le hemos dado dos ojos, y una lengua y dos labios, y no lo hemos guiado a las dos vías?... Es decir, todo aquello con lo que la persona lucha en la vida, todas sus herramientas e incluso sus criterios, le vienen de Allah. El hombre no se ha hecho a sí mismo, es Allah quien ha creado y ha puesto (ÿá‘ala-yáÿ‘al) en cada hombre dos ojos (‘aináin, dual de ‘áin, ojo), una lengua (lisân) y dos labios (shafatáin, dual de shafa, labio), y le ha inspirado, sugiriéndole en sus adentros y guiándolo (hadà-yahdî) por dos caminos elevados (naÿdáin, dual de naÿd, camino elevado), el del bien y el del mal. El bien y el mal son dos vías elevadas porque son criterios y están por encima de los instintos, a los cuales convierten en virtudes o perversiones.

            Los ojos con los que ve y la boca con la que se comunica le vienen dados por su Creador. Sin embargo, el hombre se retrae y ni aprende de la existencia que ve ni expresa su gratitud con el lenguaje que le ha sido facilitado. Si lo hiciera buscaría con toda la ansiedad de la que es capaz el Secreto Inconmensurable que está en los orígenes de todo su mundo, el que trasciende sus ambiciones y sus especulaciones. Para allanarle el camino hacia la intuición final de la Inmensidad, Allah no deja de revelársele: ha hecho al ser humano inteligente y capaz de discernir, le ha dado luces con las que distinguir lo que le conviene (el bien, jáir) y lo que le amenaza (el mal, sharr), y gracias a ello distingue y diferencia entre sus amigos y sus enemigos, escoge lo que le beneficia y deshecha lo que le perjudica, y avanza por la vida hacia lo mejor. Sin embargo se detiene y no lleva más allá su reflexión, que lo conduciría a la plenitud de Allah. En realidad, todo le está proponiendo a Allah como reto, pero el ser humano se abstiene y es como si suspendiera y atrofiara sus grandes posibilidades, por miedo a que le sea arrebatado algo, y por ignorancia y pereza.

            En la existencia de los ojos, de la lengua, de los labios y de los criterios con los que nos manejamos en la vida hay signos para quienes saben desentrañar secretos. Nada es insignificante, y quienes intuyen la magnitud desmesurada de cada detalle en la existencia descubren las implicaciones remotas veladas tras los pliegues de su presencia circunstancial en nuestros momentos. Vemos con los ojos de Allah y hablamos con su lengua y pensamos según Él nos inspira,... y nada sabemos de Él. Éste es el desafío que nos lanza el Islam invitándonos a desplegar esfuerzos en la dirección de Allah Infinito.

            Mu‘âdz ibn Yábal acompañaba durante un viaje al Profeta (s.a.s.) y contó lo que sigue: Hubo un momento en que me acerqué a él mientras cabalgábamos y le pregunté: “¡Oh, Mensajero de Allah! ¿Qué puedo hacer que me introduzca en el Jardín y me aleje del Fuego?”. Y me respondió: “Preguntas por algo tremendo que sólo es fácil para aquél al que Allah le facilita las cosas. Reconoce en Allah a tu Único Señor, y no le asocies nada. Practica con disciplina el Salât, entrega el Çakât, ayuna en Ramadán y peregrina hacia la Casa”. Después me dijo: “¿Quieres que te señale la puerta de la abundancia? El ayuno es un escudo protector y la generosidad para con los demás apaga el Fuego como el agua. El recogimiento de una persona en el seno de la oscuridad de la noche es el estandarte de los que intiman con Allah... ¿Quieres que te cuente cuál la cabeza del Islam, cuál es su pilar y su  cumbre? La cabeza y el pilar del Islam es el Salât y su cumbre es el Yihâd. ¿Y sabes cuál es la clave de todo eso? Controla tu lengua”. Yo le pregunté: “¿Es que Allah tendrá en cuenta nuestras palabras?” y él me respondió: “¡Desgraciado! ¿Hay algo peor que la lengua? Ella es la que precipita a los hombres en el Fuego?”.    

 

11. fa-lâ qtáhama l-‘áqaba*

Pero no supera la cuesta.

12. wa mâ: adrâka mâ l-‘áqaba*

¿Qué te hará saber lo que es la cuesta?:

13. fákku ráqabatin

la liberación de un esclavo,

14. aw it‘âmun fî yáumin dzî másgabatin

o alimentar en tiempo de hambre

15. yatîman dzâ máqrabatin

a un huérfano allegado

16. aw miskînan dzâ mátraba*

o a un pobre en la miseria.

17. zúmma kâna min l-ladzîna â:manû wa tawâsau bis-sábri wa tawâsau bil-márhama*

Ante todo, ser de los que se han abierto a Allah y se aconsejan mutuamente la paciencia y se aconsejan mutuamente la misericordia.

18. ulâ:ika as-hâbu l-máimana*

Ésos son los Compañeros de la Derecha...

19. wa l-ladzîna kafarû bi-â:yâtinâ humû: as-hâbu l-másh-ama*

Los que se han cerrado a nuestros signos... ellos son los Compañeros de la Siniestra.

20. ‘aláihim nârun mûsada*

¡Sobre ellos hay un Fuego cerrado!  

            

            A continuación, el Corán dice en esta sûra: fa-lâ qtáhama l-‘áqaba, pero no supera la cuesta... Es decir, al ser humano ni tan siquiera le pasa por la mente remontar (iqtahama-yáqtahim, superar, escalar, subir) la cuesta (‘áqaba) del Islam. Es un camino que asciende hacia alturas impresionantes que desconciertan. Sólo afronta ese formidable desafío el que es motivado en sus adentros por Allah mismo. El versículo también puede ser entendido como una interrogación: ¿por qué el ser humano no emprende la senda que asciende por esa cuesta que desemboca en la Misericordia de Allah?...

            El camino del Islam es una ‘áqaba, una cuesta, una pendiente hacia arriba muy empinada, y por tanto entraña un esfuerzo descomunal, exige de una disciplina rigurosa y hay que poner todo el empeño en la tarea. La grandeza de esa senda es proporcional al carácter inmenso de Allah, que es su meta. El desafío que lanza el Islam es como todo en la vida: antes de lograr el fruto es necesario recorrer un camino tortuoso sobre el que hay dificultades que vencer y obstáculos que superar. El uso del término ‘áqaba implica que el avance sobre esa senda encuentra graves oposiciones. Alcanzar y conquistar la Rahma de Allah, su Misericordia Absoluta, es el mayor de los propósitos que puede hacerse el ser humano, y como tal requiere del más grande de sus esfuerzos y la resolución más firme.

            Es necesario vencer las resistencias que impiden el acceso a la meta, y en ello hay penalidades y fracasos, pasos hacia adelante y otros hacia atrás. El verbo que emplea el Corán es elocuente y sugiere de entrada que la cuesta que se ha de escalar es extraordinariamente dificultosa: iqtáhama-yaqtahim es emprender y remontar algo irrumpiendo con violencia, con energía, con decisión, porque es imprescindible toda esa fuerza y un poderoso acto de intención para derrotar los múltiples inconvenientes. La senda hacia Allah es clara y sencilla pero la peregrinación es entorpecida por las tendencias hacia abajo del ego con su soberbia, su ignorancia, su miedo, sus obsesiones, su pereza, su avaricia, sus dioses,... Y todo eso amenaza gravemente y frustra el progreso sobre ese camino.

            El carácter tremendo de esa cuesta (‘áqaba) es subrayado en el siguiente versículo: wa mâ: adrâka mâ l-‘áqaba, ¿qué te hará saber lo que es la cuesta?... Se trata de una pregunta a la que es difícil responder. ¿Cómo llegar a saber (ádraka-yúdrik) lo que es la cuesta que conduce hasta el Infinito? El camino que conduce hasta la Paz de Allah es inimaginable -al igual que Allah es Irrepresentable-, y es algo que sólo puede llegar a intuir el corazón iluminado porque es él el que debe dar pasos azuzado por algo misterioso que se desencadena en su centro. En la exposición de lo que es esa senda sólo podremos referirnos a la disciplina que exige, no a su esencia que está envuelta en el secreto de lo indecible.

            El Corán, por tanto, nos va a proponer gestos que simbolizan y son los correlatos de los pasos sobre esa cuesta por la que caminan los que se orientan hacia el Uno-Único, y nos dice: fákku ráqaba, la liberación de un esclavo,... Sobre esa senda se debe liberar esclavos y desencadenar prisioneros. El fakk es el acto de retirar los grillos que atenazan el cuello (ráqaba) de un esclavo o un prisionero.

            La manumisión de esclavos es un mérito de gran valor dentro del Islam y fue promovido desde el principio. Es la manifestación externa de una vivencia espiritual. Abû Bakr as-Siddîq, el gran Compañero de Muhammad (s.a.s.), fue modelo de esta práctica. Entre otros muchos liberó a Bilâl que habría de ser en el futuro el primer muádzdzin, el primero en convocar a las gentes al recogimiento ante Allah desde lo alto de una mezquita. La tiranía de la soberbia esclaviza al corazón. Abû Bakr, con su gesto, ejemplificaba lo que sucedía en su interior: había liberado a su corazón de la opresión y el yugo del ego. A partir de entonces, su corazón no dejó de convocarlo a reunirse con su Señor, a imagen de Bilâl subido al alminar. Cuando un musulmán rescata un prisionero o libera a un esclavo a la vez está expandiendo su corazón que se libra de las cadenas que imponen la ignorancia, la arrogancia y las mentiras que atan al ser humano impidiéndole afrontar el gran reto. El corazón se convierte en protagonista dentro de cada musulmán y lo va guiando espontáneamente hasta la Presencia de su Señor Verdadero.

            A continuación el Corán nos dice: aw it‘âmun fî yáumin dzî másgabatin yatîman dzâ máqrabatin aw miskînan dzâ mátraba, o alimentar en tiempo de hambre a un huérfano allegado o a un pobre en la miseria... La liberación del esclavo es el gesto supremo, pero también toda manifestación de generosidad es un paso hacia adelante que se da sobre la cuesta del Islam. Y así se nos habla también del acto de alimentar (it‘âm), en momentos de penuria (másgaba), al huérfano (yatîm), empezando por los más cercanos, aquellos con los que nos relacionen lazos de parentesco (máqraba), y socorrer en la dificultad a todo necesitado (miskîn) hundido en la miseria (mátraba). Para los sufíes, si no se puede liberar de golpe al corazón al menos éste debe ser alimentado con lo que lo anime practicando el recogimiento y facilitándole el acceso a la Revelación cuya eficacia lo acabará liberando de cadenas, administrándole todo ello con prudencia y sabiduría, empezando por lo más próximo y aprovechando los momentos en que lo exige.

            Todo está relacionado entre sí y los gestos externos son signos y a la vez detonantes de acontecimientos interiores cuando son regidos por la sinceridad y tienen a Allah como único objetivo, quedando así reunificado el universo en su totalidad, sin marginar ninguno de sus aspectos. Liberar esclavos, alimentar a huérfanos y pobres, tienen efectos sobre el corazón que reproduce en su mundo espiritual esos mismos actos. La liberalidad es, en el corazón, apertura hacia Allah. Es difícil explicar cómo eso acontece en las profundidades del ser, pero sí se puede explicar cómo desencadenarlo en base a actos reproducibles. Cuando un musulmán libera a un esclavo o socorre a quien necesite de su ayuda está incidiendo sobre su corazón, y además es éste el que se está manifestando: todo es lo mismo y es simultáneo.

            Los esclavos, los huérfanos y los mendigos eran los marginados en la sociedad preislámica, y por ello son expresión material de la soledad y abandono en el que está el corazón. Eran presa fácil para la barbarie de la época, al igual que el corazón no deja de ser agredido por la vileza de muchos de los comportamientos humanos, que lo apagan hasta hacer desaparecer su luz. El musulmán -es decir, la fuerza de la voluntad- se alza para rescatar a ese prisionero, y lo hace adoptando la principal de sus cualidades que es la generosidad: el corazón es fundamentalmente generesoso y no deja de purificar la sangre y distribuirla por el cuerpo. El musulmán lo refuerza, lucha contra el egoísmo que aprisiona las posibilidades del corazón, y lo alimenta con la belleza del Corán y las enseñanzas muhammadianas.

            Esa permanente tensión es lo que hace difícil el Islam, lo que hace que lo llamamos cuesta (‘áqaba), porque exige de un esfuerzo que lo tiene todo en contra, al igual que se oponían al Islam en sus principios la ferocidad e inhumanidad de los kuffâr, los enemigos del Islam en Meca, personificación de las cualidades adversas del Nafs, el ego: la envidia, la avaricia, el miedo, la mentira,... La lucha que se desencadenó entre los musulmanes y sus conciudadanos de Meca representa esa crisis en la que queda evidenciada la dureza del esfuerzo que el musulmán debe emprender para liberarse de la tiranía de la arrogancia, la pereza y la ignorancia que atenazan a cada ser humano,... arrogancia, pereza e ignorancia que tienen correlatos interiores y exteriores, demandando cada uno de esos aspectos un Yihâd preciso.

            Lo dicho debiera aclararnos la aparente contradicción entre la facilidad del Islam y su dificultad. Es fácil porque en sí es extraordinariamente sencillo: el Islam invita simplemente a una generosidad que abra el corazón. El Islam no se pierde en disquisiciones ni traza ante el musulmán una senda de enigmas ni rituales. Pero es difícil porque el ego se opone a ello y pone infinitas trabas al avance de esa liberalidad hasta su extremo final en que se hace capaz de acoger a Allah.

            No obstante, sobre esa senda de generosidad impera una verdad absoluta: zúmma kâna min l-ladzîna â:manû,  ante todo, ser de los que se han abierto a Allah... La generosidad sin más tampoco es relevante. Lo relevante es el Îmân, una apertura sin objeciones a la intuición que el corazón tiene de Allah, su Señor Verdadero. Es decir, para que los actos que realice el musulmán tengan fruto debe estar orientados en exclusiva hacia Allah. ¿Qué quiere decir esto? Que no debe haber en ellos otro interés que el de alcanzar esa meta absoluta. Si la generosidad es caridad, ha fracasado. Si espera alguna gratificación, sea del tipo que sea -material o moral-, ha fracasado. Lo más importante es purificar la intención para que en ella no quede ningún rastro de soberbia, egoísmo o ignorancia de la Inmensidad de Allah. Sólo así los actos del musulmán tienen una eficacia expansiva. Por ello el Corán nos dice aquí que el peregrino sobre la difícil cuesta de Allah ante todo tiene que ser de los que se han abierto hacia Allah (âmana-yûmin), tiene que ser un mûmin, alguien que sabe de la grandeza infinita de su Señor y en ella se abandona por completo, sin esperar a cambio de sus actos más que la satisfacción de estar inmerso en lo eterno del Creador y Fundamentador de todas las realidades. A esa satisfacción se la llama Ridâ.

            Pero el Îmân, capaz de dar valor a las acciones, tampoco es relevante si sume al mûmin en el desprecio al mundo y la autosuficiencia, si lo incomunica en una experiencia espiritual en la que sólo se contemple a sí mismo, manifestando un tipo de egoísmo muy peligroso porque queda velado tras una espiritualidad arrogante y estéril. El Islam no nos invita al rigor de un ascetismo asocial, si bien son imprescindibles momentos de soledad y retiro en los que se intime con Allah, con el propósito de beber directamente de su Fuente y buscar en ella inspiración para la vida.

            El mûmin se expande hacia afuera como signo de eclosión interior, y busca compañía: wa tawâsau bis-sábri wa tawâsau bil-márhama, y se aconsejan mutuamente la paciencia y se aconsejan mutuamente la misericordia... En el roce con sus hermanos es donde el musulmán lima sus asperezas. El verdadero mûmin forja una nación en la que prevalece el consejo mutuo (el Tawâsî). Los mûminîn se aconsejan mutuamente (tawâsà-yatawâsà) la paciencia (sabr) y la misericordia (márhama, sinónimo de Rahma, pero con matiz de solidaridad). Y de estas pocas palabras se extraen muchas conclusiones.

            Los mûminîn crean comunidades gobernadas por la mutua recomendación (el Tawâsî) -y no por el imperio de nadie-. Los mûminîn no tienen más Señor que Allah. Y lo que se aconsejan mutuamente es el sabr, la paciencia, es decir, la perseverancia y la constancia, signos de valor y claves de todo éxito. El sabr es mantenerse firme ante las desgracias y las contrariedades, sin dar pasos hacia atrás. Los mûminîn, los de corazón abierto a Allah, se apoyan los unos a otros en su avance sobre la cuesta del Islam.

            Por otro lado, se aconsejan mutuamente la márhama, la misericordia entre ellos, que es el grado supremo de la justicia. No son duros los unos con los otros, no se reprochan nada entre sí, sino que se ayudan y se auxilian en todo, complementándose y avanzando juntos hacia la Rahma de Allah Uno-Único, que es plenitud absoluta.

            Quienes cumplen las condiciones anteriores -la liberación de esclavos, la generosidad, la apertura hacia Allah que lo relativiza todo en la conciencia de la Inmensidad de la Verdad, la práctica de la paciencia y la solidaridad constructoras de una comunidad- son los mûminîn, y ellos son los afortunados: ulâ:ika as-hâbu l-máimana, ésos son los Compañeros de la Derecha... Ésta es una expresión corriente en el Corán. Los mûminîn -es decir, los musulmanes- son Compañeros (as-hâb, plural de la palabra sâhib, compañero) del lado de la derecha (máimana), palabra que alude al Yumn, la abundancia, la fertilidad, la exuberancia (mirando hacia la salida del sol desde Meca, a la derecha queda el Yémen, al-Yáman, la Arabia Feliz, el Jardín que está al final del desierto). Los Compañeros de la Derecha es una frase hecha que recuerda todas esas consonancias y habla del ininterrumpido crecimiento interior y la creatividad fecunda de los sinceros en su vinculación a Allah, y también les augura el triunfo ante su Señor Único.

            Por el contrario: wa l-ladzîna kafarû bi-â:yâtinâ humû: as-hâbu l-másh-ama, los que se han cerrado a nuestros signos... ellos son los Compañeros de la Siniestra. Si por un lado están los mûminîn, que son lo que se han abierto a Allah, por otro están los kuffâr (plural de la palabra kâfir), que son los que se cierran ante Allah, sumiéndose en la arrogancia, la desidia y la ignorancia. Son los que no desentrañan los signos de Allah (las âyât, plural de aya, signo, prodigio). Signos de Allah de los que se ha hablado en esta sûra son Meca y la Kaaba, la significación de Muhammad y la Revelación, la generación y la multiplicación entre los seres humanos, los ojos, la lengua, los labios, el bien y el mal.

            El kâfir es el que es incapaz de expandirse en la significación de su ser y de cuanto le rodea y se cierra (káfara-yákfur, cerrarse, disimular algo, ser ingrato) en la miseria de sus fantasmas, armándose de mediocridad y vileza. Éstos son los que en lugar de elevarse ascendiendo por la cuesta (‘áqaba) se precipitan a ellos mismos en las tinieblas del Fuego y la privación de todo bien. Son los que disminuyen en lugar de agigantarse, hasta que se quedan en el puro kábad, en la asfixia y sufrimiento del ser humano, sin salir de él hasta que mueren y entonces su dolor queda sobredimensionado en el mundo del espíritu: éstos son los Compañeros (as-hâb) de la Siniestra (másh-ama), palabra que alude al Shu-m, el infortunio, el mal agüero.

            En la breve frase anterior el Corán resume el tema del Kufr, el rechazo a Allah, reuniendo en esta sóla palabra una gran cantidad de matices: el Kufr, es cerrazón y aislamiento en el ego, y es disimulo y negación de la intuición que anida en el corazón de cada ser humano, y es ingratitud que consiste en no saber nada del bien de la vida y la existencia.

            El Kufr conduce al ser humano hacia un destino terrible homólogo a esas manifestaciones de desazón, miedo, soberbia, ignorancia y dolor: ‘aláihim nârun mûsada, ¡sobre ellos hay un Fuego cerrado!... Es decir, los kuffâr están y serán sometidos definitivamente por un Fuego (nâr) que los engulle, un Fuego del que son incapaces de salir porque los encierra (sad, cerrado), condenándolos a la agonía en la que existen. Con cada paso que dan en esta vida alimenta esa hoguera.

            El Corán fue revelado para advertir contra ese destino, y de ahí que el lenguaje coránico sea contundente y poderoso, como en esta sûra encabezada por un ¡no! que debiera llamar la atención y suspender la respiración, todo para que el ser humano realice la gran reflexión que lo guíe hasta su Señor.

 continuación