CAPÍTULO 106: LOS QURAISHÍES

SÛRAT QURÁISH

revelada en Meca, 4  versículos

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm

1. li-î:lâfi quráishin

¡Sea por el pacto de los quraishíes,

2. î:lâfihim ríhlata sh-shitâ:i wa s-sáif*

su pacto para la caravana de invierno y la del verano!

3. fal-yá‘budû rábba hâdzâ l-báiti

Que reconozcan al Señor de esta Casa,

4. l-ladzî: át‘amahum min ÿû‘in wa â:manahum min jáuf*

el que los ha alimentado en el hambre y les ha dado seguridad en el miedo.

 

            Los quraishíes (los quráish) eran los miembros de la tribu árabe hegemónica en Meca. Con el tiempo, los quraishíes habían conseguido transformar esa precaria aldea de nómadas trashumantes en una pequeña pero pujante república mercantil. Entre los diferentes clanes que componían la tribu estaba el de los Banû Hâshim, al que perteneció Muhammad (s.a.s.).

            Mucho antes, Allah había ordenado a Abraham (Ibrâhim) -al que la tradición musulmana llama también Jalîl, el que ha intimado con Allah- que construyera en medio del desierto de Arabia una Casa (Báit). Ese edificio -al que también se conoce con el nombre de Kaaba (al-Ka‘ba), por su forma cúbica- fue la simiente de Meca.

            Desde el principio, esa Casa fue un Harâm, un espacio vedado o prohibido. Se trata de un espacio que Allah ‘se reservaba’. Es la Casa de Allah (Baitullâh), donde sólo cabe Él, y está vacía. Se la llama también al-Báit al-‘Atîq, la Casa Liberada, y a ella no llega la violencia ni la imposición, porque es poderosa y repele con fuerza toda agresión a su inviolabilidad (Hurma). La extensión que la rodea es Másÿid, Mezquita, que significa lugar de prosternación, pues todo lo que existe se rinde y lleva la frente al suelo ante el Uno-Único, centro de la existencia. Esto hace de la Casa algo misterioso en el que simbólica pero eficazmente reside un secreto indescifrable: la Ulûhía, el carácter enigmático, una profundidad insondable y doblegadora, un abismo perturbador, de Allah, el Absoluto.

            Esa presencia de la Ulûhía inefable confería a Meca -nombre del valle en el que se construyó la extraña Kaaba- un aura de misterio e inviolabilidad. Esa era la Hurma del valle, algo que había en él, irrepresentable e imponente, que lo hacía prohibido y reverenciable. El Corán enseña que cuando Abraham acabó de levantar la Kaaba, invocó a Allah diciendo: “Señor, haz de éste un país de paz y aprovisiona a su gente de frutos...”. La Hurma (inviolabilidad) con la que fue investido el valle fue la respuesta de Allah a la invocación de Abraham. La sûra anterior, la del Elefante, alude a ese carácter protegido de la Kaaba.

            Distintas tribus beduinas fueron instalándose temporalmente en sus alrededores hasta que finalmente los quraishíes se sedentarizaron y organizaron en su entorno la ciudad de Meca. La temible Casa, que ocupa el centro, fue siempre respetada, pero, siendo su secreto inaccesible, los árabes acabaron degenerando en una grosera idolatría. No obstante mantuvieron los ritos de la peregrinación a la Kaaba, instituidos por su antepasado, Abraham.

            Allah ordenó a Abraham construir Su Casa en medio de la desolación del desierto, y confirió Hurma, es decir, respetabilidad e inviolabilidad, a esa Casa, de modo que los árabes sintieron siempre hacia ella un temor reverencial profundo. Eso procuró prestigio a los habitantes de Meca, un prestigio del que arranca la fama de aristócratas de la que les revistió el ser vecinos de la Casa.

            Las ‘gentes de Meca’ siempre fueron objeto de un gran respeto y consideración, y viajaban por el país de los árabes con seguridad. Es oportuno recordar que las distintas tribus casi siempre estaban envueltas en guerras endémicas y eran frecuentes los asaltos a las caravanas: los quraishíes gozaban de un especial privilegio que les permitía recorrer los caminos sin ser molestados. Por otro lado, la importancia de la Kaaba obligaba a los árabes a visitarla con frecuencia, permitiendo a los habitantes de Meca hacerse con ingresos importantes que les permitían vivir desahogadamente en una zona inhóspita como es el valle en el que está la Kaaba. Ésta fue la respuesta de Allah a la invocación de Abraham, que había dicho: “Señor, haz de éste un país de paz y aprovisiona a su gente de frutos...”.

            Gracias a la Hurma de Allah, Meca y sus alrededores (el Harâm, o País Prohibido), a pesar de su naturaleza inhóspita, fue un lugar de paz y abundancia cuando lo normal hubiesen sido la inseguridad y el hambre. La Kaaba, por su carácter mítico, y aún estando vacía, ofrecía paz (ante el miedo) y prosperidad (frente al hambre). Para los musulmanes es el equivalente del Corazón, en el que sólo está Allah y desde el que es regado el cuerpo. El corazón, en cada criatura, es la Kaaba, la Casa de Allah (Baitullâh), el pulso de su existencia, su eje y el origen de su estremecimiento. El corazón es la Presencia indefinible, ambigua, misteriosa y eficaz de Allah, imponente en Su Trono Polar en el centro de cada ser. En ese centro habita la paz y es desde donde se desborda la Generosidad, y es el núcleo al que todo retorna, al igual que los musulmanes acuden en peregrinación a Meca.

            Gracias a la inviolabilidad (Hurma) de la Casa (Báit), tan enraizada en el espíritu de los árabes ya en época preislámica, los quraishíes podían hacer algo a lo que casi nadie más se arriesgaba: organizar caravanas mercantiles a través de las inseguras rutas de la península árabe. A ello es a lo que se refiere el Corán en esta sûra cuando dice: li-î:lâfi quráishin î:lâfihim ríhlata sh-shitâ:i wa s-sáif, ¡sea por el pacto de los quraishíes, su pacto para la caravana de invierno y la de verano! La palabra îlâf, pacto, alianza, viene de la idea de ulfa, concordia. La paz y seguridad en las que vivían y a las que se acostumbraron les permitía ponerse de acuerdo, implícitamente, para organizar grandes viajes comerciales (rihla, que aquí sirve para designar concretamente a las caravanas), una en invierno (shitâ) al Yemen y otra en verano (sáif) a Siria.

            En medio de un desierto estéril, lleno de sombras acechantes ¿qué era sino la grandeza del Secreto Inefable que residía en la Kaaba lo que les protegía y allanaba el camino de la fortuna ante ellos? Era por la Kaaba, por el misterio del que estaba rodeada, por lo que los árabes respetaban a los quraishíes. Condenados por el entorno al hambre y la inseguridad, lo irrepresentable de la Verdad Creadora que se manifestaba desde la Kaaba obraba en la desolación del medio en el que los quraishíes vivían un prodigio único, del que eran conscientes. Aquí el Corán se lo recuerda, apelando al pudor: ¡sea por el pacto implícito que permite a los quraishíes moverse en paz y recoger frutos que les vienen sin que los busquen! ¡Sea por él, por esa concordia que les ha sido obsequiada, y sientan pudor ante la Inmensidad que ocupa el centro de su ciudad, y abandonen por eso la idolatría y se rindan ante el Señor de la Casa!: fal-yá‘budû rábba hâdzâ l-báiti l-ladzî: át‘amahum min ÿû‘in wa â:manahum min jáuf, que reconozcan al Señor de esta Casa, el que los ha alimentado en el hambre y les ha dado seguridad en el miedo.

            Los quraishíes eran vecinos de lo Inabarcable: estaba a su alcance, en el mismo corazón de su ciudad. Y disfrutaban de la irradiación de su poder apabullante, una irradiación que los había hecho ser considerados como nobles entre los beduinos. Sin embargo, en lugar de reconocer como su Único y Verdadero Señor (‘ábada-yá‘bud, reconocer como Señor) a ese Secreto Reductor, adoraban ídolos que tallaban con sus manos, y depositaban sus esperanzas en ficciones, todo por sentirse desbordados ante la Verdad que realmente reinaba y que presentían en la Casa Soberana.

            Ése es el despropósito que el Corán censura: en lugar de buscar sustitutos, el ser humano debe perder miedo a las profundidades que adivina en su corazón, y sumergirse en el océano de sus intuiciones más desafiantes. Que las gentes, pues, reconozcan sin prevenciones al Señor (Rabb) de la Casa (Báit), el que se manifiesta desde el Corazón, el que los alimenta realmente desde las profundidades de su Verdad abrumadora (át‘ama-t‘im, alimentar), que reconozcan y se rindan al imperio de Aquél en el que está la verdadera paz, el que confiere seguridad (âmana-yûmin, dar paz), y se conviertan ante Él en mûminîn, en buscadores de paz, en criaturas abiertas a la paz de Allah. Éste es el requerimiento que se hacía a los quraishíes, que eran alimentados cuando era de esperar el hambre (ÿû‘), y vivían en seguridad cuando era de esperar que estuvieran sumidos en el miedo (jáuf).

            Es Allah Uno-Único el que anima la vida, el que la despliega, el que la rige desde su Trono en los corazones. Por eso lo llamamos Rabb, Señor de la Casa y Señor de los Mundos.

            La Sûra de los Quraishíes pretende despertar recuerdos. Evoca verdades que invitan al pudor y al sonrojo. Al igual que los quraishíes no ignoraban el valor de la Casa y su influencia en la inviolabilidad de la que disfrutaban acudiendo a Ella, y sólo a Ella, en los momentos de aflicción y desgracia-, todos los seres humanos son quraishíes -criaturas ennoblecidas por su Señor- en cuyos corazones está la Casa de Allah.

            Por su tema y estilo, la Sûra de los Quraishíes -metáfora de la creación entera y de la posición central del ser humano en ella, y del corazón, a su vez, en medio del hombre- es la continuación natural de la Sûra del Elefante. Sin embargo, los relatos tradicionales (las riwâyât) enseñan que otros nueve capítulos fueron revelados entre medias.

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