AL-‘AQÎDA AT-TAHÂWÍA
wa narà s-salâta
jálfa kúlli bárrin wa fâÿirin min áhli l-qíbla* wa ‘alà man mâta
mínhum*
Afirmamos la validez del Salât detrás del justo y el libertino que sean de las Gentes de la Qibla, así como la obligatoriedad de hacerlo por el que ha muerto de ellos...
Si
hay algo destructor de una comunidad es la obsesión por la perfección. Esperar
que todos sus miembros sean perfectos o respondan a un mismo modelo y tengan la
misma motivación y fuerza es un elemento disgragador que no sirve al principio
más que para crear inquisiciones y cerrazones y conduce finalmente a la ruptura
y a la dispersión. El Islam lo prohibe cuando autoriza a todo musulmán a
aceptar como musulmán de su mismo rango a todo el que responde a unos mínimos
muy fáciles. Por ello, la simple pronunciación de la Shahâda
obliga a la comunidad a aceptar como uno más al que realice ese acto, que sólo
consiste en decir lâ ilâha illâ llâh
muhámmadun rasûlullâh. A partir de ahí el iniciado tiene las
mismas obligaciones y derechos que los demás, y no se le pregunta ni se indaga
por su intención ni por sus pensamientos. Sólo puede ser juzgado por sus actos
en el caso de que sean escandalosos o perjudiciales.
Por ello, el Salât,
que es el acto de reconocimiento de Allah más importante, de intensa intimidad
y que se establece cinco veces al día en todas las mezquitas, puede realizarse
bajo la dirección de cualquiera, ya sea una persona justa (barr) o ya sea un libertino
(fâÿir), sin que esa mala dirección
anule la validez del que la siga. Es decir, la validez del Salât de cada uno no depende del que actúe como Imâm,
como modelo a seguir, sino de la intención del que lo realiza. De este
modo se evita el que los criterios personales imposibiliten la realización del Salât
en comunidad, que es un fin en sí mismo que está por encima de las discusiones
en torno a la conveniencia de una persona u otra para dirigir ese acto capital.
Esto no quiere decir que no se intente que el Imâm
sea el mejor de los presentes, pero sin convertir esta cuestión en algo que
imposibilite el establecimiento de la comunidad.
Del mismo modo no se debe dejar a nadie sin que tras su muerte se ruegue
a Allah por él, haya sido justo o libertino en su vida, mientras fuera musulmán
y por tanto tenga ese derecho sobre sus hermanos.
Sólo pierde ese derecho el que haya renunciado al Islam con una
declaración o actos tras los que no queden dudas sobre su condición de no-musulmán (kâfir).
wa lâ núnçilu
áhadan mínhum ÿánnatan wa lâ nâra*
Y no declaramos
que ninguno de ellos sea necesariamente de las gentes del Jardín o del
Fuego,...
Nadie, por tanto, tiene derecho a emitir juicios sobre los musulmanes,
unos juicios que competen únicamente a Allah. Declarar que un musulmán será
objeto de la Misericordia de Allah (su
Rahma, que se traduce en Jardín,
ÿanna) o de su Ira (Gádab,
que se traducirá en Fuego, nâr) es querer sustituir a Allah, pero nadie comparte con Él ese
poder, y con ello el que se atreviera a emitir esas sentencias se estaría
asociando al Uno-Único que no admite socio alguno. Todo esto es de vital
importancia en una comunidad que no acepta más autoridad que la de su Creador.
Ahora bien, el Corán y el Mensajero (s.a.s.) ordenaron pensar bien de los musulmanes (husn
az-zann). Confiar en que se han hecho merecedores de la
exuberancia de Allah no es un error, máxime si es una opinión generalizada,
pues los musulmanes se respaldan los unos a los otros, y a su vez son
respaldados por Allah. No se debe censurar al que considera que otro musulmán
es digno de su Señor. Pero esto no es institucionalizar ni imponer ningún tipo
de santidad sino aprobar la buena voluntad en una sociedad de iguales que ansían
acercarse a Allah y acceder a su bien.
wa lâ náshhadu
‘aláihim bi-kúfrin wa lâ bi-shírkin wa lâ bi-nifâq* mâ lam yázhar
mínhum sháiun min dzâlik* wa nádzaru sarâirahum ilà llâhi ta‘âlà*
No certificamos
contra ellos declarándolos no-musulmanes, idólatras o hipócritas -mientras no
evidencien nada de ello-, y remitirmos sus conciencias a Allah...
Se nos ha ordenado practicar el
pensar bien de los musulmanes (el husn
az-zann) y se nos ha prohibido el
pensar mal de ellos (el sû az-zann).
La perversidad o el libertinaje
(el fuÿûr) no son juicios definitivos para excluir a nadie del Islam.
No se puede acusar a la ligera a un musulmán de kâfir (rechazador de Allah),
múshrik (idólatra) o munâfiq (hipócrita),
a menos que esa persona lo declare o no deje lugar a duda alguna (mientras se
pueda justificar su acto se preferirá disculparlo). Sólo las declaraciones
formales y los actos escandalosos sirven de criterio, y no las intenciones o los
pensamientos de esas personas, que forman parte de su mundo interior (la sarîra o conciencia) al
que sólo tiene acceso Allah.
wa lâ narà s-sáifa
‘alà áhadin min úmmati muhámmadin sallà llâhu ‘aláihi
wa sállama illâ man wáÿaba ‘aláihi s-sáif
Declaramos que
no se debe alzar la espada sobre ningún miembro de la Nación de Muhammad, más
que contra quien se haga merecedor de la espada...
No se pueden lanzar acusaciones contra los musulmanes, y mucho menos
hacerlos objeto de violencia alguna. Las acusaciones y la violencia son ataques
contra alguien que, con el mero hecho de su Islam, ha entablado una relación de
mutua lealtad con Allah (walâya).
El que ataque a quien ha concluido ese pacto se expone a la Ira de Allah que
protege al que ha intimado con Él. Por ello, esas acusaciones y violencias son
peligrosas para el que las realiza, más allá de su carácter simplemente
desintegrador de la comunidad.
No se puede acusar a ningún musulmán de kufr
(rechazo a Allah), shirk
(idolatría) o nifâq (hipocresía)
a menos que esa persona lo declare o lo demuestre fehacientemente. En realidad,
más que una acusación se trataría entonces de una constatación. De igual
modo, no puede haber violencia contra un musulmán a menos que él mismo la
ejerza contra alguien, haciéndose entonces merecedor de la espada
(sáif). Los errores, confusiones y
olvidos, si bien no excluyen del Islam, sí deben ser corregidos.
wa lâ narà l-jurûÿa
‘alà aímmatinâ wa wulâta umûrinâ wa in ÿârû* wa lâ nad‘û ‘aláihim*
wa lâ nánça‘u yádan min tâ‘atihim* wa narà tâ‘atahum
min tâ‘ati llâhi ‘áçça wa ÿálla farîda* mâ lam yâmurû
bi-má‘sia* wa nad‘û láhum bis-salâhi wa l-mu‘âfâ*
No aprobamos
ninguna rebeldía contra nuestros imames y los encargados de la autoridad entre
nosotros, incluso si se desvían de lo sensato. No los maldecimos ni rechazamos
obedecerles. Opinamos que obedecerles forma parte obligatoria de la obediencia
debida a Allah mientras no ordenen nada que constituya una rebeldía contra
Allah. Y rogamos por ellos deseándoles rectitud y salud...
El Corán dice: “¡Oh, vosotros,
los que os habéis abierto a Allah! ¡Obedeced a Allah y obedeced a su
Mensajero! ¡Y a los que tienen autoridad entre vosotros!”. Se llama imâmes
(aimma, plural de imâm) a
los que tienen autoridad moral sobre los musulmanes debido a su saber o a su
rectitud, y se llama wulât al-amr, encargados
de la autoridad, a los que dirigen y administran la comunidad. Muchas veces,
ambos términos se utilizan como sinónimos. La obediencia
(tâ‘a) debida a los aimma
y a los wulât al-amr está condicionada por la obediencia de éstos a Allah
y a su Mensajero. Esa obediencia está justificada por el bien común.
Dentro de este marco se ha discutido en el Islam sobre las exigencias que
se deben hacer a los imames de la comunidad, y por lo dicho hasta aquí se debe
hacer prevalecer el interés de la comunidad que está en la unión y en la paz.
Quienes descalifican con ligereza a los musulmanes lo hacen con mayor severidad
con los imames motivando contínuos levantamientos
y rebeldías (llamados aquí jurûÿ,
salida, es decir, abandono de la obediencia debida a ellos y que dará
nombre a un grupo extremista, los jawâriÿ,
que consideran anulada la obediendia al más mínimo fallo del Imâm).
El autor de esta ‘Aqîda
prefiere la moderación en todo, e incluso si un Imâm se desvía (desvío es ÿûr, término
ambiguo que puede significar usurpación del poder, tiranía, arbitrariedad en
la aplicación de la justicia, o simplemente situarse en los lindes de lo
equitativo), debe ser tolerado en aras de mantener la unidad y la paz en la
comunidad, siempre mientras se mantenga en unos límites aceptables que no
impliquen una ruptura con algún principio básico del Islam, lo cual sería una
rebelión (ma‘sía) contra Allah: en este caso no cabría duda y la
destitución e incluso la lucha contra el Imâm serían obligatorias. El autor
apela simplemente a la prudencia e invita a no precipitarse en cuestiones que
implican violencia. Mientras el Imâm cumpla con su cometido que es el de dar
coherencia, paz y prosperidad a la comunidad, debe ser el objeto de las
bendiciones de los musulmanes.
En cualquier caso, crear mecanismos que impidan el ÿûr es muy recomendable y a lo largo de la historia del Islam se
han ensayado numerosas fórmulas como la shurà,
la asamblea de los musulmanes,
intentando siempre lograr el consenso y equilibrar las orientaciones.
wa náttabi‘u
s-súnnata wa l-ÿamâ‘a* wa náÿtanibu sh-shudzûdza wa l-jilâfa wa l-furqa*
Seguimos la
Sunna y la Comunidad, y nos apartamos del personalismo, el ánimo de
controversia y la separación...
El autor apuesta aquí por la Sunna
-la aplicación del Islam según el modelo de Muhammad (s.a.s.)-, base sólida
para la constitución de una Comunidad (ÿamâ‘a).
El Profeta es Imâm para todos los musulmanes, y su ejemplo
(su Sunna) es un parámetro sobre el
que hay consenso y goza de la aceptación unánime de los musulmanes, por lo que
sirve para la constitución de una comunidad coherente. Por el contrario, los
personalismos (llamados aquí shudzûdz,
es decir, excentricidades, anomalías),
el ánimo de polémica (jilâf)
y el gusto por estar al margen de lo
comunitario (furqa), no son
cimientos sobre los que fundamentar un grupo humano. Por ello, la Sunna y el
deseo de juntarse es lo que debe animar al sabio en su exposición del Islam,
pues con ello consigue encontrar los elementos comunes que permiten la
convivencia y el entendimiento.
wa nuhibbu
áhla l-‘ádli wa l-amâna* wa nákrahu áhla l-ÿûri wa l-jiyâna*
Amamos a las
gentes de la justicia y la honestidad, y detestamos a las gentes del desvío y
la traición...
Con esto, el autor somete el amor
(hubb o mahabba) y la aversión
(karâhía) a los juicios de Allah:
Él prefiere la justicia (‘adl)
y la honestidad (amâna) y
odia la injusticia (ÿûr,
el desvío de lo equitativo) y la traición
(jiyâna). Amar lo que Allah ha declarado que ama y detestar lo que
Él ha dicho que detesta es afianzarse en el rango de la absoluta sujeción a su Deseo (la ‘ubûdía). Así siente el que se sabe bajo el Señorío (rubûbía) de
la Verdad que rige la existencia, y se mueve al son de sus ritmos.
wa naqûlu
allahu ‘á‘lam* fîmâ shtábaha ‘alainâ ‘ílmuh*
Y decimos:
“Allah sabe más”, ante lo que nos resulta confuso...
La frase allâhu á‘lam, Allah
sabe más, es la del que se remite a Allah cuando se le pregunta por algo
sobre lo que no tiene conocimiento. Evita con ello asegurar algo sobre el Islam
cuando en realidad lo desconoce y así no difunde como certeza lo que pudiera
ser una simple opinión personal. En este punto los ‘ulamâ,
los expertos en en Islam son tajantes:
mezclar lo que nos ha llegado con suposiciones o interpretaciones es un delito
contra la comunidad.
wa narà l-más-ha
‘alà l-juffáin* fî s-sáfari wa l-hádar* kamâ ÿâa fî l-ázar*
Opinamos que
pueden realizarse las abluciones sobre los calcetines, tanto se esté de viaje
como cuando no, de acuerdo a como es referido en algunos vestigios...
Sorprende esta interpolación que tiene que ver más con la regulación de las practicas islámicas (el Fiqh) que con una exposición
de sus fundamentos (‘Aqîda).
En realidad se trata a un ejemplo que alude a la siguiente cuestión. El Fiqh
es el estudio de las fuentes del Islam (el Corán y la Sunna) con el propósito
de entresacar de ellas el modo que tenía el Profeta de hacer las cosas -tanto
en lo relacionado a prácticas espirituales como relaciones familiares,
sociales, etc.-. Para ello se emplearon distintos criterios y surgieron varias escuelas (madzâhib). A
pesar de ello, los resultados son bastante homogéneos, ya se trate de
corrientes dentro del sunnismo como del shiismo. Con la nota anterior el autor
se desmarca de un criterio infundado que emplean los shiíes: para estos últimos
sólo tienen valor normativizador las tradiciones transmitidas por las Gentes
de la Casa del Profeta (los Ahl al-Báit),
mientras que para el común de los musulmanes fueron testigos suficientes todos
sus Compañeros (los Sahâba). Es decir, los Ahl al-Báit no son más dignos de crédito que el resto de testigos
de las acciones del Profeta, y la cuestión de las abluciones sobre los
calcetines es una de las pocas en las que nos han llegado informaciones (ázar,
vestigios) casi exclusivamente por parte de los Sahâba,
por lo que los sunníes no dudan en admitir su testimonio mientras que los shiíes
ponen reparos. Los sunníes entienden que nada respalda sus prejuicios: todos
los musulmanes son testigos válidos mientras se den en ellos las condiciones
que los hagan creíbles. La tendencia shií a mitificar a las Gentes de la Casa
no es compartida por la mayoría de los musulmanes que insisten en el
igualitarismo que es esencial en el Islam si bien se reconoce la preeminencia de
las Gentes de la Casa a causa de su lógica cercanía al Profeta.
wa l-háÿÿu
wa l-ÿihâdu mâdiyâni ma‘a ûlî l-ámri min al-muslimîn* bárrihim
wa fâÿirihim* ilà qiyâmi s-sâ‘a* lâ yúbtiluhumâ sháiun wa lâ
yúnqiduhumâ*
La peregrinación
y la lucha tienen validez junto a los detentores de autoridad entre los
musulmanes, ya sean justos o perversos, hasta el fin del mundo. Nada los anula
ni los invalida...
El cumplimiento con las grandes obligaciones que impone el Islam está
por encima de toda circunstancia. Y así, la peregrinación
(haÿÿ), que consiste en
establecer la gran asamblea de los musulmanes en Meca, y la lucha
(ÿihâd) porque el Islam sea cada vez más fuerte, son dos
prescripciones que obligan a todo el que esté capacitado para llevarlas a cabo,
y no debe condicionarse su realización a la existencia de un dirigente
perfecto. Los que detentan la autoridad
entre los musulmanes (wulât al-amr o
ûlû l-amr) deben ser aceptados como
organizadores y guías en esas empresas fundamentales al margen de su calidad
como musulmanes, que es otra cuestión que no afecta a la validez de la
peregrinación o la lucha, más sujetas a la intención de cada cual que a su
organización formal.
wa nûminu bil-kirâmi
l-kâtibîn* fa-ínna llâha qad ÿá‘alahum ‘alainâ hâfizîn*
Y estamos
abiertos a los Nobles Escribas, de los que Allah ha hecho nuestros
protectores...
Los Nobles Escribas (al-Kirâm
al-Kâtibîn) son Malâika (seres
de luz, plural de málak, ángel) que acompañan a cada ser humano registrando en un libro sus
acciones, y protegiéndolo contra todo lo que Allah no haya decidido: son guardianes
del hombre (hâfizîn).
Según algunos hadices, están a nuestra derecha (anotando las buenas acciones, las hasanât)
y a nuestra izquierda (escribiendo las malas,
las sáyi-ât), y según otras
fuentes hay dos más, uno abriendo camino delante de nosotros y el otro detrás,
siguiendo nuestros pasos. Éstas son presencias positivas, de luz, que acompañan
al hombre desde su nacimiento, pero también hay tinieblas, y con cada ser
humano hay un ÿinn (un ser
de fuego) que es su compañero coetáneo
(qarîn). Se trata de las distintas tensiones y conflictos que
habitan en cada ser humano y su fijación en el Libro de la Eternidad.
wa nûminu bi-málaki
l-máut* al-muwákkali bi-qábdi arwâhi l-‘âlamîn*
Y estamos
abiertos al Ángel de la Muerte, el encargado de arrancar el espíritu del
mundo...
El Málak al-Máut, el Ángel de la Muerte, es el encargado
(muwákkal) en el mundo de las causas
interiores, de separar la vida (el rûh,
el espiritu que da vida) del cuerpo
(llamado aquí ‘mundo’) y entregarla a los ángeles de la Misericordia o a
los de la Ira. Ya hemos dicho que los ángeles
(los Malâika) son seres de luz que
gobiernan la existencia siendo agentes de la Voluntad de Allah. Hay tres
dimensiones de lo real: el ÿabarût,
el Universo Unitario de Allah, en el
que sólo existe su verdad; el malakût,
el Universo Interior e Intermedio, el
de nuestras experiencias espirituales; y el mulk, el Universo Físico
de nuestra existencia material. Y todo está estrechamente vinculado entre sí.
Una muerte es causada por leyes naturales en nuestro mundo, que tienen un Ángel
interior, sometido al Uno-Único en el Universo de la Verdad Absoluta. Se le da
el nombre de Ángel de la Muerte a la causa espiritual de la muerte, subyacente
siempre en la razón material, si bien es siempre Allah el auténtico
Determinante de todo.
El Rûh, el espíritu, sinónimo de vida,
es un tema de difícil definición. Se le ha identificado con la sangre, el
calor, el aire que inspiramos, el equilibrio de los elementos que nos consituyen,
la singularidad de cada persona, y hay autores que dicen que no se sabe nada a
ciencia cierta acerca de lo que es el espíritu. El Corán dice del Rûh
que ‘es cosa de Allah’, manteniendo en la ambiguedad lo que nos hace
ser como somos. Se llama Rûh
(en plural, arwâh) a lo
vivificante en tanto que hecho prodigioso, sutil, creado primero en un universo
inmaterial que luego, cuando Allah quiere, se filtra en nosotros y fluye por el
cuerpo, y nos dota de movimiento, de sentidos, inteligencia, sentimientos,
inclinaciones,... El Rûh es
la presencia de la orden de Allah haciéndonos vivir, sentir e identificarnos. A
esa ‘esencia etérea’ que nos ilumina se le llama Nafs, ego, mientras
permanece en el cuerpo: es Ammâra, Imperante,
Tiránico, cuando se somete a las exigencias de la materialidad y
nos aleja de Allah; es Lawwâma, Censurante,
Represor, cuando entra en conflicto con la razón y las convicciones
trascendentes con las que queremos volver a Allah; es Mutmaínna, Pacífico,
cuando es doblegado por el corazón. La muerte sucede cuando Allah ‘retira’
su orden de vivir a la criatura, y entonces Allah ‘recupera’ el espíritu
que había depositado en ella, desapegándolo del cuerpo aun cuando la separación
nunca es total.
Con esa extirpación de la vida entramos en el reino de la muerte, donde
Allah sigue fundamentándonos. La muerte no nos devuelve a la nada, no nos
libera de Allah. Esa acción de Allah en nuestra muerte será para nosotros aún
más rigurosa que la actual, puesto que nada desviará nuestra atención:
sentiremos su actuación con toda intensidad. Todo ello en espera del gran
momento, cuando el espíritu sea devuelto al cuerpo y comience la Resurrección
(Ba‘z, Qiyâma), que es nuestra totalidad ante Allah-Soberano, junto a la
humanidad entera, tras el Fin del Mundo, completándose la existencia ante su
Creador.
wa bi‘adzâbi
l-qábri liman kâna láhu áhla* wa suâli múnkarin wa nakîrin fî qábrihi
‘an rábbihi wa dînihi wa nabíyih* ‘alà mâ ÿâat bihi l-ajbâra ‘an
rasûli llâhi sallà llâhu ‘aláihi wa sállama wa ‘ani s-sahâbati
ridwâhu llâhi ‘aláihim* wa l-qábru ráudatun min riyâdi
l-ÿánna* au húfratun min húfari n-nîrân*
Y sabemos del
tormento de la tumba para quien sea su merecedor, y del interrogatorio de Múnkar
y Nakîr en la tumba, preguntando por el Señor, la Senda y el Profeta. Todo
ello según ha sido expresado en las noticias que nos han llegado desde el
Mensajero de Allah, Allah lo bendiga y salude, y de sus Compañeros, Allah los
satisfaga. La tumba será como un jardín o como un hoyo de fuego...
Tras la muerte (máut), el hombre comienza un viaje en una vida intermedia a la que
se llama Bárçaj, y que es la
existencia en la ‘tumba’, es decir, en la pasividad frente al advenimiento
de realidades interiores que se van apoderando del ser humano. Esa experiencia,
que tiene mayor intensidad que las sensaciones físicas, es una pesadilla para
muchos. A esa pesadilla es a lo que se llama ‘adzâb al-qabr, el tormento
de la tumba... La tumba se estrechará sobre quien Allah decida, mientras
que para otros será espaciosa y refrescante, anunciado el paso futuro, tras la
Resurrección, al Fuego o al Jardín Eternos.
En esa interioridad a la que se llama tumba
(qabr) aparecerán -a la cabeza y a
los pies del difunto- dos personajes terribles, dos Malâika a los que el Profeta llamó Múnkar y Nakîr, de
aspecto severo y apariencia terrorífica, y preguntarán a cada hombre quién es
su Señor (Rabb), su Profeta (Nabí)
y su Senda (Dîn). Los que
carecen de Îmân titubearán y ello
los perderá ante esos seres, que los sumergirán en un terrible tormento hasta
el Día de la Resurrección, siendo para ellos la tumba a partir de entonces un Agujero
de Fuego (hûfra min nâr). Para los mûminîn será una Ráuda,
un aledaño del Jardín (ÿanna).
Todo esto lo sabemos por las noticias (ajbâr)
autentificadas que nos han llegado de las enseñanzas del Profeta Sincero (s.a.s.),
y que nos han sido transmitidas por sus numerosos Compañeros
(los Sahâba). Son cosas que la razón no puede deducir,
sino posibles que el Infalible (s.a.s.) nos ha anunciado. Él también dijo que
todo el que afina su sensibilidad pasa a percibir estas realidades, que escapan
a los sentidos del común a causa de su apego al mundo material.
wa nûminu bil-bá‘zi
wa ÿaçâi l-a‘mâli yáuma l-qiyâma* wa l-‘árdi wa l-hisâb*
wa qirâati l-kitâb* wa z-zawâbi wa l-‘iqâb* wa s-sirâti
wa l-mîçân*
Y sabemos de la
Resurrección y la Retribución de los actos el Día del Restablecimiento, la
Exposición, el Cálculo, la Lectura del Libro, la Recompensa y el Castigo, el
Sendero y la Balanza...
Tras la existencia en el Bárçaj,
el Mundo de los Espíritus, se
producirá la Resurrección (Ba‘z) para la Retribución
definitiva (ÿaçâ) estableciéndose
el juicio de Allah. Todo volverá a ponerse
en pie ante su Creador (Qiyâma).
Se habla de dos Qiyâmas, la Sugrà
o Menor, en el seno de la tumba, en el Bárçaj, y la Kubrà o Mayor,
en al-Âjira, la Eternidad de Allah. El tema de la Resurrección tiene
muchas derivaciones. El que progresa espiritualmente la precipita a lo largo de
su experiencia. Y es el destino de toda vida...
La vida espiritual (el Rûh), anterior a cada ser humano, se adhiere al cuerpo y no
lo abandona: se desapega de él con la muerte física a causa del predominio
actual de lo material y cuando la carne se agota el espíritu se retira al Bárçaj.
La muerte anula definitivamente la intensidad de lo físico; y, en la Resurrección
Mayor, el espíritu -con toda su fuerza- retorna al cuerpo exhausto, siendo
hegemónico, no conociendo el cuerpo, a partir de entonces, ni corrupción ni
desgaste, pues su tendencia natural habrá sido corregida por la muerte. Al ser
el Rûh la fuente de las percepciones y las sensaciones, en esta
etapa última de la existencia humana todo será desproporcionado porque será
el espíritu el que tome las iniciativas y el espíritu no es otra cosa que
absoluta esponjosidad ante lo que nos viene de Allah, con una receptividad
infinitamente mayor a la del Îmân,
la capacidad acogedora del corazón.
La Resurrección es, por tanto, con el cuerpo: el ser humano es eso, es todo
aquello con lo que se identifica. No puede ser marginado en la Reunificación.
El tema del Ba‘z, la Resurrección,
es en el que puso mayor énfasis el Profeta (s.a.s.): es su gran anuncio
(nába). Él fue el Anunciador
(Nabí) del Fin del Mundo y el comienzo, para el hombre, de uno nuevo
(al-Âjira). Con esta cuestión selló
la historia espiritual de la humanidad.
Allah era reconocido por los árabes antes del Islam. Todos los pueblos imaginan un dios. Pero el tema es irrelevante si no se vuelve a Él. Los profetas han venido para asegurarnos esto último. La Resurrección, expresada de un modo u otro, es el fondo de sus mensajes. Muhammad (s.a.s.) fue el que habló con mayor radicalidad sobre esta cuestión, y el Corán, desde sus principios, no deja de repetirlo e invita a los hombres a prepararse para ese gran momento, que será terrible. Los contemporáneos de Muhammad (s.a.s.) aceptaban con facilidad la idea de una Verdad Suprema, pero rechazaban la posibilidad de la resurrección de los muertos. El Corán abordó su postura con una lógica tajante. Allah dice: “(El ser humano) me quiere imponer un modelo y se olvida de su origen: ¿quién puede revivir los huesos cuando han sido pulverizados? Respóndeles: ‘Los revivirá el que los formó al principio’...”. La creación a partir de la nada es algo más difícil de aceptar por el entendimiento, pero ése es nuestro origen. Quien ha podido hacer nuestros huesos a partir de nada puede reconstruirlos cuando son polvo. Con esta sencilla reflexión, el Corán anula las reticencias de los negadores: la Resurrección no es imposible, y si Allah la afirma se convierte en obligada. El razonamiento humano contra esa posibilidad es un intento por imponer a Allah un modo de actuar según la rutina a la que estamos acostumbrados, pero Él escapa a la pobreza de nuestras reflexiones, que carecen de solidez y nada tienen que ver con lo prodigioso, que es nuestra raíz misma. Todo depende de lo que Allah quiera, no de lo que para nosotros sea admisible. El Corán afirma que Allah reconstruirá hasta las huellas dactilares de cada ser humano.